domingo, 20 de marzo de 2011

Sensiblidad


Lidiaba, de un tiempo a esta parte, con el problema de la experiencia sensible, al que le he dedicado más de una entrada en este blog –demasiadas, aun para un epistemólogo-, puesto que, si se lo mira de cierta manera, desde este ángulo escorado en el que me mezo sin ocultar cierta tendencia a la provocación, no hay nada como observar que ciertas formas contemporáneas de relación con la experiencia sensible son una prueba más que evidente de que la nuestra es una época post-ilustrada.


A ello ha contribuido sobradamente el Romanticismo y algunas escuelas filosóficas del siglo xx, que flaco favor nos han hecho en algunas cuestiones; aunque también, ello, como he comentado alguna que otra vez, también se debe a que la debacle del proyecto ilustrado y el consiguiente deterioro de nuestra experiencia ha propiciado la reabsorción en ciertas formas de experiencia mágico-religiosas adoptadas de nuestras culturas vecinas.


La tradición ilustrada adolece de muchas taras, razón por la cual se ha ido a pique y se hace necesario, una vez más, dar con una forma de experiencia capaz de salvar nuestra época. Pero si hay algo a lo que quizá no deberíamos renunciar a bote pronto es posiblemente a los límites marcados en torno a nuestra capacidad de ser afectados por los objetos del mundo, por la cosa-ahí, pues no hay nada más falaz que nuestra pretensión tardo-romántica e histriónica por “experimentar” de forma sensible aquello que sobrepasa los límites del entendimiento tal y como fueron concebidos por Immanuel Kant.


Repasando la “Doctrina trascendental de los elementos” subrayaba las formas lingüísticas con que el filósofo alemán hacía referencia a la materia, no mediada por el sujeto, de la sensibilidad; a ella se refiere de múltiples formas a lo largo de la “Estética trascendental”, como “materia bruta” que provoca “alteraciones en el sujeto” o “multiplicidades” sensoriales a las que más tarde dará forma el entendimiento, para concluir que “[…] toda nuestra sensibilidad no es más que la representación confusa de las cosas […] pero sólo es un amontonamiento de características y representaciones parciales que no podemos discernir con consciencia” (las negritas son mías).


Más allá de que existan o no los juicios sintéticos a priori –cosa que yo pongo en duda y cada día de mi vida me lo corroboro- o que las categorías trascendentales de la subjetividad sean trascendentales en el sentido universalista que les atribuye el filósofo ilustrado –algo con lo que tampoco estoy de acuerdo-, Kant pone el dedo en la yaga y lo hace de una forma muy intuitiva cuando describe la forma en que lo noumenal afecta a un sujeto particular: como un caos de sensaciones, como una amalgama indefinida, no mediada, e informe (puesto que su unidad posterior, es cierto, es producto del “trabajo” subjetivo que lo ha de absorber para una experiencia).


Si lo observamos desde una perspectiva organicista, fisicalista, nuestros sentidos, aquello por medio de lo cual “entramos” en el mundo, ese gozne que nos informa de cuanto nos rodea, no forman un aparato unitario que, de manera global, trae a nuestra subjetividad la cosa percibida. La vista, el oído, el olfato… la información que de cada uno de estos parámetros recibimos, sólo adquiere sentido unitario dentro de una experiencia subjetiva y, en muchos casos, los datos que de un objeto tenemos apenas cubren uno o dos de estos sentidos. Así pensado, cualquier afección del sujeto venida del mundo, en primera instancia, no puede más que corresponderse con una serie de datos sensoriales que, a menos que sean organizados de algún modo por nuestro psiquismo, como mucho, sólo lograrían desconcertar(nos) en cuanto sensación a la que ni siquiera podríamos atribuirle un origen espacio-temporal.


Es en este sentido en el que nuestra experiencia de cualquier objeto es fruto de una mediación del sujeto, y es en este mismo sentido por el cual, conforme acumulamos experiencias, nuestra sensibilidad, cada día, parece más embotada, nuestra afección es menos caótica; ya que, a medida que dicha mediación es enriquecida, la “materia bruta” de nuestras sensaciones es reabsorbida con mayor eficacia (como la hendidura formada en la madera y adaptada al continuo roce por el que terminan de encajar las piezas de un ensamblaje).


De todo ello tampoco carecemos de experiencia. Todos somos conscientes, en algún momento de nuestras vidas, de que a medida que acumulamos experiencia, conforme envejecemos (lo que no es más que un desgate, por el continuo uso de la vida, de entrechocar nuestros cuerpos cada día, arrojarlos a la luz y consumar una y otra vez nuestro ciclo energético regido por esta lógica de impulsos y negaciones), las cosas “parecen” afectarnos de otro modo, con menos intensidad y con una carga significativa que las hace más complejas, sí, pero, a su vez, más asimilables. El recuerdo de algo perdido que, en un principio, vivimos de forma dramática, cesa, poco a poco, en intensidad, en su catástrofe, hasta convertirse en el mero recuerdo de una pérdida que apenas logra afectarnos y dilatar su afección. De igual modo sucede con las cosas más ínfimas: el sabor de un alimento; la luz que eriza tu piel al amanecer mientras la contemplas sin prisa, sin obligaciones; la mirada dirigida; el roce de una mano… parece que nuestros sentidos se embotan, que apenas, lo que un día logró estremecernos, ahora sencillamente nos toca, se inscribe nuevamente en la experiencia para desvanecerse en el día y el momento que, inevitablemente, queda atrás, en el tiempo que, como sabemos, transcurre, a medida que nuestros cuerpos se degradan con nosotros mismos, más rápidamente, del mismo modo que los objetos que un día fueron grandiosos e imponentes frente a nuestra talla y ahora no son más que menudos y anodinos, no muy distintos a todo lo demás, casi un atrezzo común.


Es cierto y legítimo que nuestra experiencia de este desapego de la experiencia, porque se trata de eso, pueda ser vivenciada con melancolía en razón a una pérdida, puesto que experimentamos, en ese instante, la vivencia de una pérdida, pese a que la experiencia correspondiente no haga referencia a un objeto, susceptible de ser extraviado, sino a la experiencia del objeto, a la manera en que dicho objeto entraba en nosotros y lograba afectarnos de una u otra forma. Y es que, quizá a cierta edad, las experiencias que más calan nada tienen que ver con la experiencia de los objetos del mundo, sino con estas experiencias de experiencias miradas, de una consciencia que se mira a sí misma y halla una unidad en la diferencia que le es característica e irremediable.


Y es que la sensibilidad tiene un recorrido mucho más amplio que el de los sentidos.


Que las formas de la experiencia ilustrada vayan quedando en suspenso y nos encontremos en un cruce de caminos, en una etapa de transición, que exige cada día más el desarrollo de otras formas de experiencia ligadas a la necesidades y complejidades de nuestro tiempo, de relación con el mundo o entre los sujetos que lo habitan, no quiere decir, ni puede ser exigido, que renunciemos a algo que forma parte de nuestra filogénesis, de nuestro desarrollo orgánico, puesto que este límite kantiano nada tiene que ver con un precepto teórico o ético, ya que su correspondencia es fisiológica.


Cuán peligroso y triste resulta confundir lo sensorial con nuestra sensibilidad: … podría embargarnos la fraudulenta sensación de creer que hemos vivido, sin apenas intuir lo que realmente es la vida.



*


No, ya no sentimos como antes, tú cuerpo y tu mente no se sobresaltan con facilidad, apenas te estremeces.


Será que te haces viejo, que has madurado. Ahora eres todo sensibilidad.


Pero ellos sí pueden… estremecerse, sobresaltarse, andar a la búsqueda de sensaciones innombrables, caóticas, que son incapaces de digerir, de hacer persistir…


Sólo son niños encerrados en un cuerpo que se irá pudriendo sin saber qué es lo que realmente merece la pena.


Pero a mí también me gustaría de vez en cuando dejarme afectar con esa espontaneidad.


No te engañes, esa afección no es tan libre como ellos hacen creer, señala en todo caso una renuncia: la madurez; porque madurar significa aprender a renunciar con autonomía. Se está mejor aquí, créeme. Lo nuestro es un arte del vivir, del estar vivo.


domingo, 13 de marzo de 2011

Σεισμός


¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra deplorable!

¡Oh espantoso conjunto de todos los mortales!

¡De inútiles dolores la eterna conversación!

Filósofos engañados que gritan: “Todo está bien”

¡Vengan y contemplen estas ruinas espantosas!

Estos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas

Esas mujeres, esos niños, uno sobre otro, apilados

Debajo de esos mármoles rotos, esos miembros diseminados

Cien mil desventurados que la tierra traga

Ensangrentados, desgarrados, y todavía palpitantes

Enterrados bajo sus techos, sin ayuda, terminan

En el horror de los tormentos sus lamentosos días.

(Voltaire, Poema sobre el desastre de Lisboa.)



*


Era sábado, 1 de noviembre de 1755, un seísmo con epicentro en el océano Atlántico, a trescientos kilómetro de la península Ibérica, extiende el temblor a las costas de Portugal y el Noroeste de África; poco después arriba el maremoto y, en breve tiempo, la ciudad de Lisboa arde en llamas, una antorcha que tardaría días –años- en extinguirse, flamas que consumirán lo poco que de ella quedaba en píe a esas horas del día, transformando la ciudad en un amasijo de cenizas y humo.


Las cifras de muertos oscilan; como siempre, las matemáticas no establecen diferencia entre cuerpos humanos y cuerpos celestes, pues es una lengua que alardea de sus carencias afectivas y esgrime esta falta de pasión como una de sus mayores virtudes. Entre 60 y 100.000 personas mueren a lo largo de la costa peninsular y africana; Lisboa es la población más castigada, acapara el ochenta por ciento de esos cuerpos descoyuntados a los que canta Voltaire en su poema.


La catástrofe, como una última réplica del sismo (σεισμός, “temblor”), cubre de desasosiego la Europa ilustrada y optimista que, cegada por su fe en la Razón y el progreso humano, no había sabido percibir en las guerras de religión y en el incipiente imperialismo y despotismo napoleónico que toda nuestra cultura no puede más que erguirse sobre las ruinas constantes de una barbarie que se repite como las ondulaciones de una falla inestable y nada perezosa.


("No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie." Walter Benjamin.)


En este contexto crítico adquiere el Romanticismo carta de naturaleza para tomar el testigo de la sospecha moderna que, como una sombra siniestra e impertinente, desde su mismo origen, no había cesado en amenazas. Aquella actitud mediadora, de tipo formal y positiva, indagatoria, con que el hombre ilustrado se había acercado a la naturaleza y cuando le rodeaba, queda quebrada y se hace necesaria una nueva forma de mediación. El terremoto de Lisboa –así es como pasó a la Historia- legitimó una nueva representación subjetiva, sentimental, de la naturaleza y del lugar que el hombre ocupa en ella; la máquina bien engrasada, como un reloj suizo, cuyos engranajes parecían diseñados por el mejor de todos los relojeros, se revuelve para mostrar su cara más oscura e incomprensible, como un hálito de inquietud que comienza a desplegar el horizonte incomprensible de la época.


Ya nunca, no otra vez, el hombre moderno volvería a sentirse como en casa, pues el mundo artificial creado por él nada podía hacer frente a la furia sublime de la naturaleza, ante la que el hombre romántico, siempre de espaldas a nosotros, no puede más que estremecerse: nuestro hogar perdido.


Sin promesas de retorno, consciente de la catástrofe que se avecina, la humanidad de hoy habita una noche de constante insomnio, un espacio de nadie y fronterizo, sin lengua, sin patria. En ocasiones, por corto espacio de tiempo, se mece en la calidez de la razón, para despertar con un nuevo temblor que lo rescata de sus ensoñaciones.


Entonces comprende, una vez más, como Ulises tras su regreso a Ítaca, cuán lejos se halla de casa.


jueves, 3 de marzo de 2011

Tan lejos


Volvía a poner mis pies en la Corte después de varios años y la ciudad me recibía con desdén, llorando a cántaros, impasible, sin tregua una vez más, como un mal augurio. A los pies de una escalinata de piedra un músico callejero interpretaba desganado una canción de Piaf al acordeón y yo paralizado, arrojado a la ciudad, veía marchar a la comitiva que se perdía entre las calles o era engullida por las bocas de metro que, como animales feroces e insaciables, custodiaban las cuatro esquinas de una plaza tan olvidada como el nombre del general decimonónico que se yergue oxidado en su centro, amenazante, con su espada en alto.


Fachadas grises y ennegrecidas, calles estrechas y orines de un barrio degradado, me hacían paso despreocupadas mientras arrastraba mis bártulos encorvado y sin apenas fuerzas. De vez en cuando miraba a un cielo que sólo existe como presunción, que apenas si se deja ver, y buscaba en el bolsillo de mi pantalón la dirección escrita en un papel que horas antes, en casa, había apuntado, y memorizado a lo largo del viaje, no para recordar, sino para asegurarme de que aquello no era un mal sueño, otra pesadilla.


Minutos más tarde, conforme me atenazaba el frío, mis piernas comenzaban a capitular, el hambre y el cansancio, la falta de sueño, me tenían desorientado y la ciudad me asestaba, como en otra vida, la primera de muchas bofetadas. Sentado en el metro me veía a mí mismo años atrás en ese mismo vagón, en esta ciudad, mucho más joven, con estas mismas maletas a los pies, sonriendo a cualquier novedad. Alguien se volvió hacia mí cuando un pensamiento en voz alta se me escapaba por lo labios (“perra vida”), pero nuestras miradas sólo se cruzaron un segundo y el tren partía a rebosar dejando atrás otra estación.


(Nunca seremos ángeles.)


Han sido días de caminar la ciudad durante horas, con la sonrisa quebrada y la cartera verde bamboleando a mi espalda, en los que volvía a casa con la cabeza postrada al anochecer, ya incapaz de dar un nuevo paso, tan cansado que ni el sueño me asistía, alerta, durante toda la noche, despierto con los primeros rayos de luz, aguardando un nuevo día para salir una y otra vez a recorrer sus calles, a contaminar mi esperanza, para enorgullecer una vez más mi instinto de supervivencia. A veces, sentado a mediodía en alguna plaza o jardín, a sabiendas de que no habría de esperar ningún prodigio, tan lejos de casa, remedaba entre humo el sonido del oleaje rompiendo en el espigón, las barbas del Mediterráneo bufando entre las rocas, como un anciano sabedor de que toda gloria es efímera, añorando los escenarios de mis últimos paseos por Barcelona. Por momentos, esta voz recurrente, que nunca calla, me susurraba taimada: no hay futuro, hoy es mañana; entonces, con el ceño fruncido y el cigarrillo entre los labios, remontaba la calle otra vez y salía del laberinto dando codazos para volver a confundirme con la masa por la Gran Vía, por el Paseo de la Castellana o por la Avenida de América, escupiendo en la fachada de cada ministerio, aprovechando el calor que se escapaba de los cafés cuando se abren sus puertas y discutiendo con la vida el alto precio de esta obstinación.


Por las noches fumaba un cigarrillo tras otro en el balcón, envuelto en una manta, devolviendo miradas a un vagabundo con muñones como piernas que cada noche hacía su “cama” bajo un soportal no muy lejos de la plaza Mayor; un tipo de mirada severa vestido con atuendo militar que recorre el centro histórico de la ciudad cada día en su silla de ruedas escamoteando monedas a los turistas. Mi última noche en el balcón no me acompañaba; donde él solía dormir habían instalado un enrejado.


Qué se puede hacer en una ciudad como ésta, sino caminar y fumar para engañar el hambre, y esperar, esperar un nuevo día, la llamada que nunca llega, la sonrisa extraviada o el sonido del silencio. Qué otra cosa puede hacer quien es consciente de que todo queda tan lejos, que todo está escrito, que las palabras no pesan y que el alimento de la carne no hace más que dilatar esta agonía, que la Vida queda en otra parte, que ya nada queda por hacer.


De camino al barrio donde tengo alquilada una pequeña habitación atravieso las arcadas del viaducto de Segovia, pero ya no lo frecuenta ningún suicida porque el Ayuntamiento ha instalado unas mamparas de vidrio para disuadirlos y salvar sus almas. Cruzando el Manzanares se extiende un barrio de casa bajas y humildes, con pequeñas isletas proyectadas para jardines de tierras ahora yertas. No hay niños (ni esperanza) y sus árboles, como alambres, retorcidos, hace años cesaron de primavera. Sus habitantes envejecen y caminan apoyados en las paredes tratando de evitar los socavones que se alternan entre sus aceras o el asfalto. Los hombres fuman en grupo en los portales mientras ven pasar el día y observan con celo al forastero. Este río es una frontera (en todos los sentidos) entre dos mundos que sólo yo me atrevo a cruzar, quizá porque, de alguna forma hermética, yo no pertenezco a ninguno de ellos y me desenvuelvo mejor en tierra de nadie, como un espectro sobre el punte cuyos pliegues se extienden repeliendo el fulgor entre sus aguas turbias.


Decepcionados con la luz, ningún ángel nos sobrevuela y hasta las caricias tienen su precio de mercado.


Hay quienes se conjuran a la suerte o al destino, por ello se arremolinan los viernes en los puestos de loterías y apuestas, por eso hacen cola frente a la oronda estrambótica que da la buenaventura o echa las cartas cerca de la calle Toledo.


El mundo se desmorona y no podemos (o no sabemos) hacer otra cosa que mirar cómo sucede y refugiarnos en acusaciones y promesas.


Alguien ha escrito en rojo con caligrafía temblorosa en el lateral de una fachada de la Carrera de San Jerónimo “¿Quién calmará mi sed?”, pero ayer, los servicios de limpieza se afanaban en borrar su desesperación y las palabras se deshacían como lágrimas, las de esa voz que ahora no es más que una sombra en la fachada.



Y así se suceden los días, distantes de toda esperanza,

de cualquier prodigio; y, en la lejanía, la vida…

tan lejos.