domingo, 13 de marzo de 2011

Σεισμός


¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra deplorable!

¡Oh espantoso conjunto de todos los mortales!

¡De inútiles dolores la eterna conversación!

Filósofos engañados que gritan: “Todo está bien”

¡Vengan y contemplen estas ruinas espantosas!

Estos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas

Esas mujeres, esos niños, uno sobre otro, apilados

Debajo de esos mármoles rotos, esos miembros diseminados

Cien mil desventurados que la tierra traga

Ensangrentados, desgarrados, y todavía palpitantes

Enterrados bajo sus techos, sin ayuda, terminan

En el horror de los tormentos sus lamentosos días.

(Voltaire, Poema sobre el desastre de Lisboa.)



*


Era sábado, 1 de noviembre de 1755, un seísmo con epicentro en el océano Atlántico, a trescientos kilómetro de la península Ibérica, extiende el temblor a las costas de Portugal y el Noroeste de África; poco después arriba el maremoto y, en breve tiempo, la ciudad de Lisboa arde en llamas, una antorcha que tardaría días –años- en extinguirse, flamas que consumirán lo poco que de ella quedaba en píe a esas horas del día, transformando la ciudad en un amasijo de cenizas y humo.


Las cifras de muertos oscilan; como siempre, las matemáticas no establecen diferencia entre cuerpos humanos y cuerpos celestes, pues es una lengua que alardea de sus carencias afectivas y esgrime esta falta de pasión como una de sus mayores virtudes. Entre 60 y 100.000 personas mueren a lo largo de la costa peninsular y africana; Lisboa es la población más castigada, acapara el ochenta por ciento de esos cuerpos descoyuntados a los que canta Voltaire en su poema.


La catástrofe, como una última réplica del sismo (σεισμός, “temblor”), cubre de desasosiego la Europa ilustrada y optimista que, cegada por su fe en la Razón y el progreso humano, no había sabido percibir en las guerras de religión y en el incipiente imperialismo y despotismo napoleónico que toda nuestra cultura no puede más que erguirse sobre las ruinas constantes de una barbarie que se repite como las ondulaciones de una falla inestable y nada perezosa.


("No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie." Walter Benjamin.)


En este contexto crítico adquiere el Romanticismo carta de naturaleza para tomar el testigo de la sospecha moderna que, como una sombra siniestra e impertinente, desde su mismo origen, no había cesado en amenazas. Aquella actitud mediadora, de tipo formal y positiva, indagatoria, con que el hombre ilustrado se había acercado a la naturaleza y cuando le rodeaba, queda quebrada y se hace necesaria una nueva forma de mediación. El terremoto de Lisboa –así es como pasó a la Historia- legitimó una nueva representación subjetiva, sentimental, de la naturaleza y del lugar que el hombre ocupa en ella; la máquina bien engrasada, como un reloj suizo, cuyos engranajes parecían diseñados por el mejor de todos los relojeros, se revuelve para mostrar su cara más oscura e incomprensible, como un hálito de inquietud que comienza a desplegar el horizonte incomprensible de la época.


Ya nunca, no otra vez, el hombre moderno volvería a sentirse como en casa, pues el mundo artificial creado por él nada podía hacer frente a la furia sublime de la naturaleza, ante la que el hombre romántico, siempre de espaldas a nosotros, no puede más que estremecerse: nuestro hogar perdido.


Sin promesas de retorno, consciente de la catástrofe que se avecina, la humanidad de hoy habita una noche de constante insomnio, un espacio de nadie y fronterizo, sin lengua, sin patria. En ocasiones, por corto espacio de tiempo, se mece en la calidez de la razón, para despertar con un nuevo temblor que lo rescata de sus ensoñaciones.


Entonces comprende, una vez más, como Ulises tras su regreso a Ítaca, cuán lejos se halla de casa.