viernes, 19 de noviembre de 2010

En ausencia de origen. Por qué somos traductores


Si hay algo que se nos sustrae, nos falta o se nos oculta ante cualquier cosa, es su origen; curiosamente, ésta es una idea que apenas nos cuestionamos o llevamos a cuestión, a rendir cuentas y comparecer frente a este tribunal rara vez presuntuoso que es la crítica de la cultura.


Andar a la búsqueda del origen de cualquier cosa excede casi toda simple pretensión notarial o administrativa; esto ya lo sabía Nietzsche: quienes buscan el aspecto originario, el fundamento de cualquier fenómeno, revelan un sentimiento íntimo, un ansia que sólo puede ser apaciguada siempre y cuando el sujeto pueda hallar en este aparente desorden el orden que previamente había ocultado, la esencia que dé certificado de naturaleza y constate la presencia atribuida, la belleza del círculo o la seguridad que supone conducir por un circuito cerrado del que ya se conoce cada uno de sus baches o curvas; sus falsas salidas, desniveles, puertas traseras, cambios de sentido o callejones mudos.


(Como quiera que sea; siempre de inequívoca dirección –porque la pregunta por el origen o por el sentido no es más que un reclamo de lo inequívoco.)


Todo esto sucede en nuestra vida cotidiana, a cada momento, y no siempre es del todo evidente, como tampoco lo es cuando repercute de alguna forma en aquellos ámbitos de la experiencia ligados estrictamente al conocimiento.


Las palabras no son más que ruido, no dicen nada; son antorchas flotantes en un lago cavernoso y oscuro que iluminan sin dirección y cuyo origen de sentido sólo puede ser atribuido a las mareas, los vientos o el azar; simplemente son el atrezzo con el que ocultamos la carencia de sentido, con el que tratamos de acompañar el sonido de los objetos improvisando melodías a partir de estrofas y estribillos que ya hemos escuchado con anterioridad en otra parte, a la que presumimos cierto aire de familia con esta otra parte.


Todo esto no lo tuvo tan claro –o no del todo- Benjamin cuando reflexionaba sobre la tarea del traductor (título de uno de sus ensayos más reconocidos), quien, supongo, diferiría conmigo en la idea que acabo de exponer, pese a que interpreto (traduzco), sí logró dar con la respuesta a la pregunta que guiaba aquella reflexión en torno a la traducción: ¿Por qué traducir? ¿Dónde reside la legitimidad de este salto al vacío?


Si desmenuzamos las dos ideas principales, si las distanciamos, quizá podamos arrojar luz en torno al trabajo del traductor y quizá también podamos comprender por qué razón nuestro tiempo, esta época, se impone la tarea del traductor y deja a un lado cualquier pretensión de originalidad.


Benjamin, no quiero aburrir, estuvo más influenciado por algunos presupuestos de la fenomenología de lo que a simple vista parece y constatan sus comentaristas (sus traductores). Esto se hace evidente cuando señala que, frente al texto, ante un “original”, se nos ofrecen dos tipos de contenido: un contenido “esencial”, “[…] intangible, secreto, ‘poético’”, en oposición, con un contenido “no esencial”. Una buena traducción ha de ser exacta en lo que respecta al contenido no esencial, aquél que está dado simplemente al servicio del lector, al tiempo que ha de hacer justicia (y aquí no hablamos de adecuación) con aquel contenido esencial que se halla, de forma fantasmal, en su original.


Nos las vemos, una vez más, con cierto equipaje idealista: bajo la presunción de una ontología: que más allá de la inconmensurabilidad que un traductor pueda hallar entre dos lenguas, existe una lengua pura, íntima, común a todas la lengua, a cuyo sentido, tanto el original como la copia, se ha de hacer justicia. El buen traductor es aquel capaz de trasladar con exactitud el contenido no esencial de un original (mero intercambio sintagmático, semántico, lingüístico) mientras se percata del otro sentido, el poético, y construye caminos de sentido en la lengua transvasada que concurran en dicho sentido.


De modo que, Benjamin, comprende la tarea del traductor como un doble movimiento coordinado: el de la iteración, de un gesto, de una orden, de un pronunciamiento, y el de la actualización, de un sentido, el que la palabras ocultan cuando tratan de decir. En este movimiento reside el carácter “creativo”, compositivo o autorial de la tarea del traductor, ya que, más allá de esa mercantilización del signo, un buen traductor ha de componer el sentido poético, la verdad esencial que se halla oculta, disfrazada por toda la estructura no esencial de los lenguajes modernos (en los que ha devenido la lengua originaria).


Si dejamos a un lado este presupuesto a todas luces idealista, si prescindimos de la idea de que en el mundo o la vida reside una verdad esencial que algunos autores han sabido aprehender de alguna forma poética (soy consciente de que vertebrar ambos conceptos es una contradicción flagrante, pero es que quizá la única manera de mostrar la contradicción de tales pretensiones sea expresando dicha contradicción en términos lingüísticos, conceptuales, que la hagan evidente), si somos lo suficientemente honestos para advertir que tras la inconmensurabilidad lingüística que campea entre todos los sistemas de signos y en el uso mismo de un mismo sistema, si presentimos que, tras ella, nos las vemos con la ausencia de un origen, quizá podamos ver qué es aquello que legitima la tarea del traductor y por qué razón, todos, estamos abocados a ella.


Leamos éste otro texto de Benjamin:



[…] Se ha descrito muchas veces lo déjà vu. No sé si el término está bien escogido. ¿No habría que hablar mejor de sucesos que nos afectan como el eco, cuya resonancia, que lo provoca, parece haber surgido, en algún momento de la sombra de la vida pasada? Resulta, además, que el choque con el que un instante entra en nuestra conciencia como algo ya vivido, nos asalta en forma de sonido. Es una palabra, un susurro, una llamada que tiene el poder de atraernos desprevenidos a la fría tumba del pasado, cuya bóveda parece devolver el presente tan sólo como un eco. Es curioso que no se haya tratado todavía de descubrir la contrafigura de esta abstracción, es decir del choque con el que una palabra nos deja confusos, como una prenda olvidada en nuestra habitación. De la misma manera que ésta nos impulsa a sacar conclusiones a la desconocida, hay palabras o pausas que nos hacen sacar conclusiones respecto a la persona invisible: me refiero al futuro que se dejó olvidado en nuestra casa. (Walter Benjamin: Infancia en Berlín hacia 1900, Buenos Aires, Alfaguara, 1990, p. 45.)



Aquí, el ensayista alemán, especula con la existencia de una contrafigura del concepto de déjà vu para dar representación a un tipo de experiencia que está en la base de todo su pensamiento: mientras que el déjà vu hace honores al esquematismo kantiano, por el cual una experiencia pasada arroja luz sobre una presente (se trata de un salto temporal mediante el cual dos momentos distanciados adquieren plena identidad, o el segundo es subsumido por el primero); la contrafigura que echa en falta Benjamin en este caso opera de forma inversa: es precisamente ese presente, una vez interrumpida la comunicación (una vez constatada la inconmensurabilidad que se yergue entre ambos momentos), el que preña de sentido el acontecimiento pasado (lo subsume) y, precisamente, es esa voluntad de sentido la que levanta el puente o reanuda la comunicación interrumpida, imposible, la que lo legitima.


Si extrapolamos su reflexión en torno a esta contrafigura o experiencia (que, ya digo, es recurrente a lo largo de toda su literatura) y la insertamos dentro de la cuestión por la traducción, podemos observar que Benjamin sí tiene esta contrafigura que necesita, que sí existe un concepto que aglutine la operación inversa, y la experiencia ella ligada, al déjà vu. Esta maniobra no es otra que la tarea del traductor, pues la contrafigura del déjà vu no es otra que la traducción.


Ni existe ninguna lengua pura, ni ninguna verdad esencial a la vida o al mundo; debemos aprender a vivir en un mundo sin origen ni presencias (o al menos tolerarlo). Y ese aire de familia, esta apariencia de adecuación que se experimenta cuando nos las vemos con una traducción o en torno a la cual “jura” el traductor que su trabajo no es más que una simple “copia”, un material subsidiario, del original, no es, de ninguna forma, el resultado de la posibilidad, ante un origen o lengua común, de conmensurabilidad lingüística, sino vital. La condición de posibilidad del lenguaje, de lo que llamamos “comunicación”, es precisamente la falta de origen, de sentido: la inconmensurabilidad que atraviesa toda forma de subjetividad; no así el mundo, que siempre está ahí, inanimado, frente a nosotros. Ésta es la razón por la que es posible interpretar, hallar un sentido (cualquiera): la indeterminación del lenguaje es lo que posibilita que la vida se pliegue a sus exigencias, y es así como acontece lo óntico.


La obra traducida se nos presenta, de esta forma, en toda su singularidad, en su ser-original, ya libre de origen, sin necesidad de invertir los papeles, como hacía, jactanciosamente Derrida, para des-montar la idea platónica del origen, y la oposición metafísica entre original y copia, queda, una vez más –y espero que por siempre- superada.


Una traducción, retomando el hilo, no da forma a una simple evocación (la obra traducida no evoca, sino que sustituye, reemplaza, al “original” –concepto que debemos tener siempre la sensibilidad de entrecomillar-), más bien indica o muestra los restos o el resultado de una transacción, donde lo aquí presente equivale a un momento pasado a costa de que éste “pierda” un sentido que nos es negado –y que no olvidemos, presuponemos- para acoger nuevo sentido, se pliegue a la variación y exija su oportunidad de ser otra vez presente.


No perdamos de vista que, para que esto suceda, para que una réplica o un acontecimiento presente sea capaz de arrojar luz sobre su original o antepasado, se lo apropie y lo subsuma para volver a lanzarlo a un canal de sentido, es necesaria la indeterminación del signo, su carácter hermético y la imposibilidad de toda hermenéutica que pretenda, bajo ciertas presunciones, anteponerse de forma positiva a cualquier otra forma de interpretación.


Sea como sea, una buena traducción, expurgada y fuera de toda sospecha ya la reflexión que hace Benjamin, requiere que, entre ésta y su “original” exista una relación no dialéctica en la que dos momentos distantes en su acontecer óntico se brinden apoyo mutuo para compartir una misma existencia –lo que para la metafísica clásica y toda la tradición idealista es poco menos que una herejía (bueno, miento, en realidad la teología cristiana describe un esquema parecido para explicar la trinidad).


(Quiero indicar que la “interactuación” no implica “adecuación”.)


La tarea del traductor es, en definitiva, un arte de alumbrar, rescatar a la vida, y guiarnos hacia la urgencia de sentido que todo presente reclama, ahora actualizado, ya distante en su onticidad, por medio de la cualidad más bella y primaria del lenguaje (de nosotros mismos): la poética.


Plantear la relación entre original y copia en términos de adecuación es una tautología conceptual clamorosa; puesto que a dicha oposición le es inherente la necesidad o el requerimiento de adecuación. Menospreciar una traducción como copia o mero producto de un objeto del que causalmente queda en dependencia (puesto que su existencia se juega en él), es no haber comprendido que el pensamiento (la cognición) no es más que una constelación de caminos con dirección única y que el lenguaje es como un bello corcel ansioso por recorrer todo el amplio horizonte o como el adolescente que no conoce la vida e impaciente ansía beberla toda de un trago.



Trago que suele resultar invariablemente mortal, por cierto.