Este blog no es más que un cajón de-sastre, en el que nada es lo que parece, un paseo urbano y dominguero por el tiempo y nuestro tiempo, por literaturas, imágenes y ciudades; una encrucijada de pa(i)sajes fronterizos
El poeta tiene la cualidad de dar constancia con su actividad del ansia de expresión de aquello que nuestro lenguaje es incapaz de aprehender.
Aquello que quiere ser dicho queda irremediablemente afuera del mundo lingüístico, no es propio de esto que el lenguaje hace con(de) nosotros, forzando que nosotros seamos nosotros y no esto.
El mundo del lenguaje queda así engarzado y a su vez compartimentado en el mundo de las cosas, y yo o nosotros estamos en el rugido o en esto de manera que de alguna forma estoy/estamos condenados a entenderme(nos).
Lo habitual es una conducta natural, entendiendo por natural un temperamento instintivo puesto de frente al mundo del lenguaje, donde confluye lo natural del ente que es uno mismo.
Pero el poeta va más allá, unos pasos más allá, porque con su artificio, con su oficio de prestidigitador, mediante técnicas con las que de alguna manera ha sido adiestrado, es capaz de forzar los límites del sentido, los límites del lenguaje.
Su gesto puede ser bello o suscitar cualquier otro sentimiento, sin valoraciones, aunque también haya quienes no despierten nada (como yo hoy), pero no cabe duda del carácter exhibicionista de sus prácticas: todos tomamos consciencia de que aquello que nos rodea es el resultado de innumerables batallas previas, colectivas e individuales, contra el sentido, de nuestra revuelta contra el lenguaje.
Pero la batalla, no hay vuelta atrás, siempre, sea como sea, la ha de ganar el sentido, y el fruto del trabajo del poeta es esta cicatriz con que se presenta ante su público, no sin cierta premura exhibicionista, como lección de humildad.
(¿Y por esta razón sueles conjeturar que las aspiraciones de la ciencia son pura bravuconería?
Por ir al Norte, fue al Sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.
Creyó que el mar era el cielo;
que la noche la mañana.
Se equivocaba.
Que las estrellas eran rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.
Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón su casa.
Se equivocaba.
(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.)
Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada, Buenos Aires, Losada 1941.
La poesía nada tiene que ver con la belleza de las palabras emulando la naturaleza o aquellos sentimientos de tipo espiritual con que nos enorgullecemos, no sin cierto hedonismo, de nosotros mismos, de nuestra especie.
La poesía no es expresión medida, estructurada musicalmente y re-vestida de domingo con bellas palabras encabalgadas y sinuosas, como cantos de sirena, de un interior con el quisiéramos ser vistos y, creemos, interior.
La poesía muestra y oculta, como ninguna otra práctica, la maquinaria del sentido, el artificio de ser, la posibilidad de hacer mundo y la verdad (¡ups!) que se halla tras cualquier palabra; también la distancia y el dolor que ello supone, la imposibilidad y la soledad de ser uno mismo: sujeto volitivo, sensitivo, somnoliento y anhelante: especimen.
La poesía dice esto para referir cualquier cosa y, al hacerlo, dice que esto podría ser cualquier otra cosa.
Al parecer, Alberti, dedicó estos versos, incluidos dentro de su poemario Entre el clavel y la espada, a Pablo Neruda, con la “intención” de “expresar” el naufragio de un ideario, el fin de la juventud, espacio de ilusión, anhelos... –ya sabéis-, desprevenido de avatares, contingencia... (A quienes les gusten estos derroteros que busquen monográficos, los encontrarán y serán felices.)
De modo, que no creáis lo que, a simple vista, dicen estas palabras: donde tú lees un quejido amoroso, una paloma despechada, que se equivocaba ([...] que tu corazón su casa / Se equivocaba), Neruda leía el fin de un proyecto y Alberti... vete a saber qué (preguntar a sus devotos, que son quienes dedican su tiempo a “traducir” e “interpretar” la simbología de su poemario). No viene de nuevo, conocer es traducir y la traducción, del mismo modo que la lectura, no es más que una reescritura: mero juego de equivalencias; en otras palabras: ansias de sentido.
Esto sucede con todos los poemas y, si somos estrictos, con cualquier acontecimiento lingüístico; la nuestra es una existencia artística en este sentido epistemológico. Descubrí esto con un poema de Antonio Machado:
A un olmo seco
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Antonio Machado, Campos de Castilla, 4 de mayo de 1912.
A simple vista, vemos otra retahíla de temas universales: el paso inexorable del tiempo, la fugacidad de la vida, el papel de la naturaleza y la acción humana en todo ello... también la esperanza y, quizá, cierto vitalismo que comprende el tránsito necesario, requerido, del ciclo entre la vida y muerte y la muerte para la vida... bla, bla, bla, bla. Con una perorata similar obtuve un sobresaliente en Literatura en bachiller. Más tarde supe, que este poema no hablaba de nada de eso, o sí, mejor dicho, se apropiaba de todo eso, para hablar, quizá, de otra cosa: A finales de abril, principios de mayo de 1912, Antonio y su mujer, Leonor, dejan París y regresan a Soria a causa de una enfermedad contraída por ésta, hemoptisis, con la esperanza de que el clima y el “aire puro” lograran prevenirla de una muerte inminente. Al parecer, la mañana del 4 de mayo, Leonor presenta cierta mejoría (mi corazón espera [...]/ otro milagro de la primavera); Antonio, supongo, esperanzado, también exaltado, quizá también, probablemente, necesitado de ausentarse por un momento de un ambiente a todas luces doloroso, deja el domicilio familiar con la excusa de tomar el aire. Cuentan sus biógrafos que, seguramente, en el paseo de San Saturnino se “encontró” el poeta con aquel olmo centenario, al cual, suponemos, también, de forma paralela, afectado por alguna enfermedad, “algunas hojas verdes le han salido”... (el poema seescribió en ese momento.)
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Esto es la poesía: un acontecimiento que nos apropiamos como escritura, huella de un signo, natural, sintagmático, simbólico... por el cual, de forma alegórica, trazamos un puente sobre el abismo irremediable; paralelismo, equivalencia, ruptura temporal que, a su vez, subraya el tiempo de la distancia, y ambas orillas adquieren una nueva significación, cobran sentido para quien lo ha transformado y para quien logre leerlo, con nuevo sentido, más adelante.
Esto es un poeta: aquel que sabe, comprende y juega con este mecanismo, para mostrarlo y dejar su huella y la de quienes le rodean; sujeto del acontecimiento poético, mero transmisor de una "epifanía".
En esto consiste leer: re-significar, poetizar lo ya poetizado; tomar el testigo, apropiarse de los ropajes viejos y crear esculturas con materiales reciclados; seguir el camino de la huella que, inevitablemente, se desvanece tras nuestras pisadas.
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De modo que no os llevéis, palomas, a engaño, ni hoy es primavera ni reverdecen olmos centenarios en mi calle...
(Ella se durmió en la orilla / Yo en la cumbre de una rama.)
Que nunca hubo equívoco, solamente (y ni más ni menos) poesía.
¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y este claro de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!"? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: "Tú eres un dios y jamás oí nada más divino"? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: "¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que ésta última, eterna sanción, este sello?
(Friedrich Nietzsche, “El peso más grande” en La Gaya Ciencia, 341.)