domingo, 18 de marzo de 2012

Forzar el límite


El poeta tiene la cualidad de dar constancia con su actividad del ansia de expresión de aquello que nuestro lenguaje es incapaz de aprehender.


Aquello que quiere ser dicho queda irremediablemente afuera del mundo lingüístico, no es propio de esto que el lenguaje hace con(de) nosotros, forzando que nosotros seamos nosotros y no esto.


El mundo del lenguaje queda así engarzado y a su vez compartimentado en el mundo de las cosas, y yo o nosotros estamos en el rugido o en esto de manera que de alguna forma estoy/estamos condenados a entenderme(nos).


Lo habitual es una conducta natural, entendiendo por natural un temperamento instintivo puesto de frente al mundo del lenguaje, donde confluye lo natural del ente que es uno mismo.


Pero el poeta va más allá, unos pasos más allá, porque con su artificio, con su oficio de prestidigitador, mediante técnicas con las que de alguna manera ha sido adiestrado, es capaz de forzar los límites del sentido, los límites del lenguaje.


Su gesto puede ser bello o suscitar cualquier otro sentimiento, sin valoraciones, aunque también haya quienes no despierten nada (como yo hoy), pero no cabe duda del carácter exhibicionista de sus prácticas: todos tomamos consciencia de que aquello que nos rodea es el resultado de innumerables batallas previas, colectivas e individuales, contra el sentido, de nuestra revuelta contra el lenguaje.


Pero la batalla, no hay vuelta atrás, siempre, sea como sea, la ha de ganar el sentido, y el fruto del trabajo del poeta es esta cicatriz con que se presenta ante su público, no sin cierta premura exhibicionista, como lección de humildad.




(¿Y por esta razón sueles conjeturar que las aspiraciones de la ciencia son pura bravuconería?


Calla, que nos pueden oír.)