sábado, 25 de febrero de 2012

Partisanos


Quienes dirigen nuestras fuerzas de seguridad del Estado son unos ilustrados, salta a la vista; también los encargados de seguridad a las órdenes y a sueldo de la Administración catalana. Desde hace meses leen concienzudamente y siguen cada una de mis entradas. No hay día en que alguno de ellos, bien sea desde el Ministerio del Interior o de alguna Jefatura superior de Policía, acceda a este blog ávido por conocer los destinos de los personajes trágicos, mis reflexiones sobre la decadencia de nuestra cultura o mis desvaríos epistémicos acerca de la imbricación entre lenguaje y cognición; y ni que decir tiene, cuando, además, entre todo ello, dejo escapar algún retazo de mi vida, de mis emociones o mis decepciones. Puedo ver sus lágrimas, sentir su empatía, sus manos apoyadas dulcemente sobre mis hombros, ejerciendo una ligera presión, pretender mi mirada para decir en silencio lo que de ninguna otra manera podría ser dicho… Nunca me he sentido tan amado, comprendido, acompañado. Mis amigos de la administración catalana lo hacen menos a menudo, y es que quizá este xarnego nunca ha llegado jamás a abrir sus corazones, o quizá porque algún analista aventajado haya llegado a la intrincada conclusión de que un blog con apenas una docena de seguidores anónimos pueda llegar a tener alguna resonancia o ascendencia en esto de la blogosfera, o que mis palabras, cuando de enaltecer a las masas se trata, en todo caso son un desquite, un ajuste de cuentas, nunca una incitación.


Pero ellos son insistentes, previsibles, diría; incluso fieles, si ésta no fuera una cualidad con apenas significado en nuestros días. Es más, lo suyo conmigo es pura obsesión; una fijación casi virginal que, en algún caso, me ruboriza. No siempre se contentan con visitar mis palabras, hay días en que no pueden evitar esperarme en alguna esquina solitaria e invitarme sin opción a excusa alguna a mantener una charla privada en las dependencias de Vía Layetana. Allí hacen de guías y suelen crear el ambiente adecuado recordando al visitante que, en sus sótanos, se cometían torturas no hace mucho tiempo, mostrando esa querencia casi ancestral que tienen los barceloneses cuando, orgullosos, señalan sus monumentos a los turistas.


El caso es que siempre los decepciono y remonto Passeig de Gràcia con la amarga sensación de despecho que proporciona saber que no has sido lo suficientemente interesante para ellos, que las expectativas amorosas que mis palabras despertaron un día no han de cumplirse y que el frío intercambio de palabras en el callejón, a modo de escueta despedida en forma de advertencia o amenaza, aunque así lo quisiera, no constituye una promesa de lealtad a una relación que llena de júbilo mi solitaria existencia.


A esas horas en que ya nadie pretende iluminar en llamas la Bolsa de Barcelona, y en que el medio centenar de Mossos d’Esquadra bostezan apoyados en las “lecheras” con sus corazas a medio fijar por su oscuro velcro, mis piernas flaquean por el hambre cuando entre bocado y bocado, a veces, pasan más de veinticuatro horas, y el tabaco, más que engañar el hambre y seducirme al sueño, me arrastra a la inconsciencia, provocando este sudor frío que tiñe de blanco mis sienes e inocula el rojo enfermizo de mis pupilas, capaces de amedrentar a la más desquiciada de las aves de rapiña venidas del Carmel, que sobrevuelan la urbe a la búsqueda y caza de algún alemán perdido, plano de la ciudad en mano, preguntando por su hotel y mirando de reojo el amarillo intermitente de las sirenas que, como una música angelical, como una sinfonía escrita para esta noche imposible, tiñe las fachadas de las grandes fincas del Ensanche.


La calma me alcanza cuando me adentro en Gràcia y me desbordo por su calles estrechas e irregulares, alfombradas de adoquines, en ausencia de avenidas; detengo mi pasos frente a una fuente, sin prestar mucha atención a la placa que conmemora algún centenario suceso que me sobrepasa, y dejo correr el chorro de agua fría por mi nuca. Entonces la claridad llega a mí, me saluda, sí, como una caricia, hasta detenerse en mi mano, que aprieta con delicadeza, y me lleva a la cueva entre susurros. Por el camino me señala conversaciones a media voz en las plazas oscuras, apenas iluminadas por impotentes faroles decimonónicos, proclamas incendiarias en los locales que a estas horas, entre semana, sólo acogen jóvenes espíritus de la conspiración, mientras yo aparto sus banderas irritado y repito como mantras inoportunos la proclamas escritas en las paredes de las que no logro desprenderme hasta unos metros más adelante, cuando una brisa helada que sopla desde el Tibidabo me corta, una vez más, la respiración y comienzo a contar, como si me fuera la vida en ello, los pasos que restan para dejarme caer derrotado en la cama.


El día amanece cálido y soleado. Otro regalo del febrero barcelonés. Pero yo aún tengo frío, yo aún sé que esta primavera es como esos personajes fantasmales que aparecen y desaparecen según sopla el viento, que este invierno insoportable no podremos aplacarlo sino con grandes hogueras voraces capaces de consumir hasta la última guirnalda de su atrezzo. Y esta imagen, que había impregnado mis pesadillas de la noche anterior, me sonríe en toda su verdad, con todo lo razonable, si es que a día de hoy queda algo razonable, con que los sueños se tornan realidad, cuando ya no hay distinción posible entre lo uno y lo otro.


Permanezco todo el día en la cueva encerrado, agazapado y tembloroso, aguardando el declinar del día, la cadencia de luz que marca la frontera entre dos mundos irreconciliables, el reino de la noche, el momento en que los partisanos abandonan sus guaridas y como pequeños roedores urbanos se diseminan por la ciudad engalanando sus calles y tiñendo de cólera cada rincón propicio para imaginar la muerte del enemigo. Porque esto, sabedlo, es lo que identifica sin confusión posible al partisano: la clara conciencia de tener un enemigo común y la evidencia de que amigo (provisionalmente) es aquél con quien compartir este odio, esta furia casi incontrolable, por el enemigo. Aunque el partisano ya no aguarda a las puertas de la ciudad, ya no se guarece a cierta distancia prudencial de su contrincante, para acercarse y propinarle su dentellada a traición. El partisano, ahora, comparte cama con el enemigo, pernocta en sus entrañas y pasa inadvertido entre los transeúntes en hora punta; pero está ahí, nunca ha dejado de estarlo, quizá sentado a tu lado, en el metro, o cediéndote el paso en una acera estrecha; aguardando su turno, como todos los animales que van al matadero, frente a la caja del supermercado o en la tienda de ultramarinos del barrio.


No le temáis, él ya sabe que la suerte está echada, que la derrota se ha consumado y que el enemigo, su enemigo, nuestro enemigo, dará a su fin de muerte natural llevándose consigo cuantas generaciones de partisanos requiera mientras tanto para su último y más fastuoso espectáculo. Quizá traten de desaparecer(nos), de suicidar(nos) accidentalmente, una noche cualquiera, una noche como la de ayer. Es posible. Nadie es inocente a estas alturas y todos (al menos los partisanos, herederos de Antígona) sabemos lo que nos jugamos, pues preferimos la derrota a la humillación a la que nos están sometiendo. Tendréis que matarnos, quebrar nuestros cuerpos y hacerlos pasar desapercibidos. Quizá nadie nos eche en falta, pero yo no soy fácil de matar, no muero con facilidad; yo también soy hijo de Antígona.


Miradnos de frente, al menos, a los ojos. No olvidéis esta expresión de mi rostro. Sé que nadie, que la haya visto, puede olvidar esta mirada. Recordadla, pues será lo último que veáis, en otro cuerpo, mañana, soportando otras manos, acariciando otras palabras. Será otro, pero seré yo. Recordadlo: se vencen batallas; se pierden guerras.



[http://www.youtube.com/watch?v=x_223jKXKgQ]