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miércoles, 12 de enero de 2011

Insubordinación


Detengo entre mis manos la última reimpresión de Paidós de La promesa de la política de Hannah Arendt. Observo el diseño de la cubierta, sobrio, gris, enmarcando una fotografía en blanco y negro y en primer plano de la pensadora alemana, ya anciana, recostada, al parecer, en lo que se adivina un sofá, mirando a la cámara con un gesto inescrutable, en el que presumo cierto sarcasmo y algo de melancolía, conjugados con esa actitud de firmeza que mantienen quienes están convencidos de que sus palabras guardan la fuerza necesaria con que la historia habrá de hacerlas persuasivas, mientras sostiene un cigarrillo entre los dedos. Una imagen que, en otro tiempo, pudo estar preñada de glamour, pero que, a día de hoy, no puede ser otra cosa que subversiva.


El texto es una vuelta de tuerca más a su concepto de lo político: una desmitificación del pensamiento occidental y una revisión de todas aquellas actitudes y categorías que, de alguna manera, han logrado anular la capacidad de transformación que todo individuo, por pertenecer a la condición humana, alberga en derecho y posibilidad.


Arendt, mujer lúcida donde las haya, nada maniquea, poco fanática y profundamente conocedora de la condición humana, vertebra, esta vez, su reflexión, en torno a un interrogante clásico: la paradoja actual de que el individuo occidental, obligado a vivir en comunidad, en la polis, “puede vivir al margen de la política”.


No es un hecho nuevo. Bien mirado, es evidente que en los estados occidentales, “democráticos”, la relación entre la ciudadanía y sus instituciones no es, de modo alguno, representativa, sino delegativa, concesionaria (es cada cuatro años cuando renovamos dicha concesión por la cual, de forma voluntaria, “delegamos” nuestro poder de transformación, nuestra capacidad de acción, negando una parte de nuestra condición: la política).


El origen de este “desprendimiento”, de esta tradición que sella nuestra obediencia en detrimento de nuestra capacidad de acción, hunde sus raíces, como ya me habéis escuchado más de un vez –o como se puede observar a lo largo de toda la obra de Arendt-, en el mundo clásico y en la episteme occidental. No vamos a extendernos, a quien le interese que lea otras entradas mías o, mejor, el pensamiento de esta autora (aquí no hay libros sagrados, no estoy del todo de acuerdo con algunas de las conclusiones de Arendt, pero, a grandes rasgos, la desmitificación, la genealogía de esos mitos y costumbres y su imbricación con ciertas tendencias cognoscitivas, hacen de su obra un aparato crítico fundamental para nuestra época).


La anulación de lo político ha dado como resultado este enquistamiento en que se hallan hoy en día las democracias occidentales, que han posibilitado los últimos acontecimientos y que se muestran incapaces ante ellos. Las razones por las que la cuestión en torno a la conveniencia o no de un sistema concreto, y las formas de vida inherentes al mismo, que en ciento cincuenta años no ha hecho más que mostrar sus taras, alcanzando un grado de deshumanización de la vida del hombre nunca hasta entes visto, ha sido desplazada por el debate, que no es más que una cortina de humo, sobre quién ha de gestionar “en nuestro lugar” el presente o a quién otorgamos la concesión de “producir” el futuro incierto que nos espera, podemos hallarlas en la ausencia absoluta en nuestros días de un espacio político que posibilite la acción y la falta de costumbre, consecuente con esa ausencia, por alcanzar una comprensión de los hechos que han de determinar esta acción sobre la que, no sabemos, los individuos de a pie somos sus legítimos custodios.


Lo político, como bien sabía Platón, nada tiene que ver con las instituciones y con el entramado de relaciones verticales que sirven de estructura a nuestras sociedades. Tampoco tiene que ver con la adhesión sin reservas a una u otra ideología, pues no hay acción más esencialmente política que la del disidente: la del crítico. Lo político no es, pues, la consecución de un programa o de una idea; lo político es un “acontecimiento” que se da en las relaciones humanas cuando son eso mismo: humanas, y, por esta razón, plurales, temporales, finitas, sujetas a la variación y muy, muy, sensibles con el presente que las auspicia (el amor y la amistad son la máxima expresión de la acción política). Es la ausencia, precisamente, de espacios políticos lo que ha dado lugar a nuestras sociedades actuales: en las cuales, los sujetos, la ciudadanía, ceden su capacidad de sublevación, su derecho a decir no con voz alta y clara, para establecer una relación de dependencia con la clase dirigente que, a su vez, mercadea guiada por la ley de la probabilidad con las acciones concretas mediante las cuales el sistema que los ampara y legitima a día de hoy trata de realizarse y repararse para dicha realización, y cuyo fin nada tiene que ver con la humanidad, sino con la ley de la inercia.


La situación actual no es un desmentido, todo lo contrario, constata esta realidad. El sentimiento a pie de calle es el de quien oscila entre la impotencia y la parálisis; impotencia cuando adquiere conciencia de que no halla medios a su mano para llevar a cabo una acción unitaria en el sujeto mediante la cual dar un vuelco a la situación, tomar las riendas y cuidar por sí mismo los acontecimientos que determinan su propia vida; y parálisis en tanto que asume la costumbre de “delegar” dicha acción en una clase política, en unas instituciones sobre las cuales recae la obligación de emprender dichas acciones. En otras palabras, el debate actual (qué medidas tomar y quiénes han de tomarlas) ejemplifica la ausencia de espacio político, la costumbre de ceder nuestra capacidad de acción para que sea una élite quien la gestione, a la vez que oculta y nos cierra a la comprensión de los acontecimientos: el hecho innegable de que el sistema de mercado es inhumano y de que no hay razón alguna para mantenerlo; que nuestra época precisa tomar las riendas de los acontecimientos, transformar el estado de cosas abriendo un nuevo espacio para la acción a partir de la interacción de todos los sujetos volitivos que forman parte de la ciudadanía y cuyas acciones ordinarias han de repercutir, sin dilación, en la forma que adquieran estos acontecimientos.


Mientras unos y otros juegan a ponerse la zancadilla, mientras la soberanía de algunos estados es puesta en entredicho -forzados a emprender nuevos e inhumanos planes de saneamiento bajo amenaza-, mientras parte de la ciudadanía acude a las casas de apuestas a comprobar a cuánto está hoy el índice de la culpa, a pie de calle hay individuos que tratan de quitarse la vida arrojando sus cuerpos frente a los miembros de un parlamento, un jubilado deja morir a su esposa y se suicida minutos más tarde, una madre hace lo mismo con su hijo de apenas meses y se deja caer cinco pisos dirección al asfalto bien lucido gracias al Plan E, cientos de familias son desalojadas de sus casas por los mismos que se han jugado nuestras vidas en la timba del último siglo, la juventud europea sestea sin ninguna esperanza en el futuro, funcionarios y sindicatos alzan su voz sólo cuando la bronca les ha tocado a ellos, decenas de profesiones son denigradas y la compensación por nuestro trabajo, quienes lo tienen, apenas alcanza para cubrir un ritmo de vida que nosotros no hemos marcado (en algunos casos, ni tan siquiera para nuestras necesidades más básicas, aquellas ligadas a la labor y al trabajo).


Europa, sin el Sur, no puede ser Europa.


Aunque resulte contradictorio, el único espacio efectivo de acción que nos resta es la insumisión: insumisión vecinal frente a los desalojos que están llevando a cabo los bancos en connivencia con las instituciones diariamente en nuestro territorio; insumisión a la hora de acatar las leyes sin que antes sean aprobadas directamente por la ciudadanía en espacios plurales; insumisión, la más importante, cuando seamos llamados a las urnas para deslegitimar a los gobiernos que quiera que sea que resulten mediante la invalidación, por falta de participación, en todos y cada uno de los referendos que se convoquen en Europa en los próximos años.


La única forma viable a día de hoy de restituir el orden de lo político en nuestras sociedades no es otra que amputar de mala gana y sin concesiones las instituciones, la lógica y el quehacer ordinario de la tradición política que nos ha sido impuesta y a cuya merced nos encontramos, pues tarde o temprano, habilitará aparatos de poder que restrinjan este espacio de acción que es el de la no-acción, el de la insubordinación como forma pasiva de acción frente a los acontecimientos y el estado de cosas.


miércoles, 19 de agosto de 2009

Fin de fiesta (II)


Hace unos días escribía en este blog que los estados nos habían arrebatado en veinte años todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos. Quizá me equivoqué, a decir verdad, es el sistema de mercado el que nos va a arrebatar en los próximos diez años (si no lo ha hecho ya), con la connivencia de los estados, todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos.


El fin de fiesta en Wall Street ha creado un escenario propicio para el todo vale con tal de salvar el sistema económico sobre el que se asienta, más allá de nuestra economía, nuestro sistema social, el mundo en el que hemos de vivir las próximas décadas y el que habrán de heredar quienes nos reemplacen a corto y largo plazo.


Basta con salir a la calle para comprobar que, pese a la ayuda estatal, pagada con los impuestos de la ciudadanía, bancos y cajas de ahorros hacen sus cuentas, continúan en sus trece: no conceden créditos. Las ayudas estatales, los planes de “salvación” no tienen por objetivo primero reactivar la economía, sino sanear las cuentas privadas de quienes, a nuestras expensas, han hipotecado el futuro de nuestra generación. Las grandes multinacionales, muchas de ellas, pese a la crisis, continúan teniendo amplios márgenes de beneficios anuales de puertas adentro y tienen tasas de crecimiento cercanas a las expectativas de hace año y medio. Aun así, no escapa a la percepción de muchos que éstas están aprovechando la coyuntura para estructurar sus empresas y despedir trabajadores, sabiendo que, en el momento en el que nos encontramos, ningún gobierno les ha de pedir cuentas.


Todo vale.


La mayor preocupación del candidato de la oposición al gobierno de España ha sido y es, desde que fue anunciado el fin de fiesta, el número creciente de autónomos que se dan de baja en Hacienda y la Seguridad Social cada semana. No es casual, al líder de la oposición, como al gobierno, esas personas, no les importan como individuos, sino como estadística, como número, como tasa que indica que un sistema concreto, una forma de trabajo definida y diseñada para “servir” a un sistema económico concreto hace aguas. Este modelo, impulsado por ellos en el gobierno y mantenido por el actual gobierno, este modelo que, salvo “catástrofe”, es el modelo del futuro, representa como ninguno el fin de una época, el fin de un proyecto con tres siglos de historia. Las grandes y medianas empresas, para hacer reales sus expectativas o planes de beneficios han llevado a cabo reducciones de gastos periódicas con las que, de alguna forma, venían exprimiendo la naranja para sacarle hasta las últimas gotas de zumo; una vez hecho, lo que toca, lo inevitable, es triturar su piel para obtener unos mililitros más de caldo.


Un autónomo –y todos seremos autónomos en un futuro- es un tipo que trabaja a cuenta propia, lo que quiere decir que es un mercenario que se ofrece al mejor postor, sin horarios, derechos o principios con los que regirse, al que recurren las empresas que externalizan gran parte de las actividades que hasta hace diez años venían realizando de manera interna. De este modo, las empresas se cuidan bien de no regalar nada y cubrir los mínimos gastos. Si antes tan sólo necesitaban a una persona para desempeñar una determinada tarea mensual que puede ser realizada en veinte días, ¿por qué han de costear todo un mes de trabajo?, ¿por qué han de hacer frente a los pagos de las tasas de la Seguridad Social de ese individuo si pueden ahorrárselas de esta manera?, ¿por qué han de cubrir veinte días anuales de vacaciones pagadas?... Desde un punto de vista empresarial y gubernamental es la panacea: los gobiernos pueden exhibir como un triunfo bajas tasas de paro, pese a que, la inmensa mayoría de autónomos no son trabajadores cien por cien activos y muchos de ellos no cotizan a la Seguridad Social; las empresas pueden disponer de trabajadores a tiempo completo, en sus propias oficinas, y despedirlos y volver a llamarlos siempre que quieran sin dar una explicación y sin mayores preocupaciones.


Todo vale porque ha dejado de considerarse al individuo o al trabajador con un bien para convertirse en una pieza intercambiable a la que se recurre siempre que haga falta sin las exigencias que el modelo alternativo proponía. Mientras que anteriormente existía una dicotomía entre empresario y trabajador, con el nuevo sistema todos somos empresarios, la dicotomía se rompe y el juego de lucha por los privilegios carece de sentido –o parece que carece de sentido-.


Efectivamente, el capitalismo, el sistema de mercado, amante conspicuo de los estados modernos, es el único sistema que, a mi entender, ha habido en la historia capaz de, en un momento de crisis, un periodo de debilidad, conseguir que la ciudadanía culpe de ello bien a la falta de intervención estatal –donde comenzó todo, y siempre en el caso de los más críticos-, bien a la mala gestión; mientras muchos miran hacia otro lado, son los menos quienes ponen bajo sospecha el sistema mismo.


El sistema de mercado está orientado en estos momentos a la puesta en suspenso de todos los derechos sociales y civiles planteados como irrenunciables hasta hace veinte años. No hace mucho se dio un caso que puede ejemplificar este fenómeno: durante estos últimos años hemos visto cómo en Francia se prohibía el uso de determinada vestimenta de origen “religioso” en las escuelas aduciendo la laicidad del estado francés; las protestas, alentadas por la situación social de una parte de la población francesa, de origen inmigrante, no se hicieron esperar. Al mismo tiempo, en España, vivimos una serie de manifestaciones en contra de la ley que prohibía el consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública. Un diario sensacionalista francés titulaba su portada con un frase que podía traducirse como “Francia se manifiesta por la prohibición del uso del velo mientras España se manifiesta por el botellón”. Lo cierto es que mientras nuestros vecinos demandaban al estado una mayor protección social de determinadas clases marginadas –porque ese era en el fondo el problema, el clima era prebélico y la cuestión sobre el velo una coartada o la pequeña ascua que prendió la mecha-, en España salíamos a la calle reivindicando ciertos derechos o libertades civiles. Ésta es, de fondo, la realidad en la que nos movemos: resulta ridículo que la ciudadanía reivindique la protección estatal a unos estados que hace mucho dejaron de representar la soberanía de la ciudadanía y sólo trabajan para sí mismos y sostener el sistema que, a su vez, los sostiene a ellos. Resulta ridículo porque, desde sus comienzos, el estado ha ridiculizado a los individuos, los ha anulado y ni tan siquiera a día de hoy trabaja a favor de grupos sociales que tratan de representar voluntades individuales. Los estados mantienen un sistema concreto y sancionan a los individuos que no se pliegan al sistema mediante la crecida de leyes que anulan, de alguna manera, los derechos civiles. Sus únicas intervenciones van dirigidas a la anulación de la individualidad, más allá de esto renuncian a toda potestad. El resultado no es otro que sociedades asépticas, espacios sin humo, vidas de estadística, felicidad de anuncio de refresco...


“Si vogliamo che tutto rimanga com´è, bisogna che tutto cambi.”


Ésta es nuestra realidad: dado el sistema en el que nos vemos inscritos, en el que no somos nada, todo vale y estamos dejados a nuestra suerte, tan sólo nos quedan dos alternativas: cambiar a los gobiernos para que todo continúe de la misma manera o propiciar un cambio que ponga fin al fin de fiesta. La pregunta es oportuna: ¿existe una ciudadanía dispuesta a hipotecar un futuro ya hipotecado, bien cierto –porque, de ésta, el capitalismo sólo puede salir aún más reforzado-, por un futuro incierto?, ¿existe una ciudadanía dispuesta a despertar de este sueño, de las promesas que lo sostuvieron, que es el sistema de mercado?


La respuesta a estas preguntas la encontramos en los campos de fútbol de toda Europa y en las playas de su litoral.


Mientras sigamos viviendo de las “cortezas a las que llamamos panes” nunca dejaremos de ser “niños pobres que juegan a ser felices”.