miércoles, 19 de agosto de 2009

Fin de fiesta (II)


Hace unos días escribía en este blog que los estados nos habían arrebatado en veinte años todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos. Quizá me equivoqué, a decir verdad, es el sistema de mercado el que nos va a arrebatar en los próximos diez años (si no lo ha hecho ya), con la connivencia de los estados, todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos.


El fin de fiesta en Wall Street ha creado un escenario propicio para el todo vale con tal de salvar el sistema económico sobre el que se asienta, más allá de nuestra economía, nuestro sistema social, el mundo en el que hemos de vivir las próximas décadas y el que habrán de heredar quienes nos reemplacen a corto y largo plazo.


Basta con salir a la calle para comprobar que, pese a la ayuda estatal, pagada con los impuestos de la ciudadanía, bancos y cajas de ahorros hacen sus cuentas, continúan en sus trece: no conceden créditos. Las ayudas estatales, los planes de “salvación” no tienen por objetivo primero reactivar la economía, sino sanear las cuentas privadas de quienes, a nuestras expensas, han hipotecado el futuro de nuestra generación. Las grandes multinacionales, muchas de ellas, pese a la crisis, continúan teniendo amplios márgenes de beneficios anuales de puertas adentro y tienen tasas de crecimiento cercanas a las expectativas de hace año y medio. Aun así, no escapa a la percepción de muchos que éstas están aprovechando la coyuntura para estructurar sus empresas y despedir trabajadores, sabiendo que, en el momento en el que nos encontramos, ningún gobierno les ha de pedir cuentas.


Todo vale.


La mayor preocupación del candidato de la oposición al gobierno de España ha sido y es, desde que fue anunciado el fin de fiesta, el número creciente de autónomos que se dan de baja en Hacienda y la Seguridad Social cada semana. No es casual, al líder de la oposición, como al gobierno, esas personas, no les importan como individuos, sino como estadística, como número, como tasa que indica que un sistema concreto, una forma de trabajo definida y diseñada para “servir” a un sistema económico concreto hace aguas. Este modelo, impulsado por ellos en el gobierno y mantenido por el actual gobierno, este modelo que, salvo “catástrofe”, es el modelo del futuro, representa como ninguno el fin de una época, el fin de un proyecto con tres siglos de historia. Las grandes y medianas empresas, para hacer reales sus expectativas o planes de beneficios han llevado a cabo reducciones de gastos periódicas con las que, de alguna forma, venían exprimiendo la naranja para sacarle hasta las últimas gotas de zumo; una vez hecho, lo que toca, lo inevitable, es triturar su piel para obtener unos mililitros más de caldo.


Un autónomo –y todos seremos autónomos en un futuro- es un tipo que trabaja a cuenta propia, lo que quiere decir que es un mercenario que se ofrece al mejor postor, sin horarios, derechos o principios con los que regirse, al que recurren las empresas que externalizan gran parte de las actividades que hasta hace diez años venían realizando de manera interna. De este modo, las empresas se cuidan bien de no regalar nada y cubrir los mínimos gastos. Si antes tan sólo necesitaban a una persona para desempeñar una determinada tarea mensual que puede ser realizada en veinte días, ¿por qué han de costear todo un mes de trabajo?, ¿por qué han de hacer frente a los pagos de las tasas de la Seguridad Social de ese individuo si pueden ahorrárselas de esta manera?, ¿por qué han de cubrir veinte días anuales de vacaciones pagadas?... Desde un punto de vista empresarial y gubernamental es la panacea: los gobiernos pueden exhibir como un triunfo bajas tasas de paro, pese a que, la inmensa mayoría de autónomos no son trabajadores cien por cien activos y muchos de ellos no cotizan a la Seguridad Social; las empresas pueden disponer de trabajadores a tiempo completo, en sus propias oficinas, y despedirlos y volver a llamarlos siempre que quieran sin dar una explicación y sin mayores preocupaciones.


Todo vale porque ha dejado de considerarse al individuo o al trabajador con un bien para convertirse en una pieza intercambiable a la que se recurre siempre que haga falta sin las exigencias que el modelo alternativo proponía. Mientras que anteriormente existía una dicotomía entre empresario y trabajador, con el nuevo sistema todos somos empresarios, la dicotomía se rompe y el juego de lucha por los privilegios carece de sentido –o parece que carece de sentido-.


Efectivamente, el capitalismo, el sistema de mercado, amante conspicuo de los estados modernos, es el único sistema que, a mi entender, ha habido en la historia capaz de, en un momento de crisis, un periodo de debilidad, conseguir que la ciudadanía culpe de ello bien a la falta de intervención estatal –donde comenzó todo, y siempre en el caso de los más críticos-, bien a la mala gestión; mientras muchos miran hacia otro lado, son los menos quienes ponen bajo sospecha el sistema mismo.


El sistema de mercado está orientado en estos momentos a la puesta en suspenso de todos los derechos sociales y civiles planteados como irrenunciables hasta hace veinte años. No hace mucho se dio un caso que puede ejemplificar este fenómeno: durante estos últimos años hemos visto cómo en Francia se prohibía el uso de determinada vestimenta de origen “religioso” en las escuelas aduciendo la laicidad del estado francés; las protestas, alentadas por la situación social de una parte de la población francesa, de origen inmigrante, no se hicieron esperar. Al mismo tiempo, en España, vivimos una serie de manifestaciones en contra de la ley que prohibía el consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública. Un diario sensacionalista francés titulaba su portada con un frase que podía traducirse como “Francia se manifiesta por la prohibición del uso del velo mientras España se manifiesta por el botellón”. Lo cierto es que mientras nuestros vecinos demandaban al estado una mayor protección social de determinadas clases marginadas –porque ese era en el fondo el problema, el clima era prebélico y la cuestión sobre el velo una coartada o la pequeña ascua que prendió la mecha-, en España salíamos a la calle reivindicando ciertos derechos o libertades civiles. Ésta es, de fondo, la realidad en la que nos movemos: resulta ridículo que la ciudadanía reivindique la protección estatal a unos estados que hace mucho dejaron de representar la soberanía de la ciudadanía y sólo trabajan para sí mismos y sostener el sistema que, a su vez, los sostiene a ellos. Resulta ridículo porque, desde sus comienzos, el estado ha ridiculizado a los individuos, los ha anulado y ni tan siquiera a día de hoy trabaja a favor de grupos sociales que tratan de representar voluntades individuales. Los estados mantienen un sistema concreto y sancionan a los individuos que no se pliegan al sistema mediante la crecida de leyes que anulan, de alguna manera, los derechos civiles. Sus únicas intervenciones van dirigidas a la anulación de la individualidad, más allá de esto renuncian a toda potestad. El resultado no es otro que sociedades asépticas, espacios sin humo, vidas de estadística, felicidad de anuncio de refresco...


“Si vogliamo che tutto rimanga com´è, bisogna che tutto cambi.”


Ésta es nuestra realidad: dado el sistema en el que nos vemos inscritos, en el que no somos nada, todo vale y estamos dejados a nuestra suerte, tan sólo nos quedan dos alternativas: cambiar a los gobiernos para que todo continúe de la misma manera o propiciar un cambio que ponga fin al fin de fiesta. La pregunta es oportuna: ¿existe una ciudadanía dispuesta a hipotecar un futuro ya hipotecado, bien cierto –porque, de ésta, el capitalismo sólo puede salir aún más reforzado-, por un futuro incierto?, ¿existe una ciudadanía dispuesta a despertar de este sueño, de las promesas que lo sostuvieron, que es el sistema de mercado?


La respuesta a estas preguntas la encontramos en los campos de fútbol de toda Europa y en las playas de su litoral.


Mientras sigamos viviendo de las “cortezas a las que llamamos panes” nunca dejaremos de ser “niños pobres que juegan a ser felices”.