martes, 11 de agosto de 2009

Faire les quatre cents coups


En ocasiones sucede que una melodía, de alguna forma extraña, poco razonable, logra hacerse contigo; te acompaña durante el día en tus quehaceres, mientras trabajas, haces la comida o das cuenta de ella, a la hora de ir a la cama y durante toda la noche... Muchas veces suele ser una melodía comercial que suena a todas horas en la radio o una melodía que acabas de descubrir en su belleza y no quieres olvidar. Proceso automático que escapa a nuestra voluntad.


Hace unas semanas, quizá meses, no sabría decir, viene constantemente a mi mente una melodía sencilla, melancólica, que tarareo la mayor parte del día, en voz alta o para mí solo, mientras desempeño mis labores. Si soy sincero, en este caso, no sentía animadversión hacia esta melodía ni pude aborrecerla; lo irritante, por llamarlo de alguna manera, era el hecho siniestro o desconcertante de que no era capaz de recordar dónde había escuchado con anterioridad estas notas. No se trataba de una canción actual que sonara en la radio, tampoco lograba identificarla de entre el archivo musical que guardo, según mis preferencias, en el disco duro de mi ordenador. No había manera; llegué incluso a pensar que esta melodía, de forma súbita, intempestiva, había tomado forma en mí y yo era su artífice. Sólo podía relacionar sus notas con aquellas melodías que acompañaban las imágenes de las películas italianas de los años cuarenta y cincuenta; también tenía un aire a las melodías que suenan en las viejas cajas de música cuando las abres o en aquellos viejos juguetes de latón de nuestros padres o abuelos en los que, tras darles cuerda, un autómata diminuto daba vueltas en un circuito cerrado al son de sencillas canciones; un sonido que me recuerda al de los organillos callejeros que ya tampoco existen.


La madrugada del sábado daba por terminada mi revisión de un PDF que hoy lunes debía estar en imprenta y que el ayer domingo la diseñadora tenía que dejar cerrado definitivamente tras introducir los cambios que, uno, jugándose el tipo, había propuesto (Hace tiempo que algunos tenemos muy claro que los estados nos han arrebatado en veinte años todas las conquistas sociales alcanzadas en los últimos tres siglos). Tuve esa melodía en la cabeza todo el día y con ella -no podía dormir- me fui a la calle, tarareándola, en un principio, mentalmente, más tarde, omito las inclemencias de algunos acontecimientos, de viva voz. A pocos minutos para el amanecer, como por un impulso, me vi arrastrado hacia la playa subido en una de las confortables e infalibles bicicletas municipales. Llegué a la Barceloneta cansado cuando los primeros focos de luz iluminaban por completo el horizonte marino, tranquilo, como una balsa, aquella mañana. Anduve por la playa unos minutos, con esta melodía en la cabeza, cada vez más lenta, llegando a su ocaso, instantes de notas agónicas y vibrantes. Por fin, en ese momento, supe dónde había escuchado estas notas tristes. Sonreí y emprendí la carrera hacia la orilla, me dejé mojar por una ola, di unas patadas al agua y quise darme la vuelta, buscando el objetivo de la cámara, a la que interpelar, con la ilusión, del momento, claro está, de que al girarme habría alguien a quien dirigir mi pregunta y quedaría inmortalizado en un primer plano.


Se trataba de la banda sonora de una de las películas más tiernas que conozco, una de mis preferidas (quienes me conocen íntimamente se hacen una idea); un film extremadamente bello: Les quatre cents coups, de François Truffaut, que, junto a À bout de souffle de Godard, puede decirse que conforman el manifiesto fundacional de la nouvelle vage; un movimiento heterogéneo, difícil de delimitar a no ser que se lo identifique con la distancia o el desmarque consciente del cine o producción cinematográfica imperante tras el fin de la segunda guerra mundial en el mundo occidental, encorsetado en viejas estructuras narrativas, para emanciparse definitivamente de las artes clásicas y demandar un lugar propio en esta categoría.


La historia de Antoine Doiniel es, como en otros casos, también la historia del héroe moderno. Un niño que, más allá del maltrato, en palabras de propio Tuffaut, jamás recibió trato ninguno: consecuencia del desarraigo en un hogar que nunca fue tal (no cabe hablar de un hogar desestructurado) es rechazado por su propia madre, para quien Antoine no es más que una carga, y olvidado por su compañero, un hombre permisivo que jamás quiso ocupar el rol de un padre y se contentaba con ganarse su aceptación. La historia de Antoine, resumiendo, pues no pretendo hacer una crítica cinematográfica y podemos encontrar multitud de monográficos o estudios críticos sobre esta cinta, es la historia de una huida, constante, a través de diversas instituciones “educativas” o correctoras. La cámara, siguiendo las prescripciones de la nouvelle vage, no es más que una visión infiltrada que, mediante planos dinámicos, el travelling o enfoques cotidianos, muchas veces cámara en mano, per-sigue las aventuras de Antoine por el escenario parisino. Simplemente pretende ser un testigo de sus correrías, porque Antoine, además de faire les quatre cents coups, siempre huye a la carrera, en todas direcciones, pues también es objeto del sentido literal de esta expresión francesa: escapa de casa a la escuela, escapa de la escuela a la calle o al cine, escapa en sus lecturas de Balzac, escapa de un hurto, es apresado, vuelve a escapar... hacia el mar en un final abierto, donde éste bien puede ser un mundo de posibilidades o un límite absoluto para su huida.


Una de las máximas del cine clásico, algo que nunca, en caso alguno, debe hacer un “actor” cuando entra en plano es mirar a la cámara y menos aún mirar con descaro. En cierta manera, esta convención pretende, sin conseguirlo, salvar las pretensiones de objetividad/realidad con que el cine clásico, sustentado en estructuras narrativas y planos fílmicos que las naturalizan, se presenta como realidad. Los personajes de la nouvelle vage se atreven a mirar, sin ningún rubor, a la cámara, para interpelar o retar al espectador y con ello, ponen en suspenso los elementos con que quedan naturalizados los escenarios y vivencias que tratan de representar o testimoniar. Personajes en el límite de lo permitido, inadaptados, excluidos, que nos miran a los ojos como si en determinado momento advirtieran que los hemos estado “siguiendo” y en vez de tratar de defenderse o justificar sus actos, sencillamente, “resisten” altivos, sin miramientos, sin parpadear un solo segundo, nuestra indiscreción; como si advirtieran que nuestra mirada es necesaria, condición de posibilidad de su existencia, requerida para el artificio de la ficción o como si intuyeran el carácter testimonial de sus existencia como personaje.


Antoine huye del correccional, logra zafarse de sus perseguidores y corre, corre en dirección a la playa, en busca del mar, hasta alcanzarlo. La última secuencia de Les quatre cents coups es un largo plano en movimiento que queda fijo, de fondo, encuadrado, Antoine, es mojado por una ola en la orilla, propina unas patadas al agua y, mientras se gira y dirige su mirada al objetivo de la cámara, con un travelling impactante, desconcertante, inusual, ésta se detiene en un primer plano de nuestro héroe que nos mira con descaro, nos interpela y nos lanza una pregunta: ¿Y ahora qué, ya he llegado hasta aquí, qué es lo que me espera? Vemos a un chico desconcertado, inmerso en un mundo que lo sobrepasa y que, poco a poco, comienza a conocer; que atraviesa distintas instituciones correctoras o de castigo y constantemente en huida. Cuando al fin logra su propósito, cuando después de correr un espacio indeterminado alcanza su meta, en ese preciso instante, nos involucra con su interrogante: por fin he logrado escapar, soy libre, ahora qué.


Resultan desconcertantes las formas primarias de expresión. Una melodía inconsciente es capaz de referir con mayor profundidad que todo este instrumento conceptual y analítico expuesto, una experiencia que puede condensarse en una imagen y cuatro notas... En ese instante, tras esa mirada fugaz e imaginaria, tras esa interpretación que hice a una cámara que sólo yo podía ver, supe lo que siempre he sabido: que yo, igual que Antoine, llevo huyendo toda la vida y que hace mucho que vengo preguntándome “ahora qué”; sólo que yo no tengo un objetivo que me sigue ni unos espectadores a los que interpelar y despertar del letargo cinematográfico, ahuyentarlos de la ficción que naturaliza aquello que busca re-presentar de determinada manera. De pronto, por fin, sentí sueño y comencé a bostezar, mi casa, en el barrio de Gracia, quedaba lejos, tenía un buen trecho, pero sabía, al menos, que esa mañana, después de estos meses, podría dormir sin ningún sobresalto.