martes, 4 de agosto de 2009

Fin de fiesta


“Yo no sé si nuca nos haremos mayores. Muchas cosas en nuestra experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos ha hecho mayores; y de que no lo somos todavía. Sin embargo, me parece que se le puede atribuir un sentido a esta interrogación crítica sobre el presente y sobre nosotros mismos que Kant ha formulado al reflexionar sobre la Aufklärung. Más aún, me parece que ahí se da una manera de filosofar que no ha carecido de importancia y de eficacia durante los dos últimos siglos. La ontología crítica de nosotros mismos no hay que considerarla, ciertamente, como una teoría, una doctrina; hay que concebirla como una actitud, un ethos, una vida filosófica en la que la crítica de lo que somos es a la vez análisis histórico de los límites que nos son impuestos y prueba de su posible trasgresión.
[…] No sé si hoy en día es necesario decir que el trabajo crítico implica todavía la fe en las Luces; necesita siempre, creo yo, un trabajo sobre nosotros mismos, es decir, una labor paciente que dé forma a la impaciencia de la libertad.” (Michel Foucualt, “¿Qué es la ilustración?” en Sobre la Ilustración, Tecnos, Madrid, 2004, pp. 96-97)



Hace tres o cuatro años escribí un ensayo sobre la Modernidad articulado en torno a este texto de Michel Foucault. La primera vez que leí estas palabras pensé que me encontraba ante el menos foucaultiano de todos los textos de Foucault, con toda la problemática que un fenómeno como este podría mostrar... más tarde me encariñé con el texto, descubrí toda la ternura que esconden unas palabras vertidas al auspicio del final de una vida, palabras cansadas, tras años de “resistencia”, meses de enfermedad, y descubrí, quizá, así quiero pensarlo, al Foucault más lúcido.

La reflexión de este sociólogo francés sobre la Aufklärung, de manera directa, quiere señalar al texto clásico de Kant, en el que, como todos sabemos, el filósofo alemán define la Ilustración como “la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. La pompa y el boato, las sinfonías que acompañaron este proyecto habían, cuando Foucault cerró uno de sus últimos textos sobre la Ilustración, dado paso al mutismo, cuando no al llanto. El estudio emprendido por él sobre las relaciones vinculantes entre saber y poder le habían llevado, de alguna manera, a establecer un visiíon crítica del proyecto ilustrado tal y como, aunque a su modo, hicieron los miembros de la Escuela Frankfurt. Foucault había denunciado a aquellas instituciones que, junto con el desarrollo del conocimiento social, humano, científico, habían establecido ciertos límites al desarrollo de una subjetividad moderna, tal y como él hubiera deseado; de alguna forma, todas estas instituciones habían constreñido, marcado los límites, sentado cátedra sobre dicha subjetividad e impuesto el principio de autocontrol. Sin embargo, Michel Foucault, autor de Vigilar y Castigar o Historia de la locura, finaliza su reflexión sobre la Aufklärung con unas palabras y tono sorprendentes: “Yo no sé si nunca nos haremos mayores...”. La melancolía que percibo, el lamento, como un quejido vago, ofrecen una visión contradictoria de su pública “resistencia” como profesión.

Con el tiempo, he llegado a la conclusión, probablemente subjetiva, de que, de alguna manera, Foucault está reconociendo que si el proyecto ilustrado tuvo como principal objetivo aquella salida de nuestra minoría de edad, como tal, aquel proyecto, estaba agotado y viciado desde un principio. Como contrapartida, con esa madurez que le presupongo al texto, nos ofrece al menos un rasgo, una estrategia, una cualidad de este proyecto que, según su modo de ver, “no ha carecido de importancia”: la crítica de lo que somos como actitud, como filosofía, como forma de una subjetividad sin sujeto, no determinada por ninguna estructura trascendental.

Estamos ante el Foucault más kantiano, es posible, también el menos resistente (me refiero a aquella resistencia infantil, obsesiva, parcial y transgresora; por todo ello narcisista), pero el más “crítico”: el mejor Foucault.

No sé hasta qué punto, aquella estrategia kantiana a la que hace referencia el sociólogo francés puede atribuirse en exclusividad al proyecto ilustrado; sí es característica de la Modernidad. Todo esto lo supo Foucault, y es posible que estos matices, su ausencia, trataban de eludir cierta polémica: el debate abierto sobre la postmodernidad.

La Modernidad, éste es el error, no puede ser identificada con el proyecto ilustrado o el periodo que llamamos Ilustración, pese a que éste sea, precisamente, el antídoto que el hombre moderno inventó para una fiebre o una enfermedad concreta: la Modernidad. En cierta manera, esta crisis de fin de siglo que estamos viviendo no es más que un eco de la crisis del medioevo, el fin de un antiguo sistema de representación que tuvo como alternativa el proyecto ilustrado. Finalizado el mismo nos encontramos en el mismo punto de partida y, más que hablar de postmodernidad, siempre he defendido el uso de la expresión postilustración.

Mientras la modernidad hizo uso de la estrategia crítica, estableciendo los límites del sujeto cognoscente para determinar qué nos era dado conocer; aquel uso estuvo orientado a la institución de una serie de valores seguros, en el conocimiento, en la acción o el deseo. Por su parte, en nuestro tiempo, dicha estrategia, todo lo contrario, ha diluido el concepto fundamental de “sujeto” (trascendental) para sacar a la luz, mediante análisis históricos, los límites que nos son impuestos. Esta operación no puede sentar cátedra como deseaba el proyecto kantiano, escapa a cualquier aspiración de universalidad, y ha de repetirse, de forma calidoscópica, a cada instante, sobre todo presente, hasta el fin de los días. Deja de ser proyecto y pasa a ser sana obsesión, actitud asumida, libremente, como base para todo vivir, conocer, sentir, especular...

Uno de los textos más bellos de Fernando Pessoa comienza con estas palabras:

“Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente a la vida. Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices.” (Fernando Pessoa, “Encogerse de Hombros”, Libro del desasosiego)

La metáfora de Pessoa siempre me ha parecido, como este texto en su conjunto, una descripción muy adecuada par definir nuestro tiempo: “vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como niños pobres que juegan a ser felices”. En ella entran todos los conceptos fundamentales de un espíritu postilustrado: la construcción lingüística del mundo, la referencia a la experiencia y a la subjetividad como “juego” y la imagen del niño como contrapartida de la anhelada o prometida “mayoría de edad ilustrada”. Nuestras viejas aspiraciones sobre el conocimiento han quedado clausuradas, nos limitamos al tanteo y la provisionalidad; nuestro mundo comienza a estar repleto de cuervos albinos. Tras dos guerras mundiales, centenares de guerras civiles, matanzas indiscriminadas... todas ellas fundamentadas en la misma Razón que nos habría de salvar de una crisis pretérita, aquel proyecto ético, histórico y universal también ha quedado abolido.

En este fin de fiesta, anunciado con la crisis del sistema de mercado, todo es incierto y carecemos, una vez más, de un sistema de formas, de un cuadro conceptual con el que poder “atender” este presente, que se nos ofrece, indeterminado, ante nuestros ojos desafiándonos, como ya he dicho alguna vez, a que lo signifiquemos. Quizá, y esto no lo dijo Pessoa, comienza a ser preciso un renacimiento en el hombre del niño que todos nosotros, como hombres, somos. Esta actitud kantiana, foucaultina, no es otra que la autoconciencia, sin culpabilidad ninguna, pese a Kant, de sabernos niños que juegan a ser mayores; probablemente la metáfora que mejor define esta nueva forma de subjetividad emergente, esa actitud crítica y constante sobre nosotros mismos, sobre nuestro presente y sobre nuestros límites en su dimensión histórica.