martes, 4 de agosto de 2009

De vuelta a casa


Recorrer las calles vacías de una ciudad despierta un sentimiento extraño, una percepción distinta de las cosas; cierta inquietud que oscila entre el malestar y la gloria por saberte vivo.


Ello no quiere decir que las cosas mismas, las avenidas, las fachadas de los edificios, las esquinas recordadas que, como personajes, salen al encuentro, hayan sufrido algún cambio. Somos nosotros quienes miramos de manera distinta.


Cada verano se sucede, irremediablemente, esta imagen: una ciudad despoblada, el aire siniestro, personajes lejanos, sin rostro, que, a lo lejos, cruzan una calle.


La ciudad, entonces, despoblada, se puebla de imágenes que nuestra memoria proyecta sobre las cosas; y esta vida que nosotros le otorgamos revierte, a su vez, sobre nosotros mismos y nos sumerge en el tiempo. La materia inmóvil, la quietud de la piedra y el remedo de nuestra mirara alientan los hechos que siempre sucedieron en ese lugar y que nunca dejan de suceder.


Quienes “sufren” experiencias de este tipo reconocen la vivacidad de lo que acontece a cada paso, el eterno saludo del pasado, la saudade sobre la que queda constituida cualquier experiencia digna de ser eso mismo: fármaco para lo que ya no-es. Una palabra inocente, el gesto no calculado, el sabor de un instante... acontecimientos sin dueño que guardamos en la cartera como una fotografía ajada de quienes ya no nos recuerdan.


Con las primeras luces del día, el rocío de la mañana tiñe los contornos de un brillante esplendor, y la brisa fresca, salina, que contornea nuestra figura y sacia una garganta agrieta por los excesos de la noche larga y el caminar impreciso, barre ese retablo barroco que se yergue insolente ante nosotros.


De vuelta a casa, en un callejón todavía oscuro, una gata naranja me cede el paso, se detiene un instante, fija sus cristalinos en los míos, quedo poseído mientras lame su pata delantera y un maullido ahogado, cuando prosigo temeroso y vacilante, me despide a lo lejos. Tropiezo con la columna sobre la que una gárgola ennegrecida vigila mis pasos, tanteo la calle que me lleva a casa y aflojo la carrera: un nuevo día se abre paso y yo me deleito con hacerlo esperar.