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miércoles, 10 de agosto de 2011

Acuse de recibo


(En respuesta al comentario publicado en la anterior entrada.)


Estoy de acuerdo con muchas de las observaciones tratadas en el artículo que me recomienda [http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2011/08/fundamentalismo-democratico-del-15m-y.html], no con todas, y, aunque no es mi especialidad, conozco algunos detalles teóricos e históricos surgidos en el contexto de las guerras de religión que apunta su autor (en el caso concreto de Savonarola, lo estuve estudiando para mi Montaigne).


Con todo, antes de entrar al trapo, quisiera hacer una observación, una vez más. La Atenas anterior al siglo V a. C. –también la del siglo V a. C.- era una sociedad política y democrática en un sentido muy diferente al que nosotros aplicamos a dichos conceptos. En este periodo, del que nuestras sociedades occidentales se dicen herederas, no existía, en cierto modo, la política como praxis (o al menos no como la entendemos ahora), sino más bien lo político como acontecimiento, estrechamente ligado, a su vez, a un espacio público. De modo que tanto lo político como lo público eran conceptos de semántica indistinguible; aunque hay que destacar que la frontera entre lo público y lo privado no se corresponde con nuestras fronteras contemporáneas. En este contexto pre-platónico, ese espacio público era espacio de la doxa, en el que se intercambiaban pareceres y opiniones (estereotipos), cuya victoria en dicho contexto agonal venía legitimada por la persuasión (retórica) y no por una mayor adecuación de una de las partes con la Idea (lo que sería el sentido platónico de la Verdad) o con las cosas (en un sentido positivo). Cuando Platón denuesta la doxa y la contrapone al concepto clásico de episteme, no sólo está imponiendo un nuevo “método” de pensamiento o constituyendo una nueva episteme (en este caso, mi uso del concepto es moderno), sino que está consolidando una ontología con la que ha de legitimar este método (presupone aquello que quería demostrar, para fundamentarlo, en la demostración; no hace más que esconder una cosa para luego convencerme de que la ha encontrado).


La doxa tenía muchas cualidades: como la dialéctica agonal se dirimía según la fuerza persuasiva/retórica de uno de los contrincantes (o de las opiniones enfrentadas), dicho proceso ponía en evidencia el carácter contingente y retórico de todo lo que es –algo que a un idealista como Platón le sacaba de quicio, escenificando, una vez más, el conflicto abierto en torno al Ser que había enfrentado el poema de Parménides con las observaciones de Heráclito)-, lo que venía a ser un escándalo ontológico o, en palabras de uno de los personajes de la cinta de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, un sindios. Y es precisamente en base a esta otra ontología (relativista) por lo que la doxa era espacio para acuerdos “temporales”, ya que expresiones como “ciencia política” o “filosofía política”, según ésta, se nos presentarían como un oxímoron.


Como bien es sabido, el pensamiento positivo, en base al concepto de “verdad” occidental, ha de ser “adecuado” con las cosas y capaz de llegar a principios universales: atemporales: válidos en todo tiempo y espacio. Es Platón, con su ontología y su epistemología –transmitidas en occidente por la religión cristiana-, quien sienta la bases para que la política occidental asuma esta praxis, se convierta en institución y haya dado constantemente lugar a sistemas de pensamiento cerrados en sí mismos cuya estructura vertical constituía (y constituye) sociedades de tipo totalitario. Curiosamente, esta exaltación del filósofo (aquél capaz de vislumbrar la Verdad, el Ser) como Rey Político (la estructura vertical es evidente) confirma, entonces, la anulación de lo político, que, en su sentido clásico pre-platónico, hacía referencia precisamente a lo contrario: al acontecer de lo variable, del devenir en el ser. En otras palabras: cuando acontece lo político, el filósofo debe callar, a menos que asuma y compadezca como ciudadano, sin aureolas, consciente de que es la Nada, no el Ser, aquello que nos cobija.


Nunca me ha interesado la filosofía política, yo era de quienes entraron en la logia porque pretendía buscar la Verdad (suena enternecedor, ¿verdad?) y dar respuesta a la pregunta fundamental de nuestra especie: ¿Qué es Ser? (que no te engañe el texto de la República, el objeto de la filosofía es éste; “salvar la polis” es una cuestión secundaria, pragmática, de este anhelo inicial. Quizá porque la polis no hay quien la salve, si no nos salvamos primero a nosotros de nosotros mismos, quizá porque la pregunta en torno al Ser nos ha enmudecido, la Filosofía murió el día que Nietzsche encabezó con su fábula uno de sus ensayos más breves: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral). De modo que hay que conocerme un poquito para saber que siempre que yo tomo la palabra lo hago como humilde escritor (o escribiente, o poeta, en un sentido heideggeriano o benjaminiano), y que las raras veces que me presento como filósofo, algo que no puedo dejar de ser (lo reconozco), estás ante un presocrático, post-ilustrado, post-moderno… Llámame como quieras.


Dicho todo esto, sin lo cual es imposible comprenderme jamás, quisiera hacer otra observación. Mis queridos amigos los teóricos (¡oh, Julien, acostúmbrate, los filósofos nunca se han llevado bien con los “teóricos de”!) no sé hasta qué punto son conscientes de que el movimiento asambleario que ha surgido (no se sabe por cuánto tiempo) en nuestro país carece de unidad formal o teórica y que los distintos grupos que lo conforman, en muchos casos, sí la tienen, pero no representan al conjunto. En concreto, en este artículo se está criticando principalmente a DRY (también es cierto que critica esta renovada moda New Age, que tanto detesto, como sabes; aunque ésta, dentro del movimiento, tiene un carácter más bien individual, no grupal), pero las taras de un discurso no pueden extenderse por principio a todo un movimiento tan heterogéneo que ni los propios asamblearios se atreven a definir. De hecho, me parece muy interesante que la identidad del movimiento se funde en la cuestión por su identidad. Aunque tampoco hay que retrotraerse a los hugonotes para criticar a DRY. Si lo piensas bien, DRY tiene muchos nexos en común con otro fenómeno mucho más reciente en Europa y que en el caso de España se manifestó en la ideología falangista: ambos son movimientos surgidos en el contexto de una crisis económica, política y social; ambos propugnan una superación de la lucha de clases que, en el caso de DRY –al igual que la Falange, con sus diferencias, claro está,-, parece, propone una especie de democracia directa dentro de una sociedad sin clases de tipo aristocrático (puesto que, como he podido confirmar, muchos de ellos consideran que deben ser técnicos, especialistas en distintas materias, los encargados de administrar las diferentes parcelas del Estado…).


En fin, me repito: carecemos de perspectiva para interpretar lo que está sucediendo y más aún para preveer futuros acontecimientos. Lo único seguro es que ahí fuera, en las plazas, en las calles, se está haciendo historia y se están sucediendo acontecimientos políticos que, a día de hoy, se resisten a ser pensados. Tenemos varias opciones: darnos coscorrones contra la pared; empecinarnos en adecuar la novedad a lo ya conocido a costa de violentar, transfigurando, la realidad para asimilarla a nuestro querer, a nuestra mítica, a nuestros anhelos románticos sobre cómo habrían de sucederse las cosas y a nuestra verdad; o bien, bajar a la plaza y participar, dejar nuestra huella y estampar nuestra firma en este mural que estamos coloreando y que sentará las bases para que nuevas generaciones hagan suya la potestad de que cada generación tenga el derecho inalienable de construir para sí el mundo en el que quiere vivir.


Así pues, trataré, honesta y humildemente de contestar a tus preguntas.


En primer lugar no estoy diciendo que no haya clases sociales, ni todo lo contrario; que nuestra sociedades están repletas de contrastes, y que tras la opulencia nos las vemos, casi siempre, con la miseria que ésta comporta, es algo evidente. Estoy diciendo que el motor de la historia no es la lucha de clases (y lo siento, sobre todo por Hegel), que la historia no tiene sentido (el sentido lo ponemos nosotros), que no es cíclica, ni tampoco lineal. Que la Historia, como la vida, sencillamente se despliega y sólo puede ser pensada a posteriori. Es la exigencia de sentido la que hace del acontecimiento presente una urgencia del pensamiento, y, a su vez, la que ilumina, preñando de sentido, un pasado que se nos escapa, que en sí mismo es hermético (algo de todo esto hay en Benjamin).


En segundo lugar, ningún discurso es neutro, como sabes, aunque sí existen discursos que ponen en evidencia, desnudando, los discursos. Éste no es uno de ellos (tampoco el anterior), pero la “ideología”, por llamarlo de alguna manera, que se intuye detrás suyo sí es contra-discursiva. El principal problema (y su mayor virtud) de la epistemología contemporánea es su paradoja: cómo poner en evidencia el lenguaje si no es mediante el lenguaje; cómo señalar la imbricación entre lenguaje y pensamiento si el discurso metalingüístico (el de un pensamiento que se piensa) que pretende mostrar los procesos de representación no deja de ser en sí mismo un discurso más, una representación como otra cualquiera.


En este sentido, la experiencia contemporánea es necesariamente paradójica y dramática; en este sentido, el malestar en nuestra cultura sobrepasa lo social.


En tercer lugar, ¿puritano? En ningún sentido (el del artículo; menos aún en el habitual, ya lo sabes), pero una estructura horizontal y asamblearia que vuelva a instituir lo político en nuestra sociedades es una necesidad de nuestro tiempo, no un reclamo, al menos por mi parte, estético u ontológico de lo que ha de ser la democracia (interpretarlo así, es no haber comprendido nada de la primera parte de esta entrada que comienza a adquirir tintes barrocos a estas alturas). Un idealista es alguien convencido de la posibilidad de adquirir, y de la legitimidad y “verdad” de, ciertos principios cuya consistencia ontológica los hace irrefutables; y se convierte en un moralista cuando, además, exige que éstos sean los que han de regir la experiencia (lo que es habitual). En este sentido, un moralista es un idealista consecuente.


Yo seré muchas cosas, pero no soy un moralista. Precisamente, aquello que más me irrita del idealismo propio de nuestros sistemas de pensamiento es su moralismo. Y es, precisamente, esa in-moralidad de la que parto la que me arrastra, en este caso, a una exaltación del individuo contemporáneo (lo que no deja de ser una variante privada del vitalismo existencialista), del sujeto occidental, que es esencialmente burgués, en un sentido no marxista. Incluso el pensamiento contra-individualista moderno y contemporáneo es un pensamiento burgués; todas las formas de nuestra cultura contemporánea, junto con sus instituciones, son formas de la cultura burguesa (también el arte). La misma lectura silenciosa que acompaña a las ansias desinteresadas de conocimiento, el disfrute intelectual o estético que experimenta el sujeto cuya mirada ha sido formada para el “consumo” de la obra artística… ¡No hay estampas más burguesas e individualistas que éstas!


Considero que la experiencia epistémica de la individualidad es, a día de hoy, irrenunciable, por muy histórica que sea. El sujeto occidental no puede, epistemológicamente, a día de hoy, desubjetivarse en la tribu; ha podido, y todo ello en base a su subjetividad constantemente mirada mediante introspección, fragmentarse, disolver la subjetividad; pero este acto, esta experiencia fundamentalmente dramática para él, ha aumentado aún más su comprensión de la individualidad, de la temporalidad, del carácter irrepetible del acontecimiento del Yo.


Yo soy un tipo solitario, lo sabes, pero que aborrezca las masas no quiere decir que aborrezca a la gente ( a mí, como a aquél: me encantan las personas –algunas más que otras, es cierto-, pero de una en una). Estimo que cualquier individualidad es fundamentalmente mucho más valiosa y digna, en términos ontológicos y estéticos, que el mejor de todos los sistemas pensados; de igual modo que una mirada o una puesta de sol frente a cualquier tipo de mímesis representacional. Adoro las cosas y desprecio los conceptos, puesto que, aunque sin ellos no hay quien se haga entender, yo sólo aspiro a ganar la comprensión, del mundo, de mí mismo y de los otros (sobretodo a quienes quiero), y rubrico la cita de Arendt: yo no tengo por qué amar a priori a la humanidad, amo a mis amigos. Mi humanismo, como lo llama (ya he dicho arriba que si de poner conceptos sobre la mesa se trata, prefiero el del vitalismo existencialista), no tiene nada que ver con la moral o la ética, sino con la estética (de profunda admiración, cuando no embelesamiento –rara vez, es cierto-, al encontrarme con otras mónadas como ésta que dice “yo”); o mejor dicho, de quien es coherente con la identidad irrefutable entre ética y estética.


Vuelvo a repetirlo, y termino, por fin: cualquier tratamiento positivo de la sociedad nos conduce a la barbarie, el concepto político occidental se fundamenta en el oxímoron de que lo político puede ser pensado y proyectado según criterios o principios universales, cuando lo político es el espacio del devenir en las relaciones humanas, y los grandes sistemas de pensamiento político han sido construidos de forma dialéctica unos contra otros y guardan su lógica y verdad dentro del sistema de pensamiento que los pergeña en función de una concepción ontológica del mundo que hoy ya es insostenible por cualquier disciplina crítica del conocimiento. Lo interesante del movimiento surgido en España no es el “contenido” político o teórico de sus propuestas (y puedo asegurar que es gente muy lúcida, esté o no de acuerdo con ellos, la que está llevando a cabo esas propuestas), sino la “forma”, la manera de hacer, la renovada actitud política dentro del espacio público. ¡Es el cómo, no el qué!


Ya sé que esto a más de uno le parecerá un sindios, que no podemos dejar el destino de la polis en manos de la masa (gritarán los aspirantes a salvar la polis alzando el cetro que los distingue como Reyes Filósofos), pero es que nadie dijo que la vida ha de ser fácil, tampoco que hubiera de tener algún parecido con nuestras expectativas. Con todo, prefiero la doxa al despotismo, y no hablo de verdad, sencillamente me parece más sana. Yo no participo en las asambleas, sólo me siento a escuchar y apoyo con mi presencia las acciones con las que estoy de acuerdo y a las que puedo asistir, pero alguien, desde una esfera no política, ha de romper una lanza por ellos. Qué nos hace pensar que ellos no pueden darnos una lección, que no podemos aprender nada ellos… Será el tiempo el que dé respuestas a algunas cuestiones. Yo no hablo por mi razón o por sus razones, yo no quiero vencer en este nuevo episodio de vuestra guerra de palabras, yo sólo hablo por los gestos encontrados; por esos cuerpos famélicos que miran furiosos, desilusionados, desorientados; por esta desesperanza que tanto ellos como yo compartimos en el mañana…


Quien no sea capaz de comprender esto sí que es inmoral.


miércoles, 12 de enero de 2011

Insubordinación


Detengo entre mis manos la última reimpresión de Paidós de La promesa de la política de Hannah Arendt. Observo el diseño de la cubierta, sobrio, gris, enmarcando una fotografía en blanco y negro y en primer plano de la pensadora alemana, ya anciana, recostada, al parecer, en lo que se adivina un sofá, mirando a la cámara con un gesto inescrutable, en el que presumo cierto sarcasmo y algo de melancolía, conjugados con esa actitud de firmeza que mantienen quienes están convencidos de que sus palabras guardan la fuerza necesaria con que la historia habrá de hacerlas persuasivas, mientras sostiene un cigarrillo entre los dedos. Una imagen que, en otro tiempo, pudo estar preñada de glamour, pero que, a día de hoy, no puede ser otra cosa que subversiva.


El texto es una vuelta de tuerca más a su concepto de lo político: una desmitificación del pensamiento occidental y una revisión de todas aquellas actitudes y categorías que, de alguna manera, han logrado anular la capacidad de transformación que todo individuo, por pertenecer a la condición humana, alberga en derecho y posibilidad.


Arendt, mujer lúcida donde las haya, nada maniquea, poco fanática y profundamente conocedora de la condición humana, vertebra, esta vez, su reflexión, en torno a un interrogante clásico: la paradoja actual de que el individuo occidental, obligado a vivir en comunidad, en la polis, “puede vivir al margen de la política”.


No es un hecho nuevo. Bien mirado, es evidente que en los estados occidentales, “democráticos”, la relación entre la ciudadanía y sus instituciones no es, de modo alguno, representativa, sino delegativa, concesionaria (es cada cuatro años cuando renovamos dicha concesión por la cual, de forma voluntaria, “delegamos” nuestro poder de transformación, nuestra capacidad de acción, negando una parte de nuestra condición: la política).


El origen de este “desprendimiento”, de esta tradición que sella nuestra obediencia en detrimento de nuestra capacidad de acción, hunde sus raíces, como ya me habéis escuchado más de un vez –o como se puede observar a lo largo de toda la obra de Arendt-, en el mundo clásico y en la episteme occidental. No vamos a extendernos, a quien le interese que lea otras entradas mías o, mejor, el pensamiento de esta autora (aquí no hay libros sagrados, no estoy del todo de acuerdo con algunas de las conclusiones de Arendt, pero, a grandes rasgos, la desmitificación, la genealogía de esos mitos y costumbres y su imbricación con ciertas tendencias cognoscitivas, hacen de su obra un aparato crítico fundamental para nuestra época).


La anulación de lo político ha dado como resultado este enquistamiento en que se hallan hoy en día las democracias occidentales, que han posibilitado los últimos acontecimientos y que se muestran incapaces ante ellos. Las razones por las que la cuestión en torno a la conveniencia o no de un sistema concreto, y las formas de vida inherentes al mismo, que en ciento cincuenta años no ha hecho más que mostrar sus taras, alcanzando un grado de deshumanización de la vida del hombre nunca hasta entes visto, ha sido desplazada por el debate, que no es más que una cortina de humo, sobre quién ha de gestionar “en nuestro lugar” el presente o a quién otorgamos la concesión de “producir” el futuro incierto que nos espera, podemos hallarlas en la ausencia absoluta en nuestros días de un espacio político que posibilite la acción y la falta de costumbre, consecuente con esa ausencia, por alcanzar una comprensión de los hechos que han de determinar esta acción sobre la que, no sabemos, los individuos de a pie somos sus legítimos custodios.


Lo político, como bien sabía Platón, nada tiene que ver con las instituciones y con el entramado de relaciones verticales que sirven de estructura a nuestras sociedades. Tampoco tiene que ver con la adhesión sin reservas a una u otra ideología, pues no hay acción más esencialmente política que la del disidente: la del crítico. Lo político no es, pues, la consecución de un programa o de una idea; lo político es un “acontecimiento” que se da en las relaciones humanas cuando son eso mismo: humanas, y, por esta razón, plurales, temporales, finitas, sujetas a la variación y muy, muy, sensibles con el presente que las auspicia (el amor y la amistad son la máxima expresión de la acción política). Es la ausencia, precisamente, de espacios políticos lo que ha dado lugar a nuestras sociedades actuales: en las cuales, los sujetos, la ciudadanía, ceden su capacidad de sublevación, su derecho a decir no con voz alta y clara, para establecer una relación de dependencia con la clase dirigente que, a su vez, mercadea guiada por la ley de la probabilidad con las acciones concretas mediante las cuales el sistema que los ampara y legitima a día de hoy trata de realizarse y repararse para dicha realización, y cuyo fin nada tiene que ver con la humanidad, sino con la ley de la inercia.


La situación actual no es un desmentido, todo lo contrario, constata esta realidad. El sentimiento a pie de calle es el de quien oscila entre la impotencia y la parálisis; impotencia cuando adquiere conciencia de que no halla medios a su mano para llevar a cabo una acción unitaria en el sujeto mediante la cual dar un vuelco a la situación, tomar las riendas y cuidar por sí mismo los acontecimientos que determinan su propia vida; y parálisis en tanto que asume la costumbre de “delegar” dicha acción en una clase política, en unas instituciones sobre las cuales recae la obligación de emprender dichas acciones. En otras palabras, el debate actual (qué medidas tomar y quiénes han de tomarlas) ejemplifica la ausencia de espacio político, la costumbre de ceder nuestra capacidad de acción para que sea una élite quien la gestione, a la vez que oculta y nos cierra a la comprensión de los acontecimientos: el hecho innegable de que el sistema de mercado es inhumano y de que no hay razón alguna para mantenerlo; que nuestra época precisa tomar las riendas de los acontecimientos, transformar el estado de cosas abriendo un nuevo espacio para la acción a partir de la interacción de todos los sujetos volitivos que forman parte de la ciudadanía y cuyas acciones ordinarias han de repercutir, sin dilación, en la forma que adquieran estos acontecimientos.


Mientras unos y otros juegan a ponerse la zancadilla, mientras la soberanía de algunos estados es puesta en entredicho -forzados a emprender nuevos e inhumanos planes de saneamiento bajo amenaza-, mientras parte de la ciudadanía acude a las casas de apuestas a comprobar a cuánto está hoy el índice de la culpa, a pie de calle hay individuos que tratan de quitarse la vida arrojando sus cuerpos frente a los miembros de un parlamento, un jubilado deja morir a su esposa y se suicida minutos más tarde, una madre hace lo mismo con su hijo de apenas meses y se deja caer cinco pisos dirección al asfalto bien lucido gracias al Plan E, cientos de familias son desalojadas de sus casas por los mismos que se han jugado nuestras vidas en la timba del último siglo, la juventud europea sestea sin ninguna esperanza en el futuro, funcionarios y sindicatos alzan su voz sólo cuando la bronca les ha tocado a ellos, decenas de profesiones son denigradas y la compensación por nuestro trabajo, quienes lo tienen, apenas alcanza para cubrir un ritmo de vida que nosotros no hemos marcado (en algunos casos, ni tan siquiera para nuestras necesidades más básicas, aquellas ligadas a la labor y al trabajo).


Europa, sin el Sur, no puede ser Europa.


Aunque resulte contradictorio, el único espacio efectivo de acción que nos resta es la insumisión: insumisión vecinal frente a los desalojos que están llevando a cabo los bancos en connivencia con las instituciones diariamente en nuestro territorio; insumisión a la hora de acatar las leyes sin que antes sean aprobadas directamente por la ciudadanía en espacios plurales; insumisión, la más importante, cuando seamos llamados a las urnas para deslegitimar a los gobiernos que quiera que sea que resulten mediante la invalidación, por falta de participación, en todos y cada uno de los referendos que se convoquen en Europa en los próximos años.


La única forma viable a día de hoy de restituir el orden de lo político en nuestras sociedades no es otra que amputar de mala gana y sin concesiones las instituciones, la lógica y el quehacer ordinario de la tradición política que nos ha sido impuesta y a cuya merced nos encontramos, pues tarde o temprano, habilitará aparatos de poder que restrinjan este espacio de acción que es el de la no-acción, el de la insubordinación como forma pasiva de acción frente a los acontecimientos y el estado de cosas.