El otro día regresaba a casa –y ya sabéis algunos cómo son mis regresos a casa- acompañado por esta reiterada sensación (tan mía) de que la vida está en otra parte y de que vago por la vida hablando un lenguaje que muy pocos comprenden. Había mantenido una conversación con un par de personas, qué más da el contexto o las circunstancias; una conversación sobre asuntos de actualidad que cualquiera puede imaginar y que, no sé muy bien cómo, derivó en un soliloquio mío sobre los males del idealismo que pretendía concluir, sin mucha pompa, con una proclama vitalista y escéptica semejante a las que suelo dejar escritas en estas páginas. No recuerdo muy bien, pero, al parecer, entre mis rimbombantes palabras dejé escapar algunos nombres. Sólo sé que, antes de que pudiera terminar lo que estaba diciendo y aprovechando el vacío que dejó mi voz mientras yo, como me suele ocurrir, trataba de ordenar de alguna manera el caos de razonamientos que me asaltan cuando quisiera expresar una idea, alguien cortó la conversación de forma tajante con un ¿Heidegger, pero ése no era nazi?
martes, 5 de febrero de 2013
— eine Ethik
El otro día regresaba a casa –y ya sabéis algunos cómo son mis regresos a casa- acompañado por esta reiterada sensación (tan mía) de que la vida está en otra parte y de que vago por la vida hablando un lenguaje que muy pocos comprenden. Había mantenido una conversación con un par de personas, qué más da el contexto o las circunstancias; una conversación sobre asuntos de actualidad que cualquiera puede imaginar y que, no sé muy bien cómo, derivó en un soliloquio mío sobre los males del idealismo que pretendía concluir, sin mucha pompa, con una proclama vitalista y escéptica semejante a las que suelo dejar escritas en estas páginas. No recuerdo muy bien, pero, al parecer, entre mis rimbombantes palabras dejé escapar algunos nombres. Sólo sé que, antes de que pudiera terminar lo que estaba diciendo y aprovechando el vacío que dejó mi voz mientras yo, como me suele ocurrir, trataba de ordenar de alguna manera el caos de razonamientos que me asaltan cuando quisiera expresar una idea, alguien cortó la conversación de forma tajante con un ¿Heidegger, pero ése no era nazi?
Hubo unos segundos en que hubiera querido explicar que me
importa un bledo la vida (privada o pública) de Heidegger y que, si lo había
nombrado, eso no quería decir que yo estuviera de acuerdo (ni todo lo contrario) con todo lo que él
tuvo a bien o mal dejar dicho. También me hubiera gustado "apuntalar" algunas
cuestiones sobre el fenómeno de la cita en sí mismo y las distintas
intencionalidades con que nos podemos encontrar tras cualquier acto referencial de este tipo…
Hubiera querido decir muchas cosas, sí, pero es que, antes de que pudiera decir
nada, mi interlocutor volvió a la carga con la libertaria sentencia yo no leo a nazis, mientras me observaba de arriba abajo con desconfianza, como si fuera la primera vez que me viera o como si fuera la primera vez que "realmente" me hubiera visto.
Desarmado ante tamaña elocuencia, aplomado por la Verdad cuando se me muestra
junto a algún epígrafe categorial de buen uso y acompañada de esa actitud hostil con que el moralista cree necesario impartir su justicia imperecedera, volvía a casa, ya digo, con la
profunda sensación de que si me dispusiera a gritar de forma que mi aullido pudiera
traspasar los lindes de la ciudad, pocos podrían escucharlo, y de que esta sed
me acompañará hasta el último día.
Ya en casa, en mi cuarto, por fin aturdido con un pitillo ardiente entre los
labios, busqué el panfleto que había tratado de recordar todo el camino de
regreso. Recordaba su inicio, —
eine Ethik, también alguna de sus líneas. Volví a leerlo, como aquella
noche de hace quince años, pero aquél, que era yo, ahora era otro, no era yo.
Todos hemos sido, alguna vez, idealistas,
forma parte de nuestra condición. No los odio, pese a que me irriten (porque yo
también sufrí esta enfermedad y me recuerdan a mí mismo). Sí odio el moralismo
(ya sea el conservador o el de las izquierdas), no lo soporto.
El moralismo es una consecuencia inevitable
del idealismo, cuando se es un idealista consecuente, aunque también es un fenómeno
de su tiempo. Volví a leer el texto, mi atención, esta vez, no podía evitarlo, se desviaba
tratando de discernir qué palabras pertenecían a Hegel, a Schelling o a Hörderlin;
aquella lectura ya no era posible.
Eran jóvenes e idealistas, ansiaban otro
mundo, otras formas que la época ya demandaba con insistencia. Años más tarde,
Marx y Engels, emulando a sus predecesores, escribirían el Manifiesto comunista.
Hegel, Schelling y Hörderlin, en un gesto muy
platónico, proclamaban la necesidad mesiánica de una filosofía-poética, en el
sentido estético y epistémico que ya anticipan en su manifiesto y que más tarde
irían desarrollando cada uno desde su propio lugar. La historia o el destino
hizo que este testigo fuera tomado por un economista, que asumió una variante
positiva, materialista, de ese idealismo.
Cuando levanto la vista y me enfrento al día,
me pregunto con insistencia qué es lo que queda todo aquello, de esos
documentos de cultura de los que hablaba Benjamin, de estas actas fundacionales que nos hicieron memorizar con orgullo en escuelas, institutos o universidades. No
es una pregunta inocente. Nada es inocente a estas alturas (nunca confiéis en
una frase hecha).
Basta con echar la vista atrás, contemplar los
documentos fundacionales de nuestra cultura, para advertir el colapso, la
decadencia, de nuestra especie y de lo que creímos una gran obra histórica. El final ya está dado; es
la imprecisión de su visión lo que nos atormenta.
Aparté el panfleto y quise olvidar a los
idealistas alemanes, pero cada vez que me venía a la cabeza el lamentable
espectáculo que estamos presenciando, no podía evitar repetir en voz alta — eine Ethik.
No soy el primero, como es evidente, que ha
señalado que la crisis de Occidente no es sólo económica; ya lo hicieron ellos
hace más de dos siglos.
El espíritu de la época ya no es el mismo:
nadie se asomará a la historia para demandar la necesidad de otra ética, pese a que la ética
capitalista ya sólo agrada a sus gestores y beneficiarios.
No creo en la posibilidad de "... una ética" en el sentido en que la exigieron estos idealistas alemanes y, por esta razón, las palabras de Hegel, Schelling y Hörderlin
retumban a cada paso que doy desde entonces, como anuncio de una catástrofe que
no cesa, de esta catástrofe anunciada que yo quisiera, llevado por un instinto
sacrílego de muerte, acelerar para erguirme sobre sus ruinas y por fin, esta
vez sí, prorrumpir a carcajadas en un delirio ensordecedor que atormentaría por
siempre a los hijos de nuestros hijos.
No puedo evitar soñar con una noche sin fin.
Y yo quisiera, eternamente, abrazarme a ella.
(¿Entendéis ya por qué
no escribo?)
*
... una
ética. Puesto que,
en el futuro, toda la metafísica caerá en la moral, de lo que
Kant dio sólo un ejemplo con sus dos postulados prácticos,
sin agotar nada, esta ética no será
otra cosa que un sistema completo de todas las ideas o, lo que es lo mismo, de
todos los postulados prácticos. La primera idea es naturalmente la
representación de mí mismo como de un
ser absolutamente libre. Con el ser libre, autoconsciente, emerge,
simultáneamente, un mundo entero
—de la nada—, la única creación de la nada
verdadera y pensable. Aquí descenderé a los campos de la física;
la pregunta es ésta: ¿Cómo tiene que estar constituido un mundo para un ser
moral? Quisiera prestar de nuevo alas a nuestra física que avanza
dificultosamente a través de sus experimentos.
Así, si la filosofía da las ideas y la experiencia
provee los datos, podremos tener por fin aquella física en grande que espero de
las épocas futuras. No parece como si la física actual pudiera satisfacer un espíritu
creador, tal como es o debiera ser el nuestro.
De la naturaleza paso a la obra humana. Con la idea de
la humanidad delante quiero mostrar que no existe una idea del Estado, puesto que
el Estado es algo mecánico, así como
no existe tampoco una idea de una máquina. Sólo lo que es objeto de la libertad se llama idea. ¡Por lo tanto, tenemos que ir más allá del
Estado! Porque todo Estado tiene que tratar a hombres libres como a engranajes
mecánicos, y puesto que no debe hacerlo debe dejar de
existir. Podéis ver por vosotros mismos que aquí todas las
ideas de la paz perpetua, etc., son sólo ideas subordinadas
de una idea superior. Al mismo tiempo quiero sentara aquí los
principios para una historia de la humanidad y
desnudar hasta la piel toda la miserable obra humana: Estado, gobierno,
legislación. Finalmente vienen las ideas de un mundo moral, divinidad,
inmortalidad, derrocamiento de toda fe degenerada, persecución del estado eclesiástico
que, últimamente, finge apoyarse en la razón, por la razón misma. La libertad
absoluta de todos los espíritus que llevan en sí el mundo intelectual y que no
deben buscar ni a Dios ni a la inmortalidad fuera de sí mismos.
Finalmente, la idea que unifica a todas las otras, la idea
de la belleza,
tomando la palabra en un sentido platónico superior. Estoy ahora
convencido de que el acto supremo de la razón, al abarcar todas las ideas, es
un acto estético, y que la verdad y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza. El filósofo tiene que poseer
tanta fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido estético son nuestros
filósofos ortodoxos. La filosofía del espíritu es una filosofía estética. No se
puede ser ingenioso, incluso es imposible razonar ingeniosamente sobre la
historia, sin sentido estético. Aquí debe hacerse patente qué es al fin y al
cabo lo que falta a los hombres que no comprenden [nada de las] ideas y que son
lo suficientemente sinceros para confesar que todo les es oscuro, una vez que
se deja la esfera de los gráficos y de los registros.
La poesía recibe así una dignidad superior y será al
fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad; porque ya no hay ni
filosofía ni historia, únicamente la poesía sobrevivirá a todas las ciencias y
artes restantes.
Al mismo tiempo, escuchamos frecuentemente que la masa
[de los hombres] tiene que tener una
religión sensible. No sólo la masa, también
el filósofo la necesita. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la
imaginación y del arte: ¡esto es lo que necesitamos! Hablaré aquí primero de
una idea que, en cuanto yo sé, no se le ocurrió aún a nadie: tenemos que tener
una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar a servicio de las
ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón.
Mientras no transformemos las ideas en ideas
estéticas, es decir en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo y, a la
vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse
de ella. Así, por fin, los [hombres] ilustrados y los no ilustrados tienen que
darse la mano, la mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo
tiene que volverse racional, y la filosofía tiene que ser filosofía mitológica
para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la
unidad perpetua entre nosotros. Ya no veremos miradas desdeñosas, ni el temblor
ciego del pueblo ante sus sabios y sacerdotes.
Sólo entonces nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del
individuo [mismo] como de las de todos los individuos. No se reprimirá ya
fuerza alguna, reinará la libertad y la igualdad universal de todos los
espíritus. Un espíritu superior enviado del cielo tiene que instaurar esta
nueva religión entre nosotros; ella será la última, la más grande obra de la
humanidad.