martes, 6 de noviembre de 2012
Raíces
―Bueno,
mire, amigo, no puedo dejarle que se reconcoma a solas. Como ya le he dicho, yo
soy una vieja simple y una metomentodo, pero puede tener confianza conmigo. Si
no tiene ganas de hablarme, lo entiendo. Pero si yo fuera usted, no me estaría aquí
solo, hoy sobre todo. Ese buen amigo suyo, el señor Eusebio, me ha contado una
porción de cosas que no sabía. Espero que no le importe. Yo soy una cotorra,
pero sé callar los secretos de los amigos.
―Si
ya sé que es usted una buena amiga. Es fácil hablar con usted… ¿Sabe que me
llevo a la muchachita joven conmigo a Londres? La novia de mi hijo muerto.
―Me
lo ha dicho el señor Eusebio, y creo que es estupendo para los dos. Nunca he
entendido por qué se quedan aquí los jóvenes si pueden marcharse. Cuando yo era
muchacha, miles y miles se marchaban a ultramar y se hacían una vida allí. Hoy
se quedan aquí y la mayoría de ellos se convierten en unos amargados. Así que
me alegro de que la muchacha tenga el coraje de marcharse, ahora que tiene la
ocasión, antes de que el mundo se le caiga encima.
―¡Pero,
señora Felisa! Usted misma no puede querer que todos los jóvenes se marchen de
aquí.
―No
sé, no sé. Tal vez los mejores, si consiguen salir adelante y no desesperan, es
mejor que se queden. Lo que a mí no me gusta es la gente pudriéndose de asco. No
importa dónde esté uno, con tal de que se encuentre a gusto por dentro; y esto
es lo que es más difícil en este pobre país que Dios ha dejado de su mano.
―Entonces,
¿usted no cree que es malo para la gente que se marchen del sitio en que
nacieron y se han criado? ¿No cree que es una deserción y que a cualquier parte
que vayan, no sirven para nada?
Arturo Barea, La raíz rota (1951), Salto de Página,
2009, pp. 389-390.
Ya sé que me prodigo poco y que cada nueva entrada, junto a
este notorio acceso de melancolía que padezco, suena a despedida, pero, en
principio, no tengo tomada la decisión de cerrar el blog; por ahora prefiero
mantenerlo y escribir para él cuando realmente me apetezca, sin obligación,
solamente cuando tenga algo que decir.
Bien pensado, tampoco hoy tengo mucho que decir (bien pensado, nunca he tenido mucho que
decir). Pero este fin de semana he estado a vueltas con una idea que me
ronda la cabeza desde hace unos años a razón de una novela que me he tenido
apartado de todo lo demás.
Ya os podéis imaginar cómo suceden estas cosas: el tiempo desapacible:
el viento arrastrando objetos calle arriba, el frío y la humedad con que nos ha
despedido el verano…, aliado con un progresivo (esperemos que no sea crónico)
ensimismamiento y la ausencia, en definitiva, de razones vitales para pensar
que formas parte de todo lo que te rodea, propiciaron esta forma de huída, sin
mucho sentido, que suelo adoptar cuando me encierro en la cueva armado con una
cantidad poco saludable de tabaco y un libro que, sin haber leído, ya sabes que
entrará enseguida a formar parte de tu propia experiencia. Esta otra vida, tan
sólo, hecha con palabras.
Y así ha sido.
(¿Ésta es la única
razón por la que quieres hablar de esta novela?)
La lectura de sus últimas páginas se retrasaba y postergaba,
con esa euforia pausada que quienes tienen sus cuerpos hechos a la literatura
reconocen en el acto, con este vacío que va dejando la historia que se acaba y
cuyo fin anuncian los acontecimientos, tan reales, o más, incluso, como las
cosas que suceden al otro lado, absurdas y desordenadas.
No, no sólo se trataba del retorno de un tipo de conciencia,
la del lector, a otra, la común; no era tampoco el temor por un final
anunciado, el del libro y el del fin de semana, con la obligatoriedad de
volver, hoy, a mirar de frente, de nuevo, el espectáculo que nos rodea .
Ya he dicho (me
repito) que el signo es un reto, un desafío hacia el sentido, que se nos
ofrece, o aparece ante nosotros, y ante el que no podemos hacer oídos sordos. Y
sentidos hay tantos como personas y
momentos.
La novela era La raíz
rota (The broken root, 1951) de Arturo Barea. Sí, ¿verdad?, llama la
atención que la primera edición de una novela escrita, o al menos pensada, en
castellano sea inglesa. Más curioso es aún que la primera edición española sea
de 2009, por supuesto póstuma, ya que Barea murió en el 57, exiliado. Existe
una edición castellana previa de 1955 editada en Buenos Aires, pero ésta es la
primera edición realizada en España cotejando ambas primeras ediciones y
cuidando el habla característica del Madrid de la época que, sin duda, Barea supo
emular con maestría a la hora de representar a sus personajes; lo cual es un
lugar común en la literatura de la época (aunque sin llegar al paroxismo de La
Colmena). El resultado es excelente, salvo por la docena
larga de erratas tipográficas (el ejemplar que tengo es de su primera impresión
y desconozco si ha habido otras reimpresiones que los hayan subsanado) y por la
duda que me queda de si, en el original, la voz del narrador omnisciente
mantenía también la impronta de ese deje madrileño, algo que se puede apreciar
en algún párrafo de la novela y que, en algún momento, desconcierta un poco e
interrumpe la lectura. Quienes podáis pagarla, os la recomiendo (si no, siempre
podréis rebuscar por las bibliotecas o perpetrar su hurto en unos grandes
almacenes).
Hace unos años que leí la trilogía por la que Barea se ha
convertido en un escritor medianamente conocido. Y hace años que andaba detrás
de una edición en castellano de esta novela de la que os hablo y que,
supuestamente, cerraba lo que, en realidad, era la tetralogía de La forja de un rebelde.
Cayó en mis manos hace un par de semanas y la tenía
reservada para un fin de semana como el pasado.
Mi primera sorpresa fue el prólogo de Nigel Townson (editor
de varias de sus obras en castellano), advirtiendo del error que supone incluir
esta novela dentro de la trilogía de La
forja de un rebelde. Escuchados sus argumentos, y leída la novela, tengo
que darle la razón: La forja de un
rebelde es una trilogía cerrada en sí misma, puesto que la historia que
cuenta es una historia autobiográfica, mientras que La raíz rota, aunque pretende y aspira a ser autobiográfica,
conforma una autobiografía imposible, ya que Barea jamás pudo vivir los
acontecimientos de los que nos quería hablar y que tan sólo pudo imaginar por
medio de la literatura. La raíz rota
podría haber sido, así, la cuarta parte del experimento de una autobiografía
novelada, tal y como sí lo fueron sus predecesoras, en la que se nos habría de
relatar sus años de exilio y su regreso a España, el reencuentro con sus
raíces… pero Barea nunca pudo escribir esta cuarta parte de La forja de un rebelde porque nunca pudo
regresar a casa, porque el país del que había tenido que huir jamás volvería a
aceptarlo (ni él hubiera podido aceptar en lo que se había convertido). Le
faltaba esta materia experiencial imprescindible para su trabajo
autobiográfico, así que tuvo que contentarse con imaginar otra escritura y otra
novela: una novela en la nos narra cómo creía él que hubiera sido su regreso a
casa. Y ese regreso es imaginado como parte de un saber acumulado en las
historias y experiencias de sus otras tres novelas, exponiendo su visión de la
vida, su conciencia de nuestra condición… y una justificación –y en este
sentido sí que es autobiográfica, porque cualquier autobiografía conforma un
intento de justificación de la conciencia que la escribe- del exilio
autoimpuesto*.
Con lo que no estoy del todo de acuerdo es con el análisis
de Townson; me resulta demasiado simplista, demasiado obvio, y los desafíos,
sobre todo si son poéticos, han de mirar siempre hacia lo alto. Porque La raíz rota no es tan sólo una novela
sobre el desarraigo o sobre la decadencia de una Europa abocada al fascismo o a
la miseria tras varios episodios bélicos que habían degradado en varios
sentidos a buena parte de su población. Más allá de cierto ideario político que
se hace evidente en la novela y del que podemos prescindir (es abierta y
declaradamente socialdemócrata), más allá del desarraigo como un sentimiento de
pérdida irrecuperable, según he interpretado yo, Barea expone toda una
cosmovisión del mundo y de las relaciones humanas mostrando una exaltación del
desarraigo mismo. Iría aún más lejos: parece que Barea está exponiendo a lo
largo de todas estas páginas, quizá embebido por cierta flema inglesa, por ese common sense del que siempre hacen gala
y que marca la personalidad de sus alter
ego, generando, en algún caso, para quien sabe leer, alguna situación
hilarante, toda una teoría de la identidad por medio de una teoría particular
del desarraigo.
Trataré de explicarme, no sea que Townson llegue a este
blog, lea esta entrada y ordene ejecutarme. Como digo, Barea tuvo que
“imaginar” cómo hubiera sido ese regreso (Barea dejó una familia en España a la
que no volvió a ver nunca y rehizo su vida en Inglaterra) y, en su forma de
imaginarlo, como ya he dicho antes también, existe una forma de justificación
del hecho de que nunca intentara ese viaje con que fantasea en esta novela. El
personaje de Barea se siente un extranjero en su propia casa, pero es que
quienes habitan su propia casa son también extranjeros para él. Acusa lo que la
literatura y los críticos cursis llaman “la mirada de Ulises”. Pero, muy al
contrario de lo que pueda parecer, su personaje, pese a la desazón y el
desarraigo, no toma la situación de forma trágica, sino que la acepta como algo
inevitable, que se sigue de los acontecimientos y, por tanto, esperado. Las
raíces están rotas, pero esa ruptura también es una liberación; gracias a esa
ruptura, puede el personaje de Barea seguir el rumbo de una vida, quizá
distinta a la que hubiera soñado, pero suya al fin y, por todo ello, querida.
No reconoce a su mujer como una amante, no reconoce a sus hijos como algo suyo;
no, no reconoce la bestialidad y la miseria de las gentes que quedaron en casa…
Y así advierte cómo, la condición humana, cuando se rige según unas leyes
heredadas, que han sido naturalizadas, se ve anulada en su intento de realización
de una identidad propia. Considera Barea, de esta forma, que todo individuo
atraviesa necesariamente un proceso de desarraigo para ser eso mismo, un
individuo consciente y responsable de sus actos. Quienes quedaron en casa,
mantuvieron sus raíces bien hundidas en la tierra en que nacieron y por ello
mismo, puesto que se debían a la necesidad, no podían ser responsables de su
brutalidad, de su des-humanización. Su alter
ego es el único (salvo excepciones) que sabe cómo reaccionar ante el horror
sin paliativos en que se habían convertido las vidas de quienes quedaron, y por
esto es el único que puede y sabe no dejarse llevar por la necesidad; su
desarraigo está justificado y se realiza aún más cuando, su alter ego, reconoce a una hija en la
extraña y a un extraño en sus hijos.
Barea, sin llegar a completar su experimento autobiográfico,
expone, a modo de conclusión, en La raíz
rota una teoría compleja de la identidad y de la condición humanas en las
que Historia siempre ha de imponerse a la Naturaleza y los pactos de amistad quedan,
inevitablemente, por encima de cualquier imperativo natural o ley heredada.
La novela es conmovedora y, conforme se desarrolla la trama,
transmite ese desgarro figurado que supone ver quebradas tus raíces. No
solamente habla de la lejanía o el exilio, puesto que es una historia del
regreso, de un regreso imposible. Es la Historia de una generación que se levantó en
armas por su futuro, de una generación que tuvo que matar y morir para, más
tarde, huir o vivir entre las sombras, rodeados de cadáveres. Es, una vez más,
la historia de otra generación a la que también le robaron su oportunidad.
* Años después de terminada
la guerra, el gobierno militar decretó una amnistía para todos aquellos
exiliados que no tuvieran antecedentes por delito de sangre a la que Barea
“podría” haberse acogido.
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