miércoles, 10 de octubre de 2012

Horror vacui


Hace unos días que quiero hablar(os) sobre el contrato social, pero es que últimamente no tengo fuerzas ni para sacarme de paseo, menos aún para perorar, pese a lo sencillo que resulta hacer uso de un par de paráfrasis para rellenar el fondo de este cuadro en blanco.

Quizá por eso me arriesgo, una vez más y antes que nada, a hablar de esta otra cosa; sin saber muy bien qué es esto que quiere ser otra cosa.


(Si lo supieras no necesitarías escribir(lo).)


(No le escuchéis.) El caso es que, dado que la atmósfera de la cueva según momentos se me hace irrespirable, como es evidente, a pasear sí que salgo y sufro y disfruto a partes iguales, como cualquiera, los pormenores de la estación. El clima está esquizofrénico pero las temperaturas, todavía, oscilan en tierra de nadie; la lluvia es educada y se anuncia, unos minutos antes de que se desplome sobre nuestros cuerpos, con desafiantes nubarrones que se divisan desde cualquier punto de la ciudad, encaramados a la cima del Tibidabo con fanfarronería. Los plataneros comienzan a tamizar las ramblas y la Diagonal con los tonos propios de esta época del año, los colores del ocaso, y la luz, que a primera y última hora es ingrata, a mediodía es tibia y a veces te recuerda, dolorosamente, que un día fuiste humano.

Y así ando y transcurren los días y las noches, sobrevolado por densos nubarrones a paso lento, con los pies en la tierra, sin elevarme demasiado, ya que padezco acrofobia y los ataques son recurrentes.

Quién no ha sentido alguna vez esta angustiosa dilatación de la boca del estómago frente al vacío, segundos antes de que la vista se nuble y un profundo desapego nos invite a la desorientada búsqueda de algo o alguien en quien apoyarnos para hallar un lugar firme en el que reponernos de una experiencia que es en sí misma un límite a la experiencia.

Nuestra sensibilidad, al menos la mía, se ve sobrepasada en estos casos, acostumbrada a esta tierra que quisiera firme bajo sus pies. La sensación de que el espacio desdibuja sus límites y se ensancha hacia el infinito, la representación que nos hacemos de nuestro cuerpo (des)ubicado en ese vacío y la imposibilidad de trazar un eje espacial en el que inscribir nuestro estar-ahí, desencadenan una respuesta fisiológica similar al ataque común de vértigo, sólo que, en este caso, no es necesariamente alguna deficiencia determinada por nuestro oído interno aquello que lo provoca, sino la representación del vacío mediante la altura.

De niño no era acrofóbico, recuerdo mi cuerpo realizando acrobacias encaramado a la barandilla de la terraza de un duodécimo piso mientras los autocares desfilaban ordenados en hilera como pequeñas hormigas por una amplia avenida de la ciudad en que nací.

La última vez fui incapaz de asomarme siquiera a esa barandilla. Esta imposible visión del vacío producía en mí una angustia tal que me hacía perder el control de mi cuerpo y desearme muy lejos, abrazado a la tierra.

Padezco, diagnosticado por mí mismo, un terror completamente irracional al viento (no llego a ser anemofóbico) y acrofobia, como os digo. Éstas son las dos primeras en mi lista de taras.

Se trata de “afecciones” con las que uno, acostumbrado a una vida que siempre está en otra parte, aprende a vivir; basta con quedarse en casa un día de viento fuerte, no visitar en exceso el Alt Empordà para evitar la tramontana, eludir el circo, no alquilar más allá de un quinto piso y ahorrarse el importe que supone visitar monumentos altos. Con los aviones, reconozco, sí hay problema y sólo me arriesgo con trayectos cortos y debidamente sedado; si algún día cruzo el charco lo haré remando.

El caso es que últimamente, como digo, la instauración y consolidación del Nuevo Régimen me ha dejado en un lamentable estado de apatía, solamente interrumpida por alguna rutinaria crisis de altura a que el vacío ordinario de nuestros días me ha habituado. Hay quienes, ante la exigencia (o “recomendación”, que es la palabra con que los miembros de la Troika imponen una medida) de sentirse culpable por algo que no sabemos muy bien cómo hemos hecho, pero, al parecer, hemos hecho, agachan la cabeza para recoger el estropicio, como un niño al que se le da una reprimenda y acepta el castigo sin comprender muy bien qué mal ha cometido. Yo, sin embargo, de un tiempo a esta parte, vivo con cierta indolencia todo el triste espectáculo que se desarrolla ante mí, pese a las nauseas de primera hora que en un comienzo me llevaron a pensar que me hallaba encinta.

En un principio pensamos que esto podría ser divertido: el discurso del nosotros y el ellos volvía a hacer de las suyas, las tropas bárbaras visitaban con pompa y eficacia administrativa los países afectados, dejando a su paso coches en llamas a modo de barricada en avenidas con buen ángulo para retransmitir los disturbios en directo…; las neuras de la población europea comenzaban nuevamente a brotar de profundas y sólidas raíces, y las deudas históricas e internas de cada país, por momentos, parecían hacernos pensar que dentro de cinco o diez años la población europea habría decrecido en número y su pirámide demográfica se habrá invertido nuevamente después de algún que otro ensayo de guerra civil y un tercer acto solemne del todos contra todos.

En serio, vivo con apatía todo lo que está sucediendo porque, aunque ya hacía años que era así, hoy más que nunca he perdido cualquier esperanza en la condición humana.


… y ahora que la tormenta se precipita colérica sobre nosotros, cada loco sale a cielo abierto a tocar su trompeta para competir con su furia.


Cada vez que me asomo y miro el vacío siento la irrefrenable e irracional atracción de precipitarme en esta inmensidad que, por imposible, se nos ofrece de manera irresistible.

Quizá por esto es nuestro sentido común el que pergeña nuestra fobias; ésa ha sido siempre su función: cercenar, para no dar rienda suelta a nuestros instintos.


(Per cert, oi que jo sí que sóc una nació?)