La noticia, cuando apenas era todavía noticia, pude leerla online en la madrugada del lunes al martes de esta semana. Escasamente unas líneas, una simple anécdota en la sección de sucesos o noticias curiosas sin demasiada importancia, un breve de relleno firmado por la agencia de noticias Efe, delegación de Aragón.
domingo, 26 de agosto de 2012
Tachado-(restauración)
La noticia, cuando apenas era todavía noticia, pude leerla online en la madrugada del lunes al martes de esta semana. Escasamente unas líneas, una simple anécdota en la sección de sucesos o noticias curiosas sin demasiada importancia, un breve de relleno firmado por la agencia de noticias Efe, delegación de Aragón.
Yo entonces me aventuré a darle cierta importancia y guardé
la página web porque ya en ese momento comenzaba a elucubrar esta entrada. Esa
noche, y el resto de la semana, la pasé revisando, para su posterior edición,
un arcano y somnoliento manual de maquinaria para ingenieros, gracias a lo cual
podré alimentarme los próximos quince o veinte días. La mañana siguiente, para
mi sorpresa, el asunto había cobrado relevancia y todos los diarios nacionales,
esta vez en sus páginas de Cultura, se hacían eco del hecho. Un día más tarde,
mientras continuaba apartado del resto del mundo como un buen eremita castrado,
la noticia saltaba nuestras fronteras, era recogida por la BBC, gran parte de los diarios
europeos, alguno norteamericano y, al parecer, causaba furor y sorna en las
redes sociales.
Para quienes no sepan a qué me refiero o, todavía (lo dudo),
no hayan escuchado nada sobre el asunto, os lo resumo: una vecina del pequeño
(y, hasta hace una semana, desconocido) pueblo aragonés de Borja había tratado
de “restaurar”, por su cuenta y riesgo, el pequeño fresco que adornaba una de
las paredes del Santuario de la Misericordia. Cecilia
Giménez, que es el nombre de nuestra artista, una septuagenaria de misa diaria,
domingos y fiestas de guardar, cabello ralo y cobrizo, vestido largo con
lunares negros, collar de bisutería, enormes anteojos de pasta marrón, con esos
cristales que parecen parabrisas y que los distinguen de ese otro tipo de gafas
que frecuentan distintos ambientes también artísticos, vive en un sinvivir
desde entonces, aquejada por leves ataques de ansiedad y desvanecimientos,
causados por el revuelo que ha despertado.
Este acontecimiento tiene tal densidad de sentido que se
hace complejo analizarlo en su totalidad. Trataré someramente de puntualizar
algunas cuestiones.
En primer lugar, el afamado Ecce Homo no es más que un fresco, sin apenas reconocimiento artístico
alguno y menos de cien años de antigüedad, pintado por Elías García Martínez,
un tipo y su obra al que, hasta esta semana, a menos que se haya estudiado
Bellas Artes en Zaragoza, donde, imagino, existirá alguna calle, edificio
público o plaza que lleve su nombre, sólo conocían en su casa (y siempre que
fuera con la cara destapada). Existen cientos o millares de murales similares
repartidos por todas las iglesias o santuarios de la Península, Francia o
Italia, tanto o más bellos. Sin ir más lejos, en mi ciudad de origen, hay
frescos de este tipo sobre los que se apoyan los yonquis para inyectarse su
medicina diariamente y datan del siglo xviii.
En segundo lugar: la artista. Cecilia Giménez es mujer de
buenas costumbres, nunca ha dado que hablar en el pueblo, no se le conocen
enemigos y colabora activamente en cuantas actividades públicas sean puestas en
marcha por el interés general. Su única “debilidad”, por llamarla de alguna
manera, ha sido, desde su más tierna infancia, esta temprana inclinación por
las artes, en general, y la pintura, en particular, que su padre, hoy difunto,
nunca logró enderezar. Pero en el pueblo terminaron por aceptar ese pequeño “vicio”
sin importancia, ya que Cecilia sólo hacía uso de sus conocimientos alquímicos
con aceites y pigmentos para inmortalizar arrebatadores jarrones florales al
óleo, bodegones y bucólicas escenas pueblerinas en los llanos, donde las hijas
del alcalde, vestidas con el traje regional, posaban frente a unas cabras para
honor y gloria de su familia y todos sus vecinos. Incluso, cada año, nuestra
incomprendida artista, donaba gran parte de su obra para un rastro o mercadillo
benéfico que se celebraba en la comarca.
Pero a la pobre, e injustamente tratada, Cecilia, había un
asunto que le encogía el corazón, y no era más que el Hecce Homo: esa gran obra del arte sacro firmada por el maestro
Elías García Martínez y que, quizá, siendo niña, pudo contemplar en todo su
esplendor, cuando aún todos sus colores y matices brillaban a la luz de las
velas del santuario y el rostro descarnado de nuestro Señor, con la mirada
orientada al cielo, imploraba clemencia para sus verdugos. ¿Acaso podía ella
permitir que esta genialidad continuara descorchándose por la humedad? ¿Acaso
el abandono gubernamental, comprensible en épocas de vacas flacas, podía pasar
de largo ante la pérdida de una de las grandes obras del patrimonio pictórico
español? No, no podía, y por esta razón se acercó una mañana con sus aceites y
pinturas para restaurar el fresco y devolverlo a su esplendor original y al
lugar de honor que nadie debió arrebatarle nunca. Con el inconveniente, claro
está, de que a media restauración, debido a un asunto de vital importancia,
tuvo que ausentarse del pueblo unos días y postergar su trabajo. A su regreso,
como todos ya sabemos, su intervención había sido descubierta y no pudo
terminar la restauración del fresco, que hoy permanece tal y como es por todos
nosotros conocido.
Leí la noticia el primer día porque venía acompañada de una
pequeña fotografía que mostraba el antes y el después de la intervención. Me
llamó poderosamente la atención porque, en un primer momento, pensé que se
trataba de un Cristo de Munch, y no tenía noticias de que el artista noruego
hubiera pintado jamás un Hecce Homo. Me
detuve en ello porque, pese a no tratarse de una obra desconocida de Munch, era
precioso: ¡un Hecce Homo expresionista!
Más tarde, cuando leía el breve que daba cuenta de lo sucedido, muy al
contrario que mucha otra gente, pese a lo divertido de la historia, supe que me
encontraba ante uno de los mayores acontecimientos artísticos del siglo xx desde que Picasso pintara Les
demoiselles d'Avignon o que Duchamp tuviera la inteligencia y la cara dura de colocar una
taza de váter como obra de arte en una exposición.
*
Quienes
ya me conocéis, sabréis del contencioso que, de forma particular, mantengo con
la práctica artística actual, con sus instituciones y con esta concepción
metafísica del arte que cualquiera que hable del “valor artístico de una obra”
está evidenciando. Detesto la práctica artística de nuestros días, entre otras
cosas, porque pocas actividades tradicionales como el Arte han sabio dejarse
asimilar por el espíritu neoliberal como lo ha hecho Arte contemporáneo, que no
es más que una lonja, un mercado de intercambio, donde los gestos cobran valor
monetario y donde la “cosas” devienen glamorosa mercancía sólo porque algún
iluminado las señala desde el atril.
(Ahora
es cuando todos comenzaréis a odiarme.)
Sí,
me río interiormente de quienes se/me hacen preguntas como qué es el
Arte.
También lo hago cuando alguien pregunta qué es el Bien o la Verdad, pero, en estos casos, si
el que lo pregunta va en serio, me echo a temblar, porque soy consciente de que
me encuentro frente a otro tipo de iluminado aún más peligroso.
Soy
epistemólogo, ya no tengo solución.
No pretendo anunciar con esta entrada algo que en más de una ocasión me habéis escuchado, quizá dicho de otra forma o por medio de otros
asuntos. No vengo a revelaros que cualquier aspiración de sentido frente a la
obra de arte (cualquier aspiración de sentido frente a cualquier cosa en
general) no es más que una esperanza metafísica, una presunción de esa
metafísica de la presencia contra la que tanto trabajó Derrida. Que el Arte, en
Occidente haya alcanzado una funcionalidad, que vivamos en una cultura que
santifica determinados signos u objetos significativos para que, posteriormente,
sean reverenciados, y que esta actitud, en nuestros días tenga su
correspondencia mercantil, es algo que se sigue necesariamente de todo este
cúmulo de errores de los que yo, pobre diablo, no os voy a rescatar.
Con el Arte sucede lo mismo que con las otras dos ideas
fundamentales (o fundacionales) de nuestro sistema de formas. Cualquier cultura,
no hay remedio, elabora una idea del Bien, de la Verdad o de la Belleza, y en el caso de
Occidente, son teleológicas, tienen un fin (meta) que las regula y, por ello
mismo, existe un mesianismo en torno a sus prácticas, los agentes y objetos
resultantes de las mismas, por el cual parece que queda justificada esta
vehemencia con que algunos esnobs gesticulan frente a un cuadro, performance, composición conceptual...
Por no hablar de que hasta el más radical y transgresor de los gafa-pastas que
cada noche sufren borrachos su inextricable mundo emocional apoyados en la
barra de algún pub de moda en Gràcia o el Born, continúa empecinado en otorgar
consistencia ontológica a estas ideas.
No es de extrañar, entonces, más allá de estas preguntas
ontológicas que tanto me hacen reír o temblar, que tanto me irritan, que se le
siga rindiendo pleitesía al Arte como institución. Y no es de extrañar, tampoco,
que frente a lo sucedido hayan surgido dos reacciones distintas en su forma,
pero similares en sus presupuestos: quienes ríen ante el Hecce Homo de Cecilia, lo hacen en base a un concepto mimético e
idealista del Arte; quienes se dan coscorrones contra la pared porque no se les
ocurrió hacerlo a ellos y no pueden creerse que una vieja mujer de pueblo haya
podido protagonizar uno de los mayores acontecimientos de vanguardia de este
nuevo siglo, no son muy diferentes. Ambos presuponen que tras la obra, que tras
la práctica artística, se halla una verdad oculta, existe una esencia que
trasciende lo común. Actitud que no se diferencia en nada de la experiencia
religiosa.
Pero no quiero, con esta entrada, elaborar una nueva teoría,
comprensible y coherente, postmoderna del Arte. De hecho, no creo que el
concepto de arte requiera de una teoría. De hecho, sencillamente, deberíamos
tachar nuestro concepto de “arte” y continuar con nuestra agitadas vidas como
si nada. Ahí fuera, la gente se muere de hambre y hay quien se atrevería a
calificarlo de performance.
Lo que sí quisiera, es trazar un paralelismo, para hacer
comprensible el hecho y el valor de un acontecimiento artístico que, todavía,
no ha cesado.
No cabe duda de que el Arte, o lo que nosotros llamamos hoy arte, surgió, en su origen, ligado a la
experiencia religiosa, a lo trascendente: cuando emerge la conciencia primitiva
o, en palabras de Hegel, el Espíritu. Éste es un matiz muy importante para
comprender su deriva a lo largo de sus transformaciones históricas. Pero no es
de esto de lo que quiero hablar. Quiero hablar de la experiencia, de las
condiciones por las cuales existe esa experiencia y de por qué, el hecho
protagonizado por Cecilia, está vinculado a la práctica artística desde su
origen y hace de él todo un acontecimiento artístico.
No sé si alguna vez he escrito aquí que la Historia de la Filosofía es la historia
de la construcción y de la destrucción de un mito. Quienes se dediquen a la
docencia, si comienzan su primera lección con esta frase se habrán metido a su
audiencia en el bolsillo. Algo similar ocurre con la Historia del Arte (algo
similar ocurre con cualquier historia). Pero yo no quiero hablaros de la Historia del Arte, quiero
hablar de cuando el Arte no era una institución, de cuando el Arte carecía de
concepto, de cuando el Arte prescindía de la idea de “autoría” e, incluso, de
cuando Arte no requería, para acontecer, de ningún objeto, más o menos
duradero.
El Arte es sinónimo de “poesía” en el sentido en el que yo
utilizo el término poesía, también el
concepto de escritura.
Imaginemos esta escena: somos un atolondrado individuo
cualquiera de la especie Homo erectus,
somos básicamente carroñeros, fabricamos utensilios y, gracias a una emergente capacidad de
abstracción, establecemos relaciones sociales básicas, que nos ayudan a transmitir
conocimientos y emprender tareas comunes, como coordinarnos para cazar y
repartir la carne de ciertos animales. Matamos, comemos, nos apareamos y
reproducimos, a veces protegemos a los de nuestra especie… y cuando no hay
peligros y tenemos el estómago lleno, holgazaneamos dentro de lo posible. De
igual manera que, para esta forma rudimentaria de comunicación, se requiere una
forma rudimentaria de consciencia, puesto que, sin una teoría interna de la
mente a partir de la cual establecer inferencias por analogía, sería imposible
dicha rudimentaria comunicación, esta tendencia
a dar una “intención” y “sentido” a la conducta de otro de nuestra especie nos
lleva a hacerlo con cualquier cosa, sea un bisonte, un león, un árbol, una
brizna de trigo… o incluso cuatro trazos pigmentados sobre la piel o el taparrabos.
Sí, así de inocentes éramos y seguimos siendo.
Porque esto es lo que hace evidente el Arte y esto es lo que
trata de señalar el arte de vanguardia. Antes he citado a Picasso y a Duchamp,
y no ha sido casualidad. Tradicionalmente se nos cuenta que Picasso compuso y
pintó Les demoiselles d'Avignon en contra de Le bonheur de vivre de Matisse. Al parecer es cierto, cuando
Picasso contempló el cuadro de Matisse, se encerró en su estudio y no salió de
él hasta que no fue capaz de trazar los primeros bocetos de Les demoiselles... Ambos estaban luchando
por destronar, por señalar, por poner en evidencia un mito: cierta concepción
naturalista, mimética del Arte, en base a la reciente autoconsciencia de la
inconmensurabilidad entre el signo (lingüístico, artístico…) y el significado. Les
demoiselles…vienen
a corroborar la ausencia de una gramática universal a todos los lenguajes
artísticos y la imperiosa tendencia epistémica a presuponer que todo ahí es signo de; o, en otras palabras:
que todo lo que hay guarda una intencionalidad y que el artista revela con su
actividad esa intencionalidad, siempre y cuando instrumentalice de forma
adecuada, con pericia, un lenguaje por todos compartido. El cuadro de Matisse
ya era en sí un atrevimiento, cuando Picasso presentó Les demoiselles…hubo quienes comenzaron a
preguntar algo muy común hoy en día en cualquier exposición, museo de Arte
contemporáneo…: ¿Qué diablos significa esto?
En
realidad no significaba nada. Eso lo sabía muy bien Picasso. Por esta razón,
contestó: ahora mismo nada, pero dentro de un tiempo, todo el mundo lo
comprenderá.
Con
su gesto, porque de eso se trataba, de un gesto, estaba destronando un mito,
poniendo en evidencia la contingencia y artificialidad de los lenguajes. El
hecho de que el cubismo se convirtiera en un movimiento y en un lenguaje en sí
mismo, le ha dado la razón a Picasso. Y algo parecido hizo Duchamp: mostrar
cómo la experiencia artística quedaba vinculada a una institución, que era la
que legitimaba o no lo que habría de ser considerado dentro de su categoría.
Ahora
volvamos a nuestro querido Homo erectus. Es todavía joven e inexperimentado, ayuda
a los mayores del clan o la tribu a tareas menores de caza, contribuye a
preparar los utensilios y armas, y, aunque quizá haya otros miembros de la
tribu que están por debajo de él en el escalafón a la hora de repartir la
carne, él suele acceder a la pieza cuando ya ha sido prácticamente descuartizada
y consumida, accediendo a las partes del animal menos sabrosas o nutritivas. De
pronto observa a uno de los jefes del clan jugando con el cráneo del animal
mientras imita el sonido que emite cuando está vivo. Todos temen, por momentos,
que el animal esté vivo. Todos temen al animal. Pero el animal no está ahí, es
el “sentido” de la idea del animal lo que provoca ese temor.
Indiferentemente
de que uno de los jefes del clan haya utilizado el colmillo de su presa como
colgante con un sentido u otro, lo cierto, es que todo aquél que lo contempla,
le otorga un sentido, el que sea. Se trata, como vemos, de una condición
epistémica, y lo importante de ella es que funciona como una semilla, como una
huella: a partir de entonces, el joven querrá imitar al jefe, querrá “ganarse”
el trofeo y tener su propio colgante. Qué importa el sentido que tuviera la
primera vez, si es que tuvo alguno: cada repetición fomenta el sentido. El
signo es un reto, como alguna vez he dicho; nos mira y nos insta al sentido.
El
Arte, cuando no era Arte, antes de Platón, era vanguardista en todos los
sentidos: autodiegético y deconstructivo con el significar. El Arte, tras las
vanguardias, como institución, carece de sentido, y como práctica, debería
quedar relegada, como lo estuvo antes de Platón, al anonimato y discurrir
ordinariamente ante nuestras vidas (para hacerlas más gratas, en algunos casos,
y como homenaje a toda esta grandiosa puesta en escena que es la Humanidad).
Cecilia
no pretendía que su nombre y su imagen dieran la vuelta al mundo. No requería
para sí ningún reconocimiento.
Ahora
imaginemos, un Homo neanerthalensis o sapiens, da igual. No hace muchos
días que lograron cruzar un macizo montañoso y han arribado a un valle de clima
templado. Junto a unas cuevas adivinan vestigios de asentamientos anteriores,
probablemente de individuos de su misma especie o de una u otra,
respectivamente. De pronto, en las paredes de una de las cuevas, observan unos
trazos y de igual manera que los espíritus de la Naturaleza les “hablan”
con indicios, es el espíritu del Hombre (de un individuo o su clan) el que
ahora les está contando algo (del mismo modo que los vestigios del asentamiento
les contaban otras cosas). Nuestro amigo se acerca y recorre con la yema del
dedo los trazos, “pinta”, mentalmente, sobre la huella del otro, que más tarde
reproducirá, imitará, a partir del sentido por él creado, con la intención de
“restaurar” su sentido.
Quién
sabe cuál fue el sentido primero.
Quién
sabe qué nos hace presuponer que hubo un sentido.
Todo
esto, lo único de los que nos habla es de nuestra ansias de sentido, no de
ningún sentido en concreto. Cecilia, con su gesto, nos ha “recordado” que los
mitos, de vez en cuando, hay que volver a destruirlos, porque hasta sus propias
ruinas devienen una y otra vez mito, porque cualquier sentido se fundamenta en
el olvido y la huella.
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