miércoles, 20 de enero de 2010

Con los ojos abiertos, de par en par



Caminaba sediento, aunque no lo suficientemente enajenado aún, con los ojos abiertos de par de en par, las pupilas vidriosas, pequeños focos luminosos, etéreos, entre la densa neblina de humos, cuerpos y luces de neón.

La música no estaba hecha para su caprichoso oído, que sólo escuchaba los olores y sabores tras los que su alma, desde bien iniciada la noche, vagaba tratando de succionar y deglutir hasta perder la razón y sublimar todo el deseo que, intempestivamente, lo arrastró fuera de su cueva como una llamada irrefrenable de la mirada que más tarde lo abarcaría.

No había motivo para guardar las apariencias, pero todavía era temprano y respetaba, mínimamente, ciertas reglas de común acuerdo según las cuales los cuerpos no se toman unos a otros en las aceras ni preñan de miradas indiscretas, anhelantes, cortesanas e interrogativas a las mujeres de otros hombres.

No estaba hecho su espíritu esta noche para tanto protocolo.

Pronto se diluirían los límites, más allá de todo sentido común y contención; las normas de la tribu habrían de ser abolidas, tan sólo unas horas, al menos, hasta la llegada del alba.

Entonces la encontró a ella. Sabía que era ella, jamás la había visto ni oído su voz. Sí, era ella. Y ella lo encontró a él, también desconocido, aunque de alguna forma frecuentado. Incógnita resuelta en una epifanía de música insoportable, sudores ajenos y bebidas de colores. Ambos se vieron, en la lejanía, uno segundos, los suficientes, para prometerse una visita más tarde.

Después de algún encuentro olvidado por los pasajes y escaleras mal iluminados de este antro de felicidad caduca, más de una carrera por salvar el tipo, nunca la decencia, y alguna que otra trampa y soborno a la hermosa camarera para abrevar y rebajar de otras formas menos dañinas el daño que él mismo se había hecho, que habría aún de hacerse, volvieron a cruzarse, esta vez, en el callejón de la esquina; esta vez a solas. Se prometió el valor que la impostura de sus grandes pupilas le pergeñaba para introducir con palabras una excusa perfecta con la que iniciar un cortejo que comenzó mucho antes, cuando dormitaba con los ojos entornados en el rincón más oscuro y menos húmedo de su cueva. Arrastró su deseo consigo, como un arlequín provinciano de casta charneguil, casi sin disimulo. Cierto rayo de lucidez le advertía a sus espaldas que esta aventura, como tantas otras, concluiría en bofetada, histeria sin pretensiones de contención y atestado policial.

Grandes noches se han jugado en la comisaría de Les Corts, mientras la urbana hacía cantar a hostias a algún potro del Este.

Lo que sucedió entonces sólo puede explicarse bajo la lógica de los narcóticos o según las leyes de la medianoche: mientras su espíritu barruntaba las posibilidades de éxito o las alternativas para la huída, esta ninfa descarada, fijó sus hipnóticos ojos en la presa hallada y mordió al instante su boca, inyectando su veneno irremediable hasta lo más profundo de su estómago. Saboreó sus ansias, rondó sus labios, acarició su pecho y recorrió su espalda, con tal delicada destreza, que, cuando nuestro hombre quiso darse cuenta, recorría en metro la ciudad, hecho un ovillo, con la más mortal de todas las víboras que esta noche cascabeleaban por las esquinas de la ciudad de los prodigios.

Ya en su cueva, de una oscuridad clara, el vaho empañaba las ventanas mientras las sábanas empapadas en fluidos, sacralizados tras cada embestida y súplica de uno al otro y de ese otro al uno, se agitaban como banderas el día de la independencia. Un plácido calor, más tarde, los meció y acompañó en el sueño.

Ella soñaba con remontar valles hacia otra parte, quizá donde otros simplemente viven.

Él simplemente dormía; le bastaba con ello. El sueño era su regalo.

El amanecer los encontró sedientos y sin hambre. Mientras él liaba un cigarrillo, ella se removía como una lombriz a su espalda, dibujando pequeños caminos por entre las sábanas que le invitaban a adentrarse de nuevo en ese extraño juego que es desvanecerse tras arrojar todas sus fuerzas en el más sublime de cualquier de los deseos sublimados. Pero de pronto, la ninfa, rompió en sollozos ahogados, reprimidos, casi imperceptibles, incluso para alguien que la toma contra su pecho, la abarca en su totalidad y la posee tanto en la periferia como en el interior.

-Qué sucede, ¿lloras?
-...
-¿Te ha molestado algo?
-...
-En mí puedes confiar.
-(...) Sé que puedo confiar en ti.
[Silencio (quizá alguna caricia).]
-Me ha gustado encontrarte esta noche.
-(sonrisa.) Tonto, he sido yo quien te ha buscado.
-¿Entonces?
-No preguntes, ¿alguna vez te ha respondido un sueño?

[Así lo soñé.]

Para K.