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miércoles, 10 de marzo de 2010

ἀγνωσία


Según mis amigos de la RAE (¡Ave, César!), la agnosia consiste en una “alteración de la percepción que incapacita a alguien para reconocer personas, objetos o sensaciones que antes le eran familiares”. Esta definición, que es errónea, sólo acierta en una cuestión: en los casos clínicos diagnosticados como tales, los pacientes no son capaces de “re-conocer” algo que, hasta el momento, quizá hace un día, una semana..., eran capaces de nombrar, utilizar... En otras palabras, el agnósico puede tener frente a sí, en su mano, un tenedor, llegar a describirlo, nombrarlo e, incluso, sacarse un ojo o sacárselo a otro (para ello se tendrían que dar una serie de hechos previos, claro), pero es incapaz de reconocer qué es o cuál es la utilidad de esta herramienta (según algún catedrático de la lengua, debido a alguna alteración de sus “capacidades perceptivas”).


Según J. Delay, que no es catedrático de la lengua, sino neuropsiquiatra y miembro de otra academia, la de medicina, esta vez francesa, la agnosia consiste en un trastorno de la facultad de “reconocer los objetos”, que no puede ser atribuido de forma exclusiva a una o varias alteraciones de la percepción, sino a una deficiencia de orden cognitivo (él, a grandes rasgos, lo relaciona con la memoria).


Ahora sí (¿verdad?), ya tenemos el concepto definido, ¿lo veis flotar? Parece que siempre ha estado ahí, esperándonos, para iluminar una porción de realidad. Bueno, no del todo; quien se quede con la definición de la RAE corre el serio peligro de no haber captado el uso al que la experiencia clínica de quienes han tratado y tratan casos de agnosia ha dado lugar.


(A menos, ¡oh, sorpresa!, que nuestros amigos de la RAE entiendan que el orden cognitivo forma parte indisociable de nuestras capacidades perceptivas; lo cual sería una grata sorpresa, pero no deja de extrañarme.)


El agnósico (no confundir con el agnóstico, esos son otros –puede suceder igual con etnólogo y enólogo-) es un tipo de paciente curioso: en muchos casos, no en todos, tienen sus facultades u órganos perceptivos en perfecto estado, pero, por alguna razón que se nos escapa a simple vista, no pueden “re-conocer” los objetos; pueden percibirlos, pero no les resultan familiares en absoluto.


En cierta manera no tiene memoria de aquello que le es completamente familiar.


En la adaptación cinematográfica de la novela de José Saramago (Ensayo sobre la ceguera) –buena adaptación, por cierto- podemos hallar un ejemplo del caso que nos traemos entre manos, pues el primer caso de ceguera que se diagnostica en el film es tratado como un caso de agnosia visual; así llegué a saber de esta enfermedad (sinceramente no recuerdo que en la novela se la nombre; pero la leí hace mucho tiempo y, por entonces, tenía la cabeza en otros sitios). Se trataba de casos descritos en que los pacientes no veían, nada en absoluto (es descrito en el largometraje como un exceso de luz, más que como un apagón), pese a tener todos los órganos, el sistema nervioso y los nervios ópticos intactos.


Después de unos días tragando polvo en la biblioteca, he sabido que la agnosia no es un trastorno exclusivo de la vista, sino que afecta a todos los sentidos, de forma independiente o global, y que, dentro de cada forma de agnosia, hay otras variantes. De este modo, además de la agnosia visual u óptica, que afecta al reconocimiento visual de los objetos o personas, existen casos de agnosia auditiva (percepciones sonoras), digital (el paciente no es capaz de distinguir los dedos de su mano o la mano de otro como otra), espacial (desorientación), perceptiva (táctil), semántica (no son capaces de hacerse un esquema completo del objeto percibido de forma fragmentaria por los diversos sentidos; en otras palabras, no son capaces de globalizar un cúmulo de sensaciones para ser subsumidas bajo un concepto o imagen)...


Por ahora desconozco si se ha dado algún caso clínico en el que un paciente reúna todas estas formas de agnosia; pero doy por hecho que, si así fuera, lo que tendríamos delante no sería un paciente, tampoco un vegetal, pero sí algo parecido a un homínido sin ninguna de las capacidades por las cuales nos reconocemos entre sí como miembros de la misma especie.


Todo hay decir, claro, que lo más frecuente es que dichos casos sean consecuencia directa de algún tipo de lesión cerebral (provocada o fortuita); dependiendo de la zona del cerebro que resulte dañada, tenemos una correlación con las variantes de agnosia antes descritas. Vuelvo a remarcarlo, los órganos perceptivos (sistema visual, sistema nervioso, manos, gusto, olfativo...) no están dañados; esas persona oyen, ven, perciben, huelen... perfectamente, pero, aún así, no son capaces de “dar lugar” a estas sensaciones nuevamente en una “experiencia”.


Aquí volvemos a lo de siempre: “[...] sin sensibilidad no nos sería dado ningún objeto, y sin entendimiento ninguno podría ser pensado. Pensamientos sin contenido son vacíos; intuiciones sin concepto son ciegas” (Kant, I. Crítica de la Razón Pura).


Kant, que era de todo menos un tarado, dio con un principio epistemológico que, se sea de la corriente o escuela que se sea, incluso aunque no se sea de ninguna, como es mi caso, no deja de estar vigente ni de constituir, si se sabe también comprender, un principio ético, primero con uno mismo, que es donde comienza eso que llaman ética (y su único origen posible), y posteriormente con esos tipos que se mueven ahí fuera y de quienes presumimos un mundo cognitivo, simbólico... los otros.


Este concepto de experiencia viene a decir que tan necesarios son los elementos del mundo, las intuiciones dadas a la sensibilidad, como las categorías, esquemas o principios del entendimiento mediante los cuales, dichos objetos o intuiciones, llegan a formar parte de una experiencia.


De otra forma (para quienes no pertenecen a la logia): En este esquema, tan importante es el “sujeto” de dicha experiencia como el objeto “para” una experiencia; ambos constituyen la materia, el sustrato de toda experiencia; fuera de ello no es posible, ni tan siquiera, hablar de experiencia (por ello mismo, suelo recordar(me) que de aquello que no se puede hablar... ya sabéis, lo mejor es estar calladitos, no sea que metamos la pata o la metan hasta el fondo).


Vista desde el esquema kantiano, la agnosia, podría constituir una patología feliz; puesto que, si nuestro cerebro fuera capaz de regenerarse, mediante nuevas sinopsis neuronales que sustituyan a las que han sido dañadas, podría volver a experimentar el mundo y nuestras vivencias otra vez “por vez primera” (sueño, como sabéis, de un fenomenólogo); aunque resulte paradójico. Pero resulta que no es así. Es cierto que en un cerebro pueden darse nuevas conexiones neuronales que sustituyan a otras antiguas y que nuestras sinapsis tienen una capacidad regenerativa mayor de la que habíamos pensado, pero una cosa es eso y otra regenerar toda una región del cerebro. Si existiera un programa cerebral (por llamarlo de alguna forma) para aprehender todas nuestras sensaciones, puesto que nuestro sistema perceptivo (el del agnósico, me refiero) continúa intacto, lo lógico, lo intuitivo, es que dicha regeneración fuera posible y nuestro volver a empezar en la experiencia sería un hecho, pero no lo es.


Resulta evidente, cada vez aún más, que, siguiendo el esquema kantiano, ese sujeto experiencial es producto de las mismas experiencias que, como sustrato, la/lo componen.


Resulta evidente que percibir es “mirar”, que para mirar no basta sencillamente con “ver” ni que sentir es la consecuencia necesaria de un “roce” cualquiera.


Todas nuestras experiencias van conformándonos como sujetos del mismo modo que, conforme ganamos en ella, conforme nos convertimos en sujetos experienciales, dichas experiencias no son nada, mera ceguera, un exceso de luz, de sensaciones que no pueden ser abarcadas sin más o prescindiendo de esa experiencia/sujeto que las abarque. Se trata de un sistema que se retroalimenta en constante feedback; cuando se ve anulada una de las partes, la otra no recibe respuesta y el sistema queda clausurado.


La agnosia es lo opuesto a otros casos clínicos mejor conocidos: el de quienes, tras perder uno de sus órganos, continúan “sintiendo” su presencia. En este caso, tenemos un recuerdo perceptivo carente de percepción; con el agnóstico tenemos una percepción sin recuerdo, que no puede ser “pensada”, vivida, y que, por ello mismo, no es percibida.


Guarda la agnosia similitudes con la amnesia común (y no deja de resultarme triste que la amnesia sea algo común), en cierto sentido, digo. La amnesia es la pérdida, parcial o total, de la memoria, no siempre ligada a alguna alteración física o neuronal; en muchos de los casos, suele ser un hecho traumático, dañino, en cierto sentido interno, lo que provoca el “olvido” de determinados acontecimientos. Lo particular de este caso es que, dicho recuerdo no ha sido olvidado en el mismo sentido que el agnósico olvida los objetos que no reconoce, ya que el amnésico, suele tener una reacción determinada frente a objetos concretos o con cierta carga semántica que, de alguna manera, remedan aquello que, de forma inconsciente, trata de ocultar. En este sentido es en el que observamos, también, que -del mismo modo que el agnósico-, cuando se ven modificados nuestros recuerdos de un cosa (objeto/sujeto), bien sea tergiversándolos, negándolos, etc., nuestra percepción de la misma varía; no se anula, ya que no solemos tener la desfachatez de “olvidarlos” y hacernos pasar por agnósicos, de modo que no podríamos reconocerlo (existen casos, y no estamos hablando de agnosia, pero, menos mal, no son el pan de cada día), pero sí se modifica. Las razones por las que un sujeto “modifica” su recuerdo de un objeto y así cambia la percepción del mismo son variadas y mejor que recurráis a un psiquiatra si de verdad os interesan.


Ya sé que debería hacérmelo mirar, pero ayer, bajo una gran nevada que, de alguna otra forma logró despejar los nubarrones que me acompañan de un tiempo a esta parte, venía pensando en todo ello. La memoria, nuestra memoria, no está más que hecha o modelada con barro (muñecos de nieve) y nuestra percepción del mundo, es inevitable, pasa por esos filtros de barro que creemos esculturas de mármol (que se deshacen con los primeros rayos de sol o con unas pocas gotas de lluvia).


Así de inestable es ese mundo por el que algunos daríamos la vida.


Así de inestable es nuestra percepción del mundo.


Hace ya unos meses que le doy vueltas, exageradamente, al concepto de experiencia, porque comienzo a convenir con Benjamin que la crisis actual que estamos viviendo tiene su reflejo, no tanto en un empobrecimiento de nuestra experiencia, sino en la necesidad de dar con una nueva forma de experiencia capaz de abarcar el mundo y las relaciones en las que, dentro del mismo, estamos obligados, por necesidad o deseo, a inscribirnos.


Un concepto de experiencia que haga justicia a la memoria, honesto con lo que ya-no-es y delicado con todo presente; ajeno a proyectos futuros que nublen ese estar-ahí cada día más insoportable; respetuoso con la diferencia; amante, por todo esto, de nuestra especie.


Sobre un pavimento inestable y espumoso, bajo aquella lluvia blanquecina y desconcertante, resguardado por un escenario “prodigioso” (el de esta ciudad a la que, no sé por qué, quiero mucho), con cara de idiota y bien acompañado, volvía a casa sabiendo que, quizá, hi ha paraules que gens més són paraules i que hi ha records i sentiments compartits que, malgrat totes les paraules que puguin dir el contrari, no s'obliden i queden, com un substrat, per a embellir el que, per si mateix, mai va poder ser bell.


Yo no quiero olvidar, ni si quiera aquello que quiero (o debería) olvidar.


(Nunca tanto.)


viernes, 29 de enero de 2010

Homo sapiens


El problema de la Ilustración no es la fobia que le tengo a este concepto y lo irritante que me resulta quienes lo esgrimen, para sí o quienes les rodean, o enarbolan; el problema no consiste en el sustrato idealista, en torno al conocimiento y nuestra capacidad para adquirirlo y ponerlo en marcha; el problema... no, no es ése. El problema es que nuestra cultura, tal y como es a día de hoy, nuestra sociedad, nuestro sistema... en definitiva, el campo de juego en el que nos vemos obligados a interactuar, sobrevivir y consistir es el resultado de un proyecto, un sueño hecho realidad; y ya saben los cuatro gatos con insomnio que leen esto que lo peor que nos puede pasar no es otra cosa que la posibilidad de que nuestros sueños puedan, algún día, llegar a cumplirse.


(¿Pensaba en todo esto Goya cuando puso por título a uno de sus grabados El sueño de la razón produce monstruos?)


Quienes son precavidos y saben cómo funciona el juego cuando se juega de verdad, sin cartas marcadas, con la espada sin embotar, comprenden a qué me refiero cuando advierto sobre el cuidado que hemos de tener con lo que soñamos o deseamos.


Ese proyecto al que me refiero no es otro que el proyecto Ilustrado, que, como he comentado ya más de una vez, fue definido por un germano, por el que tengo especial simpatía y admiración, como “la salida de nuestra autoculpable minoría de edad”.


Siempre he pensado que, dejando a un lado que, éste, fuera una de sus precursores, Kant, con estas palabras, estaba refiriéndose a algo que muy pocos comprendieron. Lástima –o quizá fue una suerte- que no llegara a ver el engendro a que daría lugar dicho proyecto: porque el sujeto contemporáneo y el mundo en el que ha de vivir es un engendro y no hace falta salir de casa o de uno mismo para comprobarlo; esto no lo digo yo... Freud no escribió El malestar de la cultura para mantener una cátedra o porque publicar fuera una necesidad para percibir una subvención; Adorno y Horkheimer no se jugaron el tipo gratuitamente, porque lo hicieron –vienen a decir lo que vengo diciendo yo, y os puedo asegurar, es evidente, que suele costarme caro-, cuando publicaron Dialéctica de la Ilustración.


(No, este juego no es gratificante, no genera beneficios, no puedes exhibirlo en el currículo y cuando termina la función el teatro suele estar vacío y en el gallinero, a veces, huele a orina.)


A grandes rasgos, durante la época que los historiadores llamaron Ilustración, surgió en Europa un fenómeno reflejo o paralelo al que estaba sucediendo en el ámbito científico, principalmente en el mundo anglosajón –que, para quienes no se orientan, en aquella época, prácticamente, se ceñía a la isla-: el surgimiento de comunidades científicas, comunicadas mediante publicaciones o intercambio epistolar, donde el trueque de conocimientos, el entusiasmo por “conocer” la naturaleza de manera distinta a como se había venido haciendo y la disposición divulgativa hizo que, en doscientos años, se avanzara más en algunos campos que en los últimos ochocientos. Del mismo modo sucedió en el ámbito de las ciencias sociales (avant la lettre): se trataba de aquéllos que tomaron el testigo de los anteriores studia humanitatis y cuyo proyecto, más allá de la adquisición de conocimientos, estuvo orientado a la “construcción” de una sociedad ilustrada, basada en el divulgación, la educación y el intercambio de conocimientos. Con estas herramientas, pensaron, podrían forjar un Hombre nuevo, que, a su vez, levantaría, sobre sólidos cimientos una sociedad fraterna, libre e igualitaria. Todos hemos visto la película; su eslogan también es conocido por todos: Piensa por ti mismo; atrévete a saber.


No, no es un mal desafió; incluso es capaz de despertarme cierta ternura cuando escucho su melodía –porque yo también la tarareé en su día-.


Podría esgrimir varias razones para echar por tierra dicho concepto y el ilusionismo de su proyecto (he hablado varias veces sobre estas razones; de hecho, creo que siempre hablo de lo mismo), podría hablar de la muerte del sujeto cartesiano, del sujeto ilustrado, del sujeto moderno, en definitiva; podría hablar, recurriendo a cierta terminología de la sociolingüística, la lingüística evolutiva o del desarrollo, cómo nuestras concepciones sobre el pensamiento no son más que eso, conceptos, espejismos o imágenes que nos gusta encontrar cuando vamos a mirarnos al espejo y con las que nos sentimos cómodos, como con un pantalón viejo que ya hemos hecho a nosotros; podría hablar sobre el desarrollo de nuestro cerebro, del vínculo que dicho desarrollo mantiene con nuestro entorno social y de cómo todo ello supuso, supone cada día, la adquisición de múltiples formas, por parte del sujeto, para modificar su conducta... Podría hablar de muchas cosas sobre las que se supone, pre-juicio ilustrado, dada mi “formación”, tendría cierta autoridad.


Pero os equivocáis, nunca entonces habéis sabido quién soy: no me va la vida en investirme de ésta u otra autoridad.


Realmente, lo que más me irrita de esta polvareda, de esa aura levantada en torno a este concepto no son las lagunas técnicas, teóricas (por no hablar de los hechos) que lo han hecho zozobrar y por las que, hace tiempo, algunos, pedimos a gritos un replanteamiento de todo el sistema sobre el que se asientan nuestras formas de vida; lo que realmente me irrita no es otra cosa que el alto valor de cambio que su pose ha adquirido en nuestros tiempos -porque, dicho de otra forma: no hay sujeto ilustrado, sino individuos que se creen el cuento y lo ejemplifican, algunos con mayor pericia que otros, pero, al final del día, todos los gatos, inevitablemente, son pardos, maúllan si tienen hambre y muestran las uñas y arañan si lo creen conveniente-.


No nos engañemos, tras lo juegos pirotécnicos, las estancias iluminadas y las luces que todo lo pueblan, tras la psique humana, siempre habrá oscuros. Sí, eso digo, tras toda esta iluminación, lo que hay es muy poca lucidez; sobran conocimientos y falta gente que, verdadera y honestamente, de una manera profunda y crítica, sinceramente, quiera atreverse a saber.



PD: Pensar por si mismo no es otra cosa que mirar, cara a cara, con ojos de gato, al pensamiento que acepta el reto de atreverse a saber. Aceptar ese reto acarrea, a corto plazo, más perjuicios que beneficios, pero, a la larga, llega un día en que, al mirarte al espejo, descubres, dichoso, que el traje de gala, hace tiempo, lo olvidaste en algún sitio que ya has olvidado.



(Ahora que miro, suspendido en este cable, sin red que amortigüe cualquier posible caída, a veces echo la vista atrás y me repito, con sorna y orgullo “¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?”. Entonces, con esa sonrisa estúpida que a veces la locura de sabernos realmente vivos es capaz de dibujarnos bajo la nariz, siempre, o casi siempre, me gusta tararear Non, rien de rien / Non, je ne regrette rien”.)




Doncs això, vull pensar que hi ha paraules que gens més són paraules.