sábado, 11 de julio de 2009

Pre-juicios


1. Llego a casa, que comparto con cuatro personas, donde duermo y vivo hace ya más de un año.
2. Dos de mis compañeras de piso hacen sus maletas para pasar el fin de semana en Blanes. Un tercero pasa el verano fuera del país.
3. Acudo a mi habitación, otro compañero, el que quedaba, también tiene sus maletas en el rellano de la entrada, “pasaré el fin de semana en el delta del Ebro”, me dice. Yo lo celebro con una sonrisa y contesto: “yo pasaré los dos días trabajando”.
4. Se despiden unos y otros, pienso, alegremente, en la casa para mí solo durante dos días.
5. Mi compañero, antes de marchar cierra con candado, por primera vez en un año, la puerta de su habitación.
6. ...

Un prejuicio no es otra cosa que un “juicio previo”, una idea pre-concebida de antemano y un axioma a partir del cual se rigen determinadas conductas, en muchos casos, completamente inconscientes. Gran parte de los argumentos u opiniones que esgrimimos a lo largo de un día están basados en prejuicios, el simple hecho de vivir nuestras vidas comunes se sustenta en creencias o axiomas sobre las que, ante su problematización, rara vez seríamos capaces de ofrecer una explicación satisfactoria que las justificase. Sabemos que si nos arrojamos por una ventana, la Ley de la Gravedad nos hará caer al vacío y que el golpe contra el suelo, según las circunstancias, podría ser mortal; eso explica que cuando tenemos prisa por llegar a alguna cita, bajemos por las escaleras o esperemos pacientemente el ascensor y descartemos la posibilidad de arrojarnos ventana abajo, pese a que dudo mucho de que seamos capaces de explicar el fundamento de la Ley de la Gravedad o de “dibujar” todas las ecuaciones matemáticas, junto a todas sus variables, que explican el fenómeno gravitacional. Sencillamente, nuestra conducta está regida por el pre-juicio de que existe tal o cual ley y de que, según esa ley, cualquier cuerpo experimenta una atracción dada por otro cuerpo de mayores dimensiones. En otras palabras: una acción que consideramos completamente racional como es no arrojarse por la ventana para ganar tiempo está fundamentada, salvo el caso de que se sea físico, amateur o de profesión, en un juicio-previo sin fundamento alguno.

¿Cómo es posible que nuestra vida ordinaria, más allá de nuestra percepción de que controlamos nuestros actos y las intenciones que se ocultan tras ellos, esté basada en juicios sobre los que no somos capaces de dar cuenta? Se trata, simplemente, de un principio de economía, por el cual, otorgamos una identidad o establecemos una categorización de los fenómenos, aceptada y generalizadora, que podemos aplicar, indistintamente, ante situaciones y circunstancias variables. Si tuviéramos que dar cuenta, cada vez que desempeñamos cualquier acción, de toda la serie de evidencias o datos objetivos por las que elegimos ésta u otra alternativa, no sería posible el desarrollo de una vida común y quedaríamos paralizados, mudos, en muchas ocasiones, sin saber cómo reaccionar.

Observamos, de este modo, que cualquier pre-juicio requiere de una “identidad” para ser operativo; construimos leyes que rigen los fenómenos físicos para relacionarnos con nuestro entorno natural y construimos identidades, nacionales o grupales, para establecer estrategias de relaciones personales. Sin esos pre-juicios, sin estos pre-supuestos, según el principio de economía antes citado, nuestra vida ordinaria supondría un reto a cada momento y nos veríamos obligados a la toma de decisiones careciendo de la información necesaria para las mismas. Por ello se establecen distinciones nacionales, categorizaciones grupales o sociales, basadas, evidentemente, en estereotipos, que requieren, a su vez, de otras categorizaciones establecidas a partir de la “diferenciación”, lo cual permite, una vez más, afianzar la identidad a partir de la cual, como una cadena sin fin, fue creada la primera identidad o categoría.

Durante la década de los años treinta del siglo pasado, tras la, hasta hace un año, gran crisis del sistema de mercado, las oleadas migratorias, comunes en la historia de nuestra especie, se vieron afectadas por un fenómeno que ejemplifica de maravilla todos estos procesos anteriores. Aquella Europa hambrienta incapaz de producir riqueza y trabajo para sus habitantes comenzó a culpabilizar de la situación a determinados grupos sociales; nuestros vecinos dejaron de serlo para convertirse en ilegales, judíos, homosexuales, disidentes, enfermos... y distinguirse, con nitidez, de las distintas identidades nacionales, a las que, evidentemente, se les presuponía ciertos derechos y privilegios por encima de estas nuevas categorías (siempre y cuando hicieran justicia a esa identidad, por supuesto). Fenómenos como este, desgraciadamente, no contenían, a grandes rasgos, nada novedoso, basta con leer a Michel Foucault o a los miembros de la Escuela de Frankfurt para constatarlo; como hemos visto, cualquier identidad o presupuesto se basa en una diferenciación, subjetiva, por parte de aquello que, quien o quienes, lo establece. Lo triste, en cierta manera, es que, a día de hoy, inmersos en una nueva crisis de la sociedad occidental, las viejas estrategias continúan resultando atractivas. Observamos pre-juicios de identidad y conductas discriminatorias, basadas en estereotipos que abarcan figuras como la del xarnego, el parado, o, simplemente, al inmigrante del sur que, como todos sabemos, son pobres porque trabajan poco y son gandules... sin olvidar al musulmán, al islamista o al asiático, siempre y cuando no jueguen bien al fútbol, por supuesto, en tal caso se los idolatra.

Crucemos los dedos para que las circunstancias, otra vez repetidas, no logren sacar de madre las políticas de normalización lingüística o de educación, las acciones policiales dirigidas hacia determinados grupos sociales, las políticas discriminatorias de desempleo o ayuda social, las de inmigración... Crucemos los dedos, en serio, pues sería muy triste, de veras, ver cómo cierran con llave todas las puertas que me rodean.

“No me fío de los nacionalismos ni de sus banderas, no me fío de los himnos, ni de la historia oficial, ni de sus monumentos, ni de su mística patriotera; me parecen formas larvadas de racismo, petulancia y desdicha. En su nombre se dicen sandeces, cuando no se cometen atrocidades.” (Juan Marsé)