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miércoles, 3 de marzo de 2010

¿Qué fue de aquel ángel de la historia?


“Quien está conmovido por la majestad de la muerte, sólo puede expresarlo a través de una vida en consonancia. Esto no es, naturalmente, una explicación, sino colocar un símbolo en vez de otro. Una ceremonia en vez de otra.” (L. Wittgenstein, Observaciones a La Rama Dorada de Frazer.)




En 1940, a pocos meses de su muerte, Paul Klee da por terminada una pintura que algunos consideran su último cuadro. La obra en cuestión “parece” trazada por un niño; eso sí, un niño triste.

En 1994 tuvo lugar un descubrimiento de gran importancia para la paleoantropología, que, de alguna forma, menoscababa la visión tradicional acerca del pensamiento simbólico y su emergencia en nuestra especie; ya sabéis... sapiens. Se trata de las pinturas rupestres halladas en el interior de una de las cuevas del cañón del río Ardèche, cerca de Aviñón (Francia).


La intuición de Picasso, cuando fue a visitar las pinturas de Altamira (descubiertas muchos antes, en la década de los setenta del siglo xix, y reconocidas como tales mucho después) comenzaba a tomar forma (“Después de Altamira, todo parece decadente”).


Las pinturas de la cueva de Chauvet (toma el nombre de quien, uno de ellos, la localizó), además de constituir un verdadero santuario dividido en con cinco salas, en las que se reparten 147 cráneos de osos de las cavernas (uno de ellos situado sobre una roca en tal disposición que nos recuerda a un altar), 420 figuras de animales representados fielmente sobre la roca en excelente estado de conservación de más de una docena de especies distintas y decenas, en la más profunda de todas las salas, aunque también en las exteriores, de representaciones abstractas, indescifrables..., guardan una particularidad con respecto a las otras pinturas de este tipo descubiertas por todo el planeta: su datación es de hace 35.000 años.


Me explico. Si no me equivoco, alguna vez había comentado que la emergencia del arte de vanguardia en Europa mantiene una estrecha relación con el reconocimiento de que las pinturas rupestres fueron realizadas por nosotros mismos. El hecho de que con anterioridad no fuera así tuvo que ver con la dificultad que hubo hasta los años cuarenta del siglo xx para la datación de este tipo de objetos (y la de nuestros fósiles) y con el hecho de que aquellas “burdas pinturas” no reunían el grado de sapientización que se le presuponía a nuestra especie; en otras palabras, estaba ligado al juicio estético de la época, que, a finales del siglo xix, continuaba siendo figurativo/naturalista.


¿Cuál es el problema con Chauvet?


Que, salvo las de Altamira o Lascaux, que sí contenían representaciones de tipo figurativo o naturalistas (eso sí, creo que no tan bellas ni tan estilizadas), las más antiguas apenas parecían el resultado del trazo de un niño. Este hecho venía a confirmar el esquema evolutivo gradual consecuente con el darwinismo. Altamira con 17 y Lascaux con 20.000 años eran muy recientes; conforme nos adentrábamos en los oscuros siglos anteriores a la historia, las figuras desfallecían en trazos simples, líneas y círculos pictografiados o en petroglifos, y cuando representaban a la figura humana o a algún animal su simpleza no excedía de cuatro líneas con un círculo.


Problema: En Chauvet, no sólo hallamos representaciones figurativas de animales o partes del cuerpo humano (existe una representación de la vagina de la mujer, aprovechando un saliente triangular de la roca, parece, para otorgarle perspectiva, combinada con dos figuras animales), sino que, además, observamos, casi, una obsesión naturalista, zoológica, de las mismas. Las figuras son bellísimas y aprovechan los salientes de las rocas para dar impresión volumétrica. Podría tratarse, por fin, del final prometido de aquella evolución simbólica, que constatara esa progresiva graduación, si no fuera porque estas pinturas están datadas hace más de 35.000 años. Estoy hablando de unas fechas en las que, probablemente, al sur de Europa, principalmente en la península ibérica, todavía sobrevivían los últimos especímenes de Neandertal. Estamos hablando de que los mismos individuos que eran capaces de re-presentar según unos códigos pictóricos que hoy en día nos son accesibles, por alguna razón que se nos escapa y se nos escapará siempre, pictografiaban la palma de su mano sobre la roca o imprimían símbolos o conjuntos de ellos, a la manera de un niño, pocos metros más allá.


Ahora volvamos a Klee.


Quienes defienden ese gradualismo progresivo, argumentarán que los trazos de Klee, también los de Picasso, “parecen” los de un niño, mientras que los que hallamos en las cuevas “son” los de un niño. Esta observación tiene una parte de verdad.


Me encanta la obra de Klee, un artista que no voy a descubrir a nadie, principalmente, porque pinta “como si” fuera un niño; eso sí, como ya he dicho, un niño triste (nunca perdamos de vista que un niño triste no deja de ser un niño). Picasso era otra cosa; aunque también tuvo mucha mejor suerte.


Vayamos por partes y veamos cómo justificaba Klee ese trazo infantil: Era una moda de la época, y me temo que la Filosofía tuvo mucho que ver con ello, aquella obsesión que atraviesa el arte de vanguardia por poner en marcha una epoke conceptual para hallar un momento originario, primitivo o natural, de nuestra representación del mundo. La conciencia lingüística sobre el carácter retórico de todas nuestras acciones, su contingencia como código de signos, dio lugar a esta actitud. Esta tarea solía guardar, en líneas generales, dos momentos: uno destructivo o de suspensión de todos los presupuestos previos que “guían” nuestra percepción y otro constructivo; en algunos casos, para acercarnos a una forma de experiencia originaria, y, en otros, entendiendo, como es el caso de Klee, que dicha experiencia tiene una forma constructiva de lo que no es dado. Se trata, obviamente, de una representación infinita, no delimitada, del mundo noumenal, a partir de la cual, el artista, pero también en otras esferas de la vida, tiene por tarea romper las formas para construir lo que todavía no-es: el mundo como campo de posibilidades y no como una estructura dada e inamovible.


Para ese fin, éste fue el caso de muchos (también su error), debían recurrir a un “lenguaje puro” (ya sabéis qué poco me gustan este tipo de conceptos o expresiones), basado en una gramática primaria (en el caso de la pintura se trataría del punto, el plano, la línea, los contrastes valorativos de color, las relaciones...) que daría lugar, mediante la expresión, a lo “imprevisible” (en el sentido que de ponemos en marcha nuestra maquinaria representacional y significativa desde un punto muerto, un grado cero, y su resultado no podía ser previsto). Klee, de forma aplicada, busca ese lenguaje primitivo donde probablemente, de haberlo, podía encontrarlo: en las pinturas rupestres, en niños y en enfermos mentales. El resultado son obras de pequeñas dimensiones, compuestas por formas geométricas, de contornos bien delimitados, abreviadas o inacabadas, inestables, carentes de centro de gravedad. Tratando de mantener un equilibrio entre el expresionismo y esta reducción analítica de las formas, sus figuras no dejan de referir a objetos del mundo, cuya forma es reconocible, pero cuya disposición, bocabajo o flotando, y color destacan un alto grado expresivo, infantil. Observamos pájaros, peces, flores, barcos, bosques, estrellas, seres extraños, lunas, soles... Todo un mundo onírico al servicio de la expresión y de este lenguaje pretendidamente originario, no violento, que no guarda una relación necesaria con nuestro concepto de verdad, sino con su realidad en cuanto a posible.


Es evidente, y éste es el gran handicap que no pudo soportar ni sortear el proyecto fenomenológico, que no estamos ante la pintura de un niño, sino, como decía, ante la pintura de alguien que pinta “como si” fuera un niño. La obra de Klee no aspiraba –no era tan inocente- a los automatismos no-reflexivos que pretendieron los surrealistas; gran parte, por no decir todas, de sus obras fueron el producto de una ardua labor constructiva y un extraordinario dominio y juego del color. Así lo justificaba él mismo: “Cuando más terrorífico deviene el mundo (como hoy) más abstracto se hace el arte. Un mundo feliz produce un arte que celebra el aquí y el ahora”.


Da la impresión de que Klee se refiere, con esta reflexión, a un principio antropológico del que ya nos dio cuenta Nietzsche: el oscuro hecho de que el orden geométrico conforma una reacción humana ante las fuerzas de la naturaleza, cuando son comprendidas como un caos inabarcable. Pero Klee parece estar diciendo o afirmando una geometría primitiva, un orden apolíneo originario, no reflexivo, venido de la misma naturaleza contra la que se yergue. En este sentido, Klee matizaría este “como sí” afirmando la posibilidad de retrotraerse a un estado de conciencia primitivo, anterior a todo lo demás, a la historia, al tiempo...


Las pinturas de Chauvet muestran, quizá, que todos estábamos equivocados. Quizá también, esas pinturas no sean las de un niño, podría ser que nos hallemos ante el trazado de quienes pintaron “como si” fueran niños. Se equivocaban los antropólogos, se equivocaron las vanguardias (salvo Picasso) cuando creyeron encontrar lenguajes puros, no violentos mediante epoke.


En 1933, Klee pierde su trabajo como profesor en la Academia Estatal de Dusseldorf. ¿Las razones? Era judío, pintor de vanguardia (un arte de degenerados, según la doctrina nazi) y comunista. Lo tenía todo, el pobre, para morir en un campo de trabajo o fusilado. Poco después, en 1935, sufre una enfermedad degenerativa, de la que moriría cinco años después, que no pudo ser diagnosticada (al parecer no se conocía): esclerodermia progresiva. Ya a partir de la década de los años veinte, su obra comienza a recrear un mundo mágico, fantástico, con reminiscencias eminentemente infantiles, pero, en estos últimos años, sus cuadros presentan cuerpos fragmentados, de gruesos contornos; pinturas, cada vez más oscuras, apagadas, muertas.


No podemos dar con la calve sobre el misterio de Chauvet, menos aún sobre el tipo de conciencia de quienes pintaron aquellas figuras en su cueva. Aplicar el principio de Klee nos conduce a especular que la pérdida del naturalismo por parte de aquellos homínidos en sus representaciones pudo estar debida a una catástrofe y explicaría las razones por las que durante cientos de años, sus formas de expresión tuvieron un carácter abstracto, no figurativo, que ya habían alcanzado mucho antes, mucho, de lo que creyeron los darwinistas. ¿Qué suceso horrible pudo ser ése? ¿Qué sucedió en el ámbito de aquella especie cuyo mundo simbólico, ya antes de su colonización europea, había alcanzado un desarrollo de ese tipo?


Ya sabéis... Hay dos hechos, desde un punto de vista histórico, tal y como somos capaces de comprenderlos desde nuestro presente, desde nuestra perspectiva, relevantes: uno fue, como sabéis, la extraña extinción de Neandertal (o su exterminio), el otro fue la radical bajada de las temperaturas en todo el planeta, dando lugar al último pico glacial, que terminó hace apenas 10.000 años.


No comparto, del todo, la apreciación de Klee; la abstracción no es un fenómeno necesariamente ligado directamente al horror que comenzaba a despertar la época, pese a que los movimientos de vanguardia durante el siglo xx así lo estuvieron, sino a la crisis de un sistema de formas incapaz, impotente, ante los acontecimientos; la crisis del arte como institución y la crisis del proyecto ilustrado. Lo relevante del caso es esta mirada postilustrada que trata de desmentir ese carácter lineal y progresivo de nuestra conciencia o de nuestras relaciones simbólicas: aquello que caracteriza a las vanguardias no fue un hecho excepcional, sino un hecho, el fracaso, la pérdida de dignidad de aquello que un día fue digno y naturalizado, que se ha repetido a lo largo de nuestra historia innumerables veces y que, necesariamente, tuvimos que olvidar, para dar por naturalizado, para poder creer los nuevos sistemas de formas resultantes con los que tratamos de sobrellevar ese temor atávico de sabernos náufragos en un mundo perdido y al que nunca podremos retornar.


Quizá, aquellos hombres que dejaron de re-presentar de una manera naturalista aquellos elementos de la naturaleza e hicieron devenir sus trazos en representaciones imposibles, sencillamente, estaban firmando el acta de defunción de una relación previa de tú a tú con la naturaleza, para dar paso a aquella relación mágica-divinizada de la que ha partido nuestra cultura y con cuya crisis ha quedado clausurada.


Quizá los únicos primitivos hemos sido nosotros durante más de 10.000 años y ahora retornamos, como en una macabra espiral, a nuestra humanidad perdida.


Quienes conocen y han estudiado la obra de Paul Klee, no dejan de insistir en que su producción artística, a partir de la ascensión del nazismo y su enfermedad, también influenciado por la pintura africana y egipcia, devino, desde la esquematización de la que partía, en ideogramas. Su último cuadro, Muerte y Fuego, es interpretado como tal y a su carácter expresivo-formal habría que añadir una palabra en clave, oculta: Tod (“muerto”).


No tengo claro que así sea; tampoco me extrañaría que su obra terminara conformando ideogramas como los que presumimos podrían ser algunas pinturas rupestres, con la suerte, en este caso, de que, esta vez, sí conocemos el código lingüístico para su interpretación. Sólo una observación a todo esto, tengo la intuición de que más allá de sus intenciones expresivas (me refiero tanto a las pinturas rupestres como a los últimos cuadros de Klee) o su deriva gráfica, me temo que, con estos signos, tanto Klee como los moradores de aquellas cavernas, más que expresar la muerte o el fin de aquello que nunca podrá volver a ser como fue, es la muerte, entendida como crisis o defunción de lo que necesariamente tiene que ser de otra manera, la que se expresa través estos trazados.


Nunca podremos ser aquellos sujetos de la historia que nos prometieron; en todo caso, no hay más, estamos “sujetos” al devenir de la historia, a su contingencia, a ese carácter imprevisible que hace que, de tiempo en tiempo, todo salte por los aires y unos cuantos valientes, como lo fue Klee, asuman la tarea de volver a empezar reconstruyendo el mundo con los materiales de desecho de una geografía en ruinas y devastada.


Doncs això, habrá que pedir la vez (¿no?).


jueves, 23 de julio de 2009

El mayor desafío

La obra de arte, tras la ya proclamada y no sé si muy evidente muerte del arte, en sentido clásico, también romántico, como sea, resulta, a día de hoy, obstinada y extravagante, cuando no menos insidiosa, puesto que, en algunos casos, nos ofende con su propósito de sentido o, en otros, sencillamente sólo hace barroca referencia narcisista a la misma institución que la sostiene y celebra en torno a un público embriagado por la máxima del arte por el arte, sea lo que ellos quieran que sea aquello que se oculta tras esta categoría que, por ello mismo, adquiere tintes religiosos, elitistas e inverosímiles, cuando no simplemente estrafalarios. Una forma como otra cualquiera de mirarse el ombligo.


Cualquier objeto artístico equivale a un reto, supone un desafío, y por ello mismo es un descaro. Nos mira de frente, nos provoca con su extraña o extravagante sonrisa, con su dramático trazo, y nos amenaza. La amenaza del sentido y el desafío de su ajuste; quizá también la amenaza de su extravío. Instante fugaz en el que nos codeamos, consciente o inconscientemente, con lo más fundamental de cualquier experiencia humana.


A la obra de arte sólo hay dos formas de hacerle frente; que no son más que dos formas de rendir pleitesía a esta misma institución que, desde el púlpito, nos arenga sobre nuestras formas y maneras según tendencias. Una primera es el embelesamiento: nuestros sentidos se dejan llevar, como la hoja caída en otoño, por una cascada de sensaciones que se confabulan hacia el sentido y el sujeto que ha de interpretar queda embaucado (en y por el sentido). Una segunda es la suspicacia: nuestra autoconciencia lingüística desmantela los juegos retóricos/semióticos que hacen posible y edifican los caminos, múltiples e incognoscibles de antemano, más allá de toda justicia, del sentido: mera autocomplacencia. La vieja tradición sólo tuvo el reto epistemológico de privilegiar uno sólo de estos caminos del sentido: el del sentido adecuado. La muerte del arte se certifica y escenifica cuando la obra misma y su progenitor toman conciencia de la capacidad del signo, o cualquier otro objeto que funcione como tal, para generar caminos de sentido, tantos como sujetos dados a la interpretación o acuerdos previos hubo para asfaltar alguno de ellos. De modo que el arte, tras firmar su acta de defunción, derivó en juego semiótico y, con descaro, nos reta: Aquí estoy; ahora, interprétame. Visto de esta manera, al arte, en su ocaso, sólo le queda esta estrategia: la denuncia de sí mismo, y cualquier objeto artístico que aspire a serlo sólo alcanza a presentarse de este modo: Yo soy un engaño, una mera ilusión, ¿a que no descubres cómo lo he hecho?


Con este panorama tan halagüeño, travesía en el desierto, final y principio de la infancia, el objeto artístico carece de valor según las categorías tradicionales –se distancia de la naturaleza; jamás tendrá noticia de aquello que sea lo bello...- y ya no es más que objeto de consumo según las reglas del mercado frente al que su institución juró fidelidad hace ya algunos años. Tras lo cual, la única salvación que le resta es la de su apertura al sentido autoproclamándose mero “signo”. Éste es el único gesto honesto capaz de salvar el arte como práctica e institución: la capacidad que ha de tener el objeto artístico para “proponer” múltiples e inesperados sentidos, para “diferir” su capacidad de sentido extrapolándose a otros contextos donde nosotros, sujetos, nos encargaremos de preñarlo nuevamente de sentido; la confirmación del signo como algo capaz de representar cualquier cosa más allá del sentido impuesto y del momento de su constitución, prometiéndonos una eternidad mundana, empalada en la historia, sumida en las cosas. Cualquier alternativa que trascienda esta práctica, o bien desconoce la muerte del arte o bien sólo busca acicalarse ante el espejo para encontrase con lo que ya de antemano sabe que ha de encontrar.


Esta actitud ante el signo como material poiético, fuera cual fuera su clase o estatus, dispuesto a engalanar lo mundano con su trazo, anunciándose como signo, paradójicamente abierto en el hermetismo con que se nos presenta como tal, fue pensada por autores como Walter Benjamin (“Karl Kraus. Hombre universal” en Sobre el programa de la Filosofía futura y otros ensayos) o Roland Barthes (La muerte del autor, Sobre la lectura, De la obra al texto...); pero con diferencias. La pérdida del aura, tema recurrente en el ensayista alemán, alterna en sus escritos con distintas actitudes: en algunos casos como una forma de desacralización del objeto artístico o, en otros, plagada de nostalgia por lo perdido. Por lo que se refiere a Barthes, esta conciencia o actitud estaban vinculadas a una vía hermenéutica de enfrentarse al texto literario a partir de una determinada teoría del signo lingüístico. Lo que ambos supieron percibir, dado el nuevo marco teórico, fue una cualidad originaria, en un sentido primario, aunque no evidente, del signo como huella o incitación al sentido, a partir de la cual, cualquier teoría literaria o estética, cualquier hermenéutica del texto, debía renunciar a sus aspiraciones, a la promesa platónica del sentido adecuado, y abrirse, como posibilidad, a la excentricidad de sentido, cuya condición es, ahora, lo que para las teorías precedentes fue su mayor handicap: la inconmensurabilidad que se yergue ante nosotros cuando se nos presenta el signo como huella de un sentido que no nos pertenece; al que no sabemos darle uso. Por esta razón, Benjamin proponía “arrancarlo” de su contexto y “destruirlo” para resignificarlo en diversos contextos; darle una nueva oportunidad. Con esta actitud, de ninguna forma, estamos siendo “justos” con el texto que, como un cadáver sin facciones, se nos ofrece y, como un mal bebedor, nos desafía sin rubor: Léeme si puedes; atrévete a entenderme. La justicia, en este asunto, es con nosotros mismos y con nuestra maltrecha condición creadora; con esta actitud estamos dando paso al niño que, en el fondo, todos somos.


Si observamos las pinturas rupestres que “plagan” el territorio europeo (las hay, en realidad, por todo el globo), como las de Altamira, Lascaux, Font de Gaume o Chauvet, podemos contemplar “más de cerca” este fenómeno y la “justicia” que se halla tras el gesto de Barthes o Benjamin. Estas manifestaciones, artísticas, religiosas o de la índole con que se las quiera tildar, en un principio, no fueron, ni siquiera, reconocidas como tal ni atribuidas a nuestra especie actual. En primera instancia, según la concepción figurativa del arte en el momento en que fueron “descubiertas” (siempre estuvieron ahí, a la vista de quien se adentrara en la caverna; no cabe hablar de descubrimiento, sino de justicia, recuerdo o memoria), fueron atribuidas a un ancestro nuestro que no había alcanzado el grado cognitivo o de sapientización que se le presupone al artista o a quien es capaz de habitar un mundo lingüístico común. Pronto, ahora sí, descubrimos que aquellas pinturas tenían algo en especial; curiosamente, tal reconocimiento coincide con la eclosión de los movimientos de vanguardia. Comenzamos a pensar que aquellas imágenes y símbolos tenían un significado: constituían una huella hacia el sentido y, de alguna manera, nos “hablaban” desde el pasado. El propio Picasso quedó maravillado cuando las contempló en persona y fue consciente de que esas, con anterioridad, “burdas representaciones” eran el resultado de una voluntad creadora de sentido muy consciente de las condiciones de recepción, percepción o interpretación de un signo. Porque, en verdad, aquellas imágenes eran fabulosas, algunas extraordinariamente bellas y todas, en su conjunto, testimonios de una técnica o rituales asociados a su producción. A partir de ese momento nació la fiebre, platónica, por supuesto, por descodificarlas, traducirlas, por leerlas e interpretar, aprehender, su sentido. Los extraños símbolos que encontramos en las grutas, sabemos, nos están vedados, no hay Rosetta para este caso, pero aún continuamos preguntando por su sentido general, por el hecho de que una serie de individuos, cuyas vidas pendían, cada día, de un hilo, fueran capaces de adentrarse con simples antorchas o rudimentarias lámparas de aceite por aquellas grutas para hallar en la roca una imagen a partir de la cual, mediante pigmentos, representar fauna, seres o escenas de todo tipo. ¿Rituales religiosos? ¿Espacio de comunicación de un mundo simbólico? La representación, como sabemos, en muchos casos puede reducirse al simple graffiti que un turista deja junto al monumento para decir: yo he estado aquí. Y algo de todo ello tienen aquellas pinturas, pero también es cierto que esas imágenes no están en lugares públicos y accesibles, se encuentran en lo más intrincado de aquellas grutas, a decenas de metros, sin iluminación natural... ¿A qué correspondía aquel impulso? ¿Cuál era su función? ¿Podemos desentrañar su sentido? No lo sabemos, tampoco lo sabremos; el instinto de representar habla sobre nuestra capacidad, infantil, creadora y del juego en torno al cual se construye un Yo, pero no hay, porque es inconmensurable, ningún código a partir del cual podamos “traducir” aquel lenguaje al nuestro (a decir verdad, no hay código posible para confirmar que la comunicación entre individuos sea un hecho); la función que aquellas pinturas cumplía dentro de sus clanes resulta inexplicable, imposible, del mismo modo que lo sería para alguien completamente ajeno a nuestra civilización interpretar los cuadernos de escritura de un infante en su primera etapa escolar. Lo curioso, el hecho en sí, es que, pese a ello, somos capaces de plantear hipótesis de sentido: damos un sentido religioso al fenómeno, atribuimos cualidades totémicas a determinadas representaciones, algunas más figurativas, otras completamente abstractas, de aquellas imágenes. En verdad, todas esas figuras, han estado siempre ahí, antes incluso, como ellos sabían -porque ellos, igual que nosotros ahora, las pusieron; si no las hubieran buscado no las habrían visto, como nosotros a ellas-, de ser expuestas con pigmentos; y todo este tiempo, de olvido, también lo han estado, esperándonos para poder desafiarnos, una vez más: Atrévete a interpretarme... (si puedes).


¿Hay alguien que no sea lo suficientemente infantil como para rechazar este reto?