miércoles, 24 de marzo de 2010

El final de la Historia... y la tarea del pensar


Leo uno de los textos de vejez de Martin Heidegger (un tipo no muy popular y terco, pero demasiado lúcido como para dejarlo de lado y sumarme al murmullo), un texto breve, escrito cuarenta años después de Ser y Tiempo (un proyecto descomunal con el que trataba de restaurar y consolidar a la Filosofía como garante de todas las ciencias, además de resolver el fundamento o la base de todos los problemas a que su práctica había dado lugar desde su origen), y que siempre me ha resultado desconcertante, porque reconoce, aunque de forma velada y no del todo (era un cabezón), que había estado equivocado y que debía rectificar, pero aún así no modifica su discurso ni pone en suspenso el “método” con el que él pretendió, en su momento, hacer Filosofía (en mayúsculas, en este caso, claro).


Se titula El final de la filosofía y la tarea del pensar y comienza así:


El título nombra el intento de una meditación que se queda en pregunta. Las preguntas son caminos para una respuesta. Ésta consistiría -en el caso de que alguna vez se accediera a ella- en una transformación del pensar, no en un enunciado sobre un contenido.


Resultan complejas (y os las ahorro) las razones por las que un tipo que pretendía restaurar la práctica de la Filosofía como Ciencia fundamental (para ser sinceros, nunca reconoció directamente el fracaso de aquel proyecto y nunca cejó en su empeño; era un obstinado) concluyó por afirmar que ese pensamiento crítico, ese discurrir que interroga a aquello que le concierne, y también lo de más allá, no tiene, no puede, tener por objeto una respuesta efectiva, un contenido predicativo: un conocimiento medible; aquello que aportan nuestras preguntas es una modificación del sujeto que las enuncia y recorre el camino que, ese interrogar, presupone como búsqueda, no del objeto, sino de la transformación de quien cuestiona este acaecer del objeto en nosotros. (Por favor, que no venga ningún new age tocando las maracas a buscarle sentido religioso, trascendente o panteísta a esta idea, que ando embarazado y tengo demasiadas angustias como para sumarle una real.)


Sí, este cabrón antisemita y totalitario podía decir cosas muy interesantes y extremadamente lúcidas; pese a todo.


El texto se articula en base a dos preguntas (no dejó de ser alemán hasta su muerte y el esquematismo de sus textos guarda isomorfía con la lengua en la que pensaba); la primera de ellas, ¿En qué sentido ha llegado la Filosofía a su final en la época presente?, explica en qué sentido la Filosofía, con mayúsculas, como digo, había sido coronada como madre todas las ciencias (lo cual es cierto, todas las ciencias modernas no eran más que materias de estudio base para el desarrollo de la Metafísica), en base a que su objeto de estudio no era un objeto concreto, como los objetos concretos de cada una de las ciencias particulares, sino ese objeto abstracto, y que engloba a todos los demás, que es el ser-objeto (sí, siento decepcionaros a muchos, la Filosofía nunca ha tenido como objeto explicar qué es el Bien, la Justicia o la Belleza -con la Semana Santa llegan las profesiones de mayúsculas-, estas preguntas eran secundarias; la Filosofía siempre ha pretendido dar con la respuesta a una pregunta fundamental -¿Qué es Ser? ¡Con dos huevos!- que, una vez resuelta, podría, a su vez, arrojar luz sobre estas otras preguntas parasitarias). Como digo, el tipo es terco como una mula que quiere morir en mitad del asfalto, así que, en vez de admitir que la Filosofía, como práctica y como discurso, ha llegado a su final (porque la tarea de la Filosofía no puede ser resuelta, porque busca algo que no existe, un agregado lingüístico, y a lo más que podemos aspirar es a un “tanteo” científico-técnico, cuantificable, de los fenómenos ya desvestidos de esencia noumenal), lo que hace es afirmar que la Filosofía, como saber, se ha realizado, aunque desplazada por la perspectiva científico-técnica, y que aún le queda una tarea; que no es otra que la tarea del pensar.


Así, la segunda pregunta que estructura el texto, ¿Qué tarea le queda reservada al pensar al final de la Filosofía?, tiene un sesgo que a nadie (al menos a quienes pertenecemos a la logia y juramos en ritual no descubrir sus secretos -¡Va, a mí me echaron por transgredir la mayoría de las normas-) se le escapa: por una parte, lo que está haciendo es reconocer que la Filosofía, como práctica, ya no tiene sentido, que sólo hay lugar a la tarea del pensar, pero, por otra, con ciertos sesgos, atribuye a esta “nueva tarea” la cualidad de ser auténtica Filosofía. Ya digo, testarudo hasta el final.


Todo esto no es interesante para casi nadie; lo relevante del texto, aquello que lo hace digno de mención y a Heidegger un tipo muy lúcido, es la descripción/prescripción de esta “forma de pensar” y que él mismo reconoce extraña: "De entrada, la idea de una semejante tarea del pensar resulta ya extraña: ¿qué clase de pensar es ese que no puede ser ni metafísica ni ciencia?".


Ya os digo, él intenta, todo el tiempo, mostrar cómo esta forma de pensar o de entender el pensamiento constituye una “nueva forma de filosofar” (no es así, pero da igual; sí, la Filosofía es una práctica anacrónica, muy propia del espíritu humano, pero ya sabéis, muerta la humanidad, se acabaron sus despojos). Repito, lo interesante es esa idea de “pensar” que está esbozando de pasada en el texto. Cuáles son sus cualidades:


i) Es un pensamiento precario, provisional; lo que quiere decir que es temporal, ligado al momento y circunstancias que lo envuelven, atento con ellas, que puede ser modificado, que no representa una autoridad y que renuncia, en definitiva, a esas aspiraciones de eternidad.


ii) Ese pensamiento “no quiere ni puede predecir ningún futuro”; sin fundamento (un fundamento es algo, un axioma, un hecho, a partir del cual se sigue un argumento, válido en todo tiempo o época: universal) carece de legitimidad para fundar, no puede (no quiero) presentarse como proyecto (una coordenada no es un mapamundi en cuatro dimensiones).


iii) No es un forma de conocimiento (el conocimiento es una forma de establecer relaciones cuantitativas para cosificar un fenómeno con la intención de darle entidad, carácter objetual, en una conciencia), sino, en palabras de Heidegger, una forma de “ponerse en guardia”; en guardia frente a esquemas o relaciones (inadecuadas) previos, heredaros; en guardia en el sentido de tenir cura, como dicen en catalán, del estado de cosas presente, a la mano.


Éstas son las cualidades de una nueva forma de pensar y, de alguna manera, de estar-ahí, donde nos toca (no allá, donde quisiéramos o nos quisieran). Como digo, Heidegger, después, se obstina en hacer ontología y se empeña en demostrar que este pensar, de alguna forma, alcanza una ontología esencial que tengo el grandísimo gusto de omitiros para no extenderme más de lo que ya estoy extendiéndome (a grandes rasgos, dirá que aquello que en cada presente precisa, nos demanda, esa atención, muestra, como un claro en el bosque -die Lichtung-, una verdad fundamental oculta en su aparecer-ahí –resulta imposible explicarlo sin recurrir a esta aparato conceptual, y eso que trato de ser lo menos técnico que puedo-).


Y por qué vomito aquí esta perorata. Pues en primer lugar porque me aburro, últimamente tengo mucho tiempo, no se me quita el frío y ésta es una manera tan digna como otra cualquiera de hablar solo. Pero también porque, bien mirado -si se lo sabe mirar-, si se le presta atención, con esta forma de pensar (que no es una idea exclusiva de Heidegger, sino que tenemos variantes de ella en casi todas las escuelas y pensadores europeos del siglo que se nos fue, aunque con una orientación radicalmente distinta a la suya), por más que le pese al gerifalte germano (a él le horrorizaría), se desprende un nuevo concepto de “lo político” que, de forma paralela, ya estaba desarrollando Hannah Arendt y que podría ser completado o redondeado, si no hubieran suicidado a Benjamin, que estaba en vías de desarrollarlo, dos guardias civiles con las manos manchadas de atún en la frontera española, con un concepto de experiencia radicalmente distinto a las formas de experiencia instituidas con el proyecto ilustrado (deudor de otras tradiciones con las que tampoco os aburro).


Éste es el mayor reto que le queda a nuestra generación, el mayor desafío de nuestro ahora: dar por concluida la Historia y ser capaces de salvaguardar nuestro tiempo, custodiar esa memoria que los acontecimientos presentes proyectan como estrategia agónica por alcanzar un sentido, atender esa indeterminación que le es propia a esta actitud que no puede ser ya, con los últimos estertores de la Historia, pasada por alto, dejada de lado, sin endeudar o hipotecar el tiempo futuro de las generaciones siguientes, de quienes, según otro tiempo, tomarán el testigo y reemprenderán nuestra tarea: la tarea del pensar; pensar como forma de significar; pensar como manera de dar forma a lo que es informe y perecedero; pensar, en definitiva, como voluntad estética, creativa, ante cada nuevo desafío con el que cualuier ahora nos sobresalta.


Del mismo modo que cada manifestación artística no ha sido más que una actualización del impulso dionisiaco por crear nuevas formas de belleza, de melancolía, de justicia... La tarea del pensar trasciende el campo del conocimiento, lo sobrepasa y se desprende de su carga efectiva, de sus límites infranqueables y del proyecto que lo engloba, para constituirse como una forma o actitud indeterminada de determinar parcial y provisionalmente el ahora, haciendo de la Historia humana un monumento estético y no un relato teleológico, siempre enfocado hacia lo que ha de venir; atendiendo a lo que somos como especie, a lo que fuimos y, quizá, a lo que nunca podremos ser, sobre lo que no sabemos ni podemos saber, ni tenemos derecho a determinar, cómo será.


Cada época ha de “improvisar” un mundo nuevo, cada instante requiere ser pensado por los sujetos que lo comprenden. Es algo que nos debemos a nosotros mismos; se lo debemos a quienes nos precedieron, a ese cúmulo de cadáveres despojados de dignidad, esperanza e ilusión que tanto espantan al ángel de la historia y cuyo eco todavía puede ser escuchado; se lo debemos a quienes nos pedirán, con derecho, cuentas mañana y cuyas voces se solapan, sin distinción, con este eco insoportable, que no es otro que la voz del ayer con el timbre del mañana y la sed insaciable del ahora.




¡Salve!