jueves, 5 de noviembre de 2020

Sobre lo esencial (Enterrar a los muertos)


En una ocasión leí en algún sitio que no es posible alcanzar un conocimiento completo sobre la Vida, sobre la existencia o la conciencia de estar-vivo, si antes no se tiene una idea concreta, una comprensión amplia, sobre la Muerte. Por aquel entonces, creo recordar, esta paradoja me resultó falaz, pues moraba convencido de la que Muerte constituía un límite, un fin, y no un acontecimiento inherente a la Vida. Era, en todo caso, mucho más joven y vital (que no vitalista –quizá sólo se pueda ser vitalista a cierta edad: cuando se comprende que ambos conceptos, vida y muerte, se requieren–) y, supongo, todavía no me había atrevido a leer a Heidegger. No lo sé. Ha pasado el tiempo y el tiempo corroe ese relato sobrevenido al representarnos las cosas y en cuyas costuras nos advertimos a nosotros mismos. Y es que, este hecho, el papel que juega la representación de la muerte en nuestras vidas, en nuestra conciencia de estar vivos o en nuestra experiencia de celebrar la vida, es algo velado, que se oculta en la propia experiencia de lo vivido.

 

La Vida se resiste, por ello mismo, a ser pensada una vez comprendemos la antinomia: toda vez que es mirada se transfigura y se nos muestra, fenoménicamente, como algo yerto, como un objeto manoseado por el entendimiento: un cadáver. Tratar de aprehender la Vida de esta forma sería tan infructuoso como el intento del zoólogo por conocer la vida salvaje de una especie mediante la observación de uno de sus especímenes encerrado en la jaula de un zoo.

 

Paradójica, o trágicamente, sucede algo parecido con la Muerte: carecemos de una experiencia de la muerte y nuestro conocimiento de la misma, nuestro acercamiento a ella, es esa experiencia de la no-experiencia en el otro, el ausente: el amigo, el familiar… que ya no está; la voz que ya no te reclama. Por esto, en nuestro acercamiento a la Muerte no podemos tratar a ésta como fin, puesto que la Vida continúa con la ausencia-presente del difunto y la muerte se nos (re)presenta como algo intrínseco a la Vida y no distante o ajeno a ella. La muerte es la única de nuestras vivencias que trasciende la Experiencia porque, en este caso, sí constituye un límite para ésta; sin embargo, en base a esta certeza, la de la Muerte, pergeñamos una vivencia que no es más que pura proyección intelectual: una forma de anticipación, de estar preparado u orientado-hacia-la-muerte. Como acontecimiento, se resiste a cualquier forma de comprensión fenoménica: un cadáver, algo tan poco significativo como las raíces de un árbol hueco hundidas en la tierra.

 

Ambas, Vida y Muerte, están tan imbricadas, se requieren de tal forma, que se nos hace imposible pensarlas por separado. Sólo así se comprende este obsesión/intuición de Heidegger tras sustituir al sujeto trascendental kantiano por un existenciario cuya condición de posibilidad era la toma de conciencia del ser-para-la-muerte. No era en todo caso un desvarío existencialista su estrategia, pues la relación ontológica que establecerá en Ser y Tiempo tiene como punto de partida el ser-para-la-muerte y esta necesidad se determina en términos kantianos, como puede observarse también en los Prolegómenos al concepto de tiempo.

 

Ahora sé que es cierto: que gracias a la Muerte somos tal como somos y, posiblemente, mucho mejores de lo que cabría esperar; porque se habla, por lo común, de la Muerte como una suerte de contrapartida de la Vida, y nada se habla, o se soslaya en todo caso, la posibilidad de la Muerte como enseñanza y equipaje para la Vida.

 

La Muerte nos hace más humildes y nos revela cierto sentido ante la Vida cuando tomamos conciencia de la extrema fragilidad e inevitable finitud de la existencia. Porque sabemos que algún día nuestros cuerpos y la constelación de objetos, conceptos y relaciones que los contextualizan serán meros cadáveres acumulando polvo en forma de fotografías, nombres lejanos o vagas referencias sin importancia. Porque todo cuanto nos rodea, el orden de cosas al que dimos nombre, se desvanecerá y apenas quedará testimonio de ello. Quizá por todo esto comenzamos a amar, como respuesta a la certidumbre de la Muerte, como manera de rebelarnos ante ella, como forma de encumbrar lo irrepetible; quizá porque hemos de morir nos dispusimos a amar a aquello que ha de morir. Y quizá, también por amor, comenzamos a temer y a transponer la Muerte, para diferenciarla de la Vida; infantil aspiración de eternidad.

 

Ha sido así desde entonces, desde nuestros inicios, que despedimos a nuestros muertos en base a un ceremonial que es una forma de reivindicación de la Vida: ataviados con los objetos y rasgos que en vida constituían su identidad, tratando de remarcar su singularidad, el carácter irrepetible del finado; el punto de no retorno. La familia, los amigos, la comunidad… interrumpen sus “vidas”, detienen sus labores para centrar su atención en este acontecimiento que nos une a todos: un destello que se desvanece, el otoño helado o el árbol que deja de dar sombra. Sólo en ese momento son conscientes de la impenetrable singularidad que representa la existencia, su belleza, y la fragilidad de los lazos que nos vinculan a la misma.

 

Cuando se omite esta reflexión ligada al periodo de duelo se está traicionando la memoria de los muertos, pero también se está cometiendo traición a la existencia misma; de nada vale escudarse en la Vida o en su continuidad. No basta con un pebetero ni con un ceremonial florido para hacer justicia a la montaña de cadáveres que los últimos meses acumulan.

 

La Vida, yo lo creo, carece de sentido e indagar sobre estas cuestiones te abre a caminos que sólo conducen al monolito. Pero sí creo que hay determinadas cosas que se nos hacen esenciales porque al renunciar a ellas estamos también renunciando a una parte de lo que somos. Es esencial, lo ha sido, enterrar a los muertos. Es esencial interrumpir el curso de lo cotidiano para velar y despedir, recordar una vida, rendirle tributo. Es esencial proteger a nuestros mayores para dilatar este momento. Cualquier pueblo, civilizado, hace estas cosas.

 

 

Barcelona, noviembre de 2020