domingo, 26 de abril de 2020

Sobre la Distancia


Las salidas a Río Seco siempre tuvieron algo de epopeya. Así son los recuerdos. Pocos cielos se asemejan a aquel cielo mío de la infancia: aquel soberbio infinito turbio, hecho jirones, que nos deslumbraba con su aguacero de luz prominente y doraba nuestros hombros e iluminaba la imaginación. En esto piensan los poetas poco antes de morir.

Me recuerdo descalzo y a oscuras, con un pertrecho a la espalda, tanteando torpe y furtivo en la despensa enrejada que exhalaba ese vaho tupido e incorrupto de ñoras, especias y pescado en salazón. Cubríamos la distancia entre el pueblo y Río Seco en nuestras bicicletas como quien parte a un lugar lejano, dispuestos a la aventura, el orgullo en la frente, sorteando cada desafío con una explosión de risas histéricas y la expectación puesta en cada curva de aquel sendero franqueado por cañizales. Y allí, en Río Seco, la nítida experiencia de la Vida, campaba salvaje, en la dulce y agreste conciencia de ser arcilla en bruto, de ser materia informe, por las orillas de un arrollo cuyo bajo e incierto caudal desembocaba a duras penas en el Mediterráneo.

De las cruentas fechorías y batallas en Río Seco, nada se ha contado. Nos lanzábamos cañas, como jabalinas certeras; trepábamos por el tronco de un eucalipto, de raíces vencidas hacia su cauce seco, rojizo y pedregoso, para saltar a sus aguas y emboscar al enemigo; torturábamos lagartijas al sol bajo la norma de un ritual atávico que nadie supo nunca cómo formular; pintábamos nuestros rostros de barro y danzábamos al compás de la pulsión de aquellos cuerpos escuálidos que, movidos por elásticos resortes, se estremecían en un gesto de descomunal gratitud hacia la Luz… Tras la batalla, vencedores y vencidos compartían su comida y dormitaban a la sombra mirando al cielo con insolencia, con esa desfachatez propia de cuando apenas se tienen doce años. Y en el camino de regreso, un campo de girasoles nos saluda al paso y figuras encorvadas, pináculos de boinas negras, tras las primeras casas del pueblo, negaban con la cabeza, nuestras hazañas en Río Seco. Y a la puerta de casa, los brazos de mi abuela y sus labios repetidos y aquello de ven-mi-vida-de-dónde-sales.

Muy atrás quedó aquel pueblo y aquellos amigos, que nunca volví a ver; esa especie de neblina, hecha de imágenes, olores, palabras ahora comprendidas, en mi recuerdo; un remedo de arcadia de la que no se tiene la certeza de si fue real.

Por esto me embarqué en un viaje confuso, hará algo más de tres años, durante mi última estancia en Murcia, subido a un autobús vacío, por carreteras comarcales, el corazón en un puño y la triste intuición de que hay tiempos, vidas, que no es posible recuperar por la distancia. Tras dos horas largas de viaje el autobús me arrojó a una desolada plaza embaldosada, presidida por una fuente sin chorro; como otras tantas de cualquier pueblo de costa: estanco, sucursales de banco, restaurantes y un bazar de playa. Tardé varios minutos en lograr orientarme y encontrar algún accidente geográfico duradero que se adecuara a mi recuerdo. El amplio y monótono paseo marítimo, en nada se parecía a la estrecha franja adosada por la que divagaron nuestras ilusiones y expectativas hacia la vida; hasta que me di de bruces con el barranco que cerraba la Cala Pequeña y algo que había dormido durante décadas, dentro de mí se despertó. Corrí, sin darme cuenta, sorteando a los pocos transeúntes, por esa calle inclinada, y ahora asfaltada, que llevaba a la casa; al doblar la esquina, encontré un triste edificio de seis pisos. Apenas quedaba alguna de aquellas casas encaladas de planta baja con visillos en las que ahora se anunciaban una pizzería y una dudosa oficina de cambio de moneda. Por mucho que tratara de orientarme, aquel pueblo ya no era el pueblo de mi recuerdo; ni tan siquiera el trazado de sus calles se asemejaba en nada al mapa mental que ahora veía tan nítidamente. Buscaba algún rostro familiar, algo, cualquier cosa que certificara aquel tiempo perdido; pero, tras más de una hora deambulando por aquellas calles me di por vencido. A punto estuve de volver a la plaza y subir al primer autobús que me devolviera a Murcia, pero soy demasiado tozudo y, llevado por una falsa inercia, bajé de nuevo hacia el paseo marítimo y emprendí viaje bordeando la costa, en dirección a Río Seco.

El pueblo, el nuevo pueblo, se extendía mucho más allá de donde yo imaginaba. Los campos aledaños habían sido urbanizados por hileras de dúplex regulares; sobrepasé, incluso, un centro comercial y, cuando apenas llevaba veinte minutos caminando, me encontré con un paseo repleto de palmeras y terrazas con ese aspecto abandonado que adquieren estos lugares en temporada baja. Desembocaba en unas escaleras que conducían a la playa, lo remonté aturdido, con los ojos vidriosos; en cada manzana podía leerse el letrero “Rambla del Río Seco”. El paseo desembocaba en una plaza ovalada, rodeada también de edificios de mediana altura y enverdecida por palmeras y una zona de juegos; me detuve a la sombra a fumar un cigarrillo mientras observaba jugar a unos niños, sentado en un banco. Al punto de marcharme, un viejo que andaba aparatosamente apoyado en un bastón fue a sentarse en ese mismo banco que yo me disponía a abandonar y comenzó a darme conversación; así que me volví a liar otro cigarrillo y me quedé charlando un rato con él: parloteaba sobre la infancia y los miraba con envidia, casi con más cara de niño que ellos mismos. Pasado el rato, eché la vista al reloj y le di a entender que ahora sí tenía que marcharme; hizo un comentario resignado sobre la juventud. Me detuve, de pie, frente a él y le respondí que ya no era tan joven; él me miró, de pasada, y se echó a reír. Enseguida, mudó el gesto y, pensativo, observando la tierra que removía con la punta de su bastón, dijo para sí: Siempre que llueve se lo lleva todo. La lluvia –aclaró, al tiempo que levantaba de nuevo la cabeza–, ¿sabes? Y los muy imbéciles cada año se echan todavía las manos a la cabeza cuando baja la riada. –Ya, lo sé; aquí hubo un río. Enarcó las cejas, con atención, como si no me hubiera visto hasta entonces. Quién te ha contado que aquí hubo un río. –Nadie –le respondí–, yo lo vi; cuando era como aquellos críos. Yo soy el niño de la Ángeles. ¿De la Ángeles, tú? La Ángeles no tuvo hij... Su rostro se descompuso y comenzó a mirarme como si estuviera viendo un fantasma. Miré hacia otro lado. –Vivo en Barcelona, desde hace muchos años. Aturdido, como si ya no estuviera en esa plaza, sentado en ese banco, repitió: Barcelona. –Ahora sí que tengo que marcharme, he de coger el autobús a Murcia; en un par de días vuelvo a Barcelona. No respondió, lo vi conmocionado y yo no estaba mucho mejor; incliné la cabeza a modo de saludo y comencé a andar. No llevaba dos metros cuando escuché a mi espalda: Te recuerdo, zagal; ella… –Lo sé –no le dejé terminar y continué andando, para aplacar el llanto, que contuve todo el paseo de regreso. Durante esos minutos, y los que continuaron en autobús, daba vueltas a lo relativa que es la distancia, en cómo lo que es un viaje y toda una aventura, para un niño, se convierte en un paseo corto para un adulto; y en cómo, lo que está muy lejos, puede volver de improviso para abofetearte en la cara y se hace aún más presente que todas aquellas cosas que te rodean. Pensé que, la distancia, como dice la canción, es el olvido y que la memoria, siempre, tarde o temprano, te juega malas pasadas y es imposible huir de ella. Pensé que no hay distancia, que somos nosotros quienes, inútilmente, tratamos de huir de ella, abriendo brechas y estableciendo distancias que, con cualquier despiste, se estrechan. Y también pensé, al vomitar todo esto, que la vida, hoy más que nunca, está en otra parte.

Madrid, abril de 2020