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martes, 1 de junio de 2010

Revancha o muerte


Siempre he pensado que, de todas aquéllas, son dos las ideas más horrendas, peligrosas y eficaces –aunque su rentabilidad siempre es relativa- a que ha dado lugar la cultura occidental. Éstas eran las ideas de Dios (uno y único) y la moderna idea de Patria. En nombre de ambas se han llevado a cabo las mayores aberraciones planificadas que ha sido capaz de cometer nuestra especie desde el mismo momento en que el bosque del que surgimos comenzó a transformarse en la sabana en la cual comenzó esta historia –probablemente la historia más grandiosa que pudiera contarse y que nunca podrá ser contada, porque tras el Hombre olvidamos a sus protagonistas.


Me equivocaba; las ideas no son más que una excusa, un simple ardid del que nos valemos para justificar o dignificar, según se mire, las razones por las que somos capaces de hostigar, vejar, humillar y asesinar a un pueblo o un grupo de personas, indefensas y en clara desigualdad, cualquiera.


Podemos parapetarnos tras nuestras razones


(“[...] la razón de la sinrazón que a mi razón se hace [...]”)


pero, en el fondo, tras nuestras ganas de matar o nuestras matanzas, televisadas o no, sólo se esconde el miedo.


(... y aun todavía es así.)


Ante una amenaza cualquiera, de entre todas las estrategias que podemos observar en la naturaleza, los mamíferos superiores, por lo general, responden a dos patrones de conducta concretos: la huída o el ataque. Llevamos jactándonos varios siglos de que a estas dos estrategias nuestra especie ha añadido una variante: la comunicación o interacción con el objeto o sujeto del cual parte la amenaza sentida con el fin de resolver la oposición; en definitiva: la dialéctica.


¿Qué tipo de lenguaje podríamos utilizar con un chico de dieciséis años que presenció siendo niño cómo una bomba de mortero o un edificio sepultaba y mataba, de forma arbitraria, caótica y negligente, a su única familia? ¿Con qué lenguaje podremos persuadir a una persona que, tras estos acontecimientos, la única vida que conoce es el Estado de Excepción, fraguado en el odio, por entre cloacas y túneles fronterizos, malviviendo del contrabando, y la represalia siempre jadeando tras su nuca?


Hay días en que pienso que, pese a caminar erguidos, construir una estructura simbólica como es el lenguaje y realizar complejas actividades especializadas, no deja de haber un mamífero superior en nosotros que, ante la amenaza, o en defensa de sus intereses, sencillamente, huye, si no se ve capaz de salvar el pellejo, o lucha, a vida o muerte, con su contrincante. Y, como todos sabemos, el vencedor legará sus genes e instituirá los mitos.


Sin duda, tras el complejo juego de intereses que gira en torno al conflicto en Oriente medio, se halla una lógica aún más cruda, eso sí, más sofisticada, humana hasta los huesos: esas gentes no pueden alcanzar el reconocimiento y gestionar una legalidad y un ejército propio; son hijos del odio y ningún pueblo sabe mejor que el hebreo que ese odio sólo se sublima matando.


Hace poco más de un año, el ejército que representa al estado de Israel, volvió, una vez más, a bombardear indiscriminadamente la Franja de Gaza; la legalidad internacional lo permitió, también, una vez más. Por cada soldado o civil hebreo muerto en esta contienda que se extiende años en el tiempo, familias y poblados repletos de palestinos son desalojados, ocupados o asesinados. Éste es el lenguaje de la legalidad internacional; la misma lengua, el silencio, que escuchamos hace cuatro años cuando el mismo ejército bombardeó el sur del Líbano.


Hace apenas dos años, las bolsas de todo el mundo se desplomaron, arrastradas por una caída en Wall Street. Los inversores de medio mundo habían estado jugándose nuestro futuro como les da la gana y contaminaron, con sus inversiones, a la banca mundial. Toda nuestra generación ha quedado hipotecada de por vida, socavando el poder adquisitivo de la clase media europea y retrotrayéndolo a índices de mitad del siglo pasado. La legalidad internacional ha guardado silencio y cerrado filas para sostener lo que ha día de hoy comienza ya a ser insostenible.


Dentro de este estado de cosas, lo político ha dejado de constituir un ámbito de acción ciudadana para transformarse en una forma de vida, profesionalizada, y en la institución mediante la cual el mismo estado de cosas se parapeta y perpetúa. Los gobiernos ya, hace mucho, dejaron de representar a la ciudadanía para trabajar en la defensa y mantenimiento del mismo sistema que los sostiene.


Ha hecho falta que el ejército de Israel golpee y dispare contra cuatro oenegistas para que Naciones Unidas convoque de urgencia a su asamblea y los países miembros llamen a consultas a sus embajadores. Estos cooperantes obtendrán pasado mañana una nueva plaza con la que seguir viajando a cuerpo de rey por el mundo sosteniendo, brazos en alto, banderas de colores, mientras mañana y pasado, las familias, los niños que corretean descalzos jugando con pistolas por las calles sin asfaltar de Gaza, continuarán muriendo, arrojando piedras tras el muro, nutriéndose con arroz cocido cada día y prometiendo a Alá aquello que sólo quienes carecen de futuro son capaces de prometer: revancha o muerte.


Tenía toda la razón Walter Benjamin al escribir que “No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de una barbarie”, puesto que sí, la Historia, desde su inicio, ha sido, como vemos, un texto escrito con sangre; la sangre de los olvidados, de quienes murieron haciendo cola por un pedazo de pan con su cartilla en la mano, de quienes nunca fueron retratados para la pinacoteca real; la sangre de los mismos que nunca comprendieron las extrañas lenguas de sus verdugos ni el silencio que envuelve a la matanza.


Su agonía, como digo, siempre queda enmudecida por el rugido de los festejos nocturnos de los vencedores en la noche sobre el campo de batalla. Esa misma agonía que, como un murmullo, a veces podemos escuchar en el tupido e intrincado bosque de la memoria cuando, por fin, calla el silencio.




(“... y yo escogí la enfermedad

y escogí el frío

pero no equivocaré,

no equivocaré el camino.”)



* (Fotografía) Reuters.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Sóc una nació!


Resulta triste y en algún grado, indeterminado, terrorífico, a día de hoy, observar manifestaciones o exaltaciones patrióticas, no exentas de histeria, similares a las que pudimos observar no hace mucho en el continente europeo; más aún cuando, tras lo sucedido quedó planteada cierta voluntad de renunciar a nuestra propensión maniquea para dar paso a la pluralidad y a la diversidad que nos corresponde, como especie biológica y como sujetos sin aura trascendental. No comprender esto constituye una involución, en el pensamiento y en la historia.


El caso del Estado español, en el marco europeo, es buena prueba de ello y quizá pueda sentar cátedra dentro de unos años. Las distintas identidades o sensibilidades, amparadas en determinadas tradiciones culturales y lingüísticas son caldo de cultivo para una nueva forma de intolerancia y exclusión, comienzan a inocular el germen para una sociedad enferma (neurótica) cuyo conflicto social en los años venideros está de sobra anunciado.


Vallamos por pasos y relatemos esta realidad para dar con esta cualidad enfermiza y denigrante, in-moral, del espíritu nacional como forma de identidad.


A nadie le pasa por alto que, a día de hoy, la aplicación de una política lingüística –algo que escapa a la naturalidad de lo que es una lengua viva, cuya cualidad orgánica la hace someterse a variaciones en el uso e intercambio que sus hablantes, los ciudadanos de a pie, los más inocentes, hacen de ella- carece, en todas sus aplicaciones, de las intenciones o argumentos esgrimidos para llevarla a cabo. Un estado, y me refiero a Cataluña, que se declara en su estatuto –que es su ley fundamental- bilingüe, en modo alguno, puede menospreciar, marginar o excluir una de sus lenguas. Un estado que afirma su bilingüismo no puede menoscabar el derecho de sus ciudadanos a utilizar una de esas lenguas. Un estado que “privilegia” el uso de una de esas lenguas sobre la otra es un estado enfermo; puesto que, si esa realidad es bilingüe, carece de sentido la normativa que excluye a los no catalano parlantes, también llamados ahora “castellanos”, como denominación lingüística, no geográfica, eufemismo público de xarnegos –en privado continúan llamándonos así-, de sus instituciones.


Pero adentrémonos aún más en esa realidad, auscultemos qué hay tras esa política lingüística, escrutemos el tumor de esta sociedad. No hace falta ser Foucault, en modo alguno requerimos de una amplia investigación bibliográfica, no es requerido el título de sociólogo. Tecleemos en Google el nombre de cualquier empresa catalana o afincada en Cataluña o salgamos sencillamente a la calle y busquemos el nombre de sus trabajadores, de su staff. ¿Sí, límpiense bien el cristal de sus anteojos, no es una broma? Pueden probar con diez empresas, con veinte... con todas. Sus directivos se apellidan Castell, Pols, Subirats... y sus administrativos, personal de limpieza, encargados de cartería... sí, Gutiérrez, Heredia, Hernández... –cualquier excepción confirma aún más la regla-.


¿Acaso quiere decir esto que la política lingüística de la Generalitat, presidida por un xarnego hipócrita y vendido por treinta denarios de plata, no es más que una excusa para privilegiar a los hijos de la burguesía catalana?


(Hay cosas que no se pueden decir, y no me refiero al ámbito de la metafísica wittgensteiniana –a quien, por cierto, esta política lingüística le haría vomitar-.)


Las razones son sesgadas y el maniqueísmo está servido: nos acusan de opresores, de no amoldarnos ni respetar su afrancesamiento de panfleto de clínica dental y, en los últimos tiempos -¿a alguien le suena esta canción?- de “robarles” puestos de trabajo. Pero lo cierto es que, en estos últimos treinta años, quien ha chantajeado con su llave parlamentaria, con su saco de votos cautivos, al Estado español ha sido la Generalitat de Cataluña –de igual modo que la Lehendakaritza, aunque, todo hay que decirlo, éstos, lo que ponen sobre la mesa son muertos- y todo por una cuantas monedas, por una serie de juegos de competencias, cuyas políticas internas estaban destinadas a la puesta en marcha –y su consecuente despilfarro económico- de puestos de trabajo para catalano parlantes –pobres hijos de Sarria y Pedralves-; provocando políticas desiguales entre comunidades, incoherencias flagrantes e inoculando un odio visceral entre su población –mucho menor hace treinta años- hacia los “inmigrantes” (entre los que encontramos “personas” nacidas en su territorio). Mientras las filologías clásicas han desaparecido de los currículos universitarios, una lengua que apenas habla más de un millón de habitantes es estudiada por un amplio número de personas. Evidentemente, hay que asegurarles puestos de trabajo a los aplicados niños para que paguen sus pisos de diseño y sus estancias en París, Roma y Marrakech -porque si no sufren mucho en verano los calores del estío-; de eso, se encarga adecuadamente la policía lingüística, presta a denunciar a aquellos empresarios que no se someten o carecen de medios para aplicar la normativa. Todos ellos futuros funcionarios empleados en oficinas de “normalización” lingüística. Ése es el tumor que comienza a enquistar la sociedad catalana: la diferenciación como base para fundamentar su identidad, la atribución de una serie de cualidades a quienes se "resisten" -o no se pliegan- a su estilo, a quienes no comparten una de sus lenguas –porque no olvidemos que, a día de hoy, los catalanes son bilingües en un marco legal, ideal, pero no en su realidad (basta darse un paseo por Cornella, Hospitalet, el Clot...- o a quienes no han nacido con su denominación de origen o habitan más arriba de la Diagonal.


No está lejos, quizá, el día en que estos pobres oprimidos, aupados en volandas por sus brazo político, levanten alambradas en determinados barrios o municipios periféricos para erradicar, de una vez por todas sus miedos a que sea un xarnego quien mancille el nombre de sus hijas. Tiempo al tiempo.


Cuatro imbéciles con banderas preconstitucionales y camisas azules son fascistas; doscientos con la señera, histéricos, enseñoreando su odio, sus estómagos saciados y sus barretinas de terciopelo son baluartes de la libertad mientras declaman, a voz en grito, som una nació. La misma melodía interpretada con distintos instrumentos.


A mí, que me registren, jo sí que sóc una nació.