Que hubo mañanas
amarillas
que abrazado a la
acogedora luz
amanecías en tu
cama
maravillado por el
simple declinar
del momento, de saberte vivo.
¿Acaso lo
recuerdas?
*
Tu memoria está
cosida, sin remedio, al estilo de estas palabras que a veces repites
cuando te sorprende el canto de sirenas del amanecer y tú te amarras
a la noche sin fin (desafiando este agravio), por imágenes de
paraísos perdidos, retazos de Vida demasiadas veces mal remendados.
Mientras tanto, días y
paisajes inhóspitos se suceden, como este cielo plomizo de agosto,
en que me detengo a observar mi rostro reflejado en los estanques del
Parc del Guinardó, frente a la plaza del Nen de la Rutlla; como
inhóspita es la imagen, poco cabal, que me devuelven sus glaucas
aguas: un ser extraño, de mirada herida -hay quien dice que hechizada-.
Hubo días, antes, en
que no hacía otra cosa que mirar a los ojos y emborracharme de
ideas, brindar en su nombre y experimentar con tantas fugaces y
escurridizas combinaciones como posibilidades semánticas nos deparó
la inocencia: vivía en un mundo-hacia-el-mañana, muy distante de
este ahora en que sólo encuentro casa con quien puedo
compartir derrotas e intercambiar cigarrillos.
(¿Acaso no era Lacan
quien decía que un discurso no es más que la proyección obsesiva
de nuestros propios síntomas?)
Vivimos un tiempo
inhóspito, que sólo ofrece lugar a la disidencia como forma de
heroísmo.
Pocas otras formas de
heroísmo sobreviven.
La mía es enfrentarme
a esta luna, y al recuerdo de sus pasos cansados, que acompasaba al
ligero jadeo del fuelle amplio de su pecho; el recuerdo de unos ojos
diminutos, oscuros y redondos, tras las lentes, que hablaban por sí
solos.
Y con cada luna, yo
busqué en todas las esquinas de cualquier ciudad una mirada, una
sola mirada, que fuera capaz de hablar(me), de expresar por sí
misma, algo inefable. Pero siempre acabaron por llamarme degenerado.
Todo eso fue antes, no
ahora, que la juventud me dio plantón (sin avisar) y pienso
la Vida en términos probabilísticos.
El error, mi mayor
error quizá, fue no haber sabido darme cuenta.
Y repasas tus días,
claro, cuando esta absurda cojera te permite caminar como a ti te
gusta; pues caminar es el mejor remedio para tus males.
¿El último verano de mi juventud?, te preguntabas. Y maldices por no haber sabido tomar conciencia, por no haber tenido su lucidez (la de Jaime G.B.). El último verano de nuestra juventud fueron aquellos días de la Costa Brava con
Helena. Ella llevaba un sombrero horrible y conducía con terquedad
adolescente, y yo un bañador prestado, descamisado, con unas gafas
de sol de matón-de-barrio, aún más horrendas que el sombrero de
Helena, compradas a un senegalés en el paseo marítimo de Cadaqués.
De haber sabido darme
cuenta, no hubiera subido al coche de Helena para
anunciarle de regreso a Barcelona que aquél fue el
último verano, que ya nunca volveríamos ser jóvenes, que en aquellas aguas, o extraviadas en alguna de las agrestes calas de la Costa Brava, el tiempo haría añicos la furia y el relámpago que un día me vieron nacer a la Vida, que nunca más volvería a gritar y sollozar a las estrellas como aquella noche en que la luna era inmortal y el firmamentos un espejo turbio sin pulir, hecho añicos. Que ahí acababa todo. Que lo demás no era si apenas un epílogo.
Quiero creer que hubiera optado por establecerme allí, dejado crecer
barba y comenzado a fumar en pipa,
y ensanchar mi espíritu,
con los
ojos ebrios de mar.
Pero no. Al parecer la historia fue que ambos
volvimos a Barcelona, yo para sacrificar mi juventud por un puñado
de sueños que no eran más que imágenes de otro mundo; un mundo,
ese mundo, para el que fuimos concebidos y que ya no-es.
Ahora,
se nos ve vagar como espectros por las calles entre desalmados
turistas, voraces de vertiginosas experiencias, porque ya no
pertenecemos a este mundo.
Quizá
por todo esto, por esa fricción entre mundos que no pueden ser
conciliados; por ese chasquido que produce el pedernal cuando es
golpeado contra la piedra... ellos, que sí son jóvenes -y piensan
la vida en términos posibilistas-, aunque a una cochina bandera
eternamente abrazados, les increpan.
No
lo sé, todo esto lo pienso porque he vuelto a pasar por la plaza del
Nen de la Rutlla y ni rastro de Valentina. Desde mi regreso no he
vuelto a cruzarme con ella y, sin ella, Barcelona, el Guinardó... ni
siquiera yo; nada es lo mismo. Más tarde, caminando por La Salud
todo me ha parecido extremadamente inhóspito. Todo. Y en ello
pensaba, en estas cosas, mientras fumo un cigarrillo observando la
reacción de los rebaños de turistas en dirección al Parc Guell, al encontrarse con una pintada en la pared que reza: Dear
tourist: balconing is fun!
Barcelona,
7 de agosto 2017