domingo, 13 de agosto de 2017

Inhóspito

Que hubo mañanas amarillas
que abrazado a la acogedora luz
amanecías en tu cama
maravillado por el simple declinar
del momento, de saberte vivo.

¿Acaso lo recuerdas?


*
Tu memoria está cosida, sin remedio, al estilo de estas palabras que a veces repites cuando te sorprende el canto de sirenas del amanecer y tú te amarras a la noche sin fin (desafiando este agravio), por imágenes de paraísos perdidos, retazos de Vida demasiadas veces mal remendados.

Mientras tanto, días y paisajes inhóspitos se suceden, como este cielo plomizo de agosto, en que me detengo a observar mi rostro reflejado en los estanques del Parc del Guinardó, frente a la plaza del Nen de la Rutlla; como inhóspita es la imagen, poco cabal, que me devuelven sus glaucas aguas: un ser extraño, de mirada herida -hay quien dice que hechizada-.

Hubo días, antes, en que no hacía otra cosa que mirar a los ojos y emborracharme de ideas, brindar en su nombre y experimentar con tantas fugaces y escurridizas combinaciones como posibilidades semánticas nos deparó la inocencia: vivía en un mundo-hacia-el-mañana, muy distante de este ahora en que sólo encuentro casa con quien puedo compartir derrotas e intercambiar cigarrillos.

(¿Acaso no era Lacan quien decía que un discurso no es más que la proyección obsesiva de nuestros propios síntomas?)

Vivimos un tiempo inhóspito, que sólo ofrece lugar a la disidencia como forma de heroísmo.

Pocas otras formas de heroísmo sobreviven.

La mía es enfrentarme a esta luna, y al recuerdo de sus pasos cansados, que acompasaba al ligero jadeo del fuelle amplio de su pecho; el recuerdo de unos ojos diminutos, oscuros y redondos, tras las lentes, que hablaban por sí solos.

Y con cada luna, yo busqué en todas las esquinas de cualquier ciudad una mirada, una sola mirada, que fuera capaz de hablar(me), de expresar por sí misma, algo inefable. Pero siempre acabaron por llamarme degenerado.

Todo eso fue antes, no ahora, que la juventud me dio plantón (sin avisar) y pienso la Vida en términos probabilísticos.

El error, mi mayor error quizá, fue no haber sabido darme cuenta.

Y repasas tus días, claro, cuando esta absurda cojera te permite caminar como a ti te gusta; pues caminar es el mejor remedio para tus males.

¿El último verano de mi juventud?, te preguntabas. Y maldices por no haber sabido tomar conciencia, por no haber tenido su lucidez (la de Jaime G.B.). El último verano de nuestra juventud fueron aquellos días de la Costa Brava con Helena. Ella llevaba un sombrero horrible y conducía con terquedad adolescente, y yo un bañador prestado, descamisado, con unas gafas de sol de matón-de-barrio, aún más horrendas que el sombrero de Helena, compradas a un senegalés en el paseo marítimo de Cadaqués.

De haber sabido darme cuenta, no hubiera subido al coche de Helena para anunciarle de regreso a Barcelona que aquél fue el último verano, que ya nunca volveríamos ser jóvenes, que en aquellas aguas, o extraviadas en alguna de las agrestes calas de la Costa Brava, el tiempo haría añicos la furia y el relámpago que un día me vieron nacer a la Vida, que nunca más volvería a gritar y sollozar a las estrellas como aquella noche en que la luna era inmortal y el firmamentos un espejo turbio sin pulir, hecho añicos. Que ahí acababa todo. Que lo demás no era si apenas un epílogo.

Quiero creer que hubiera optado por establecerme allí, dejado crecer barba y comenzado a fumar en pipa,
y ensanchar mi espíritu,
con los ojos ebrios de mar.

Pero no. Al parecer la historia fue que ambos volvimos a Barcelona, yo para sacrificar mi juventud por un puñado de sueños que no eran más que imágenes de otro mundo; un mundo, ese mundo, para el que fuimos concebidos y que ya no-es.

Ahora, se nos ve vagar como espectros por las calles entre desalmados turistas, voraces de vertiginosas experiencias, porque ya no pertenecemos a este mundo.

Quizá por todo esto, por esa fricción entre mundos que no pueden ser conciliados; por ese chasquido que produce el pedernal cuando es golpeado contra la piedra... ellos, que sí son jóvenes -y piensan la vida en términos posibilistas-, aunque a una cochina bandera eternamente abrazados, les increpan.

No lo sé, todo esto lo pienso porque he vuelto a pasar por la plaza del Nen de la Rutlla y ni rastro de Valentina. Desde mi regreso no he vuelto a cruzarme con ella y, sin ella, Barcelona, el Guinardó... ni siquiera yo; nada es lo mismo. Más tarde, caminando por La Salud todo me ha parecido extremadamente inhóspito. Todo. Y en ello pensaba, en estas cosas, mientras fumo un cigarrillo observando la reacción de los rebaños de turistas en dirección al Parc Guell, al encontrarse con una pintada en la pared que reza: Dear tourist: balconing is fun!


Barcelona, 7 de agosto 2017