miércoles, 17 de mayo de 2017
Aventi fundacional
El niño juega con sus
gusanos de seda sentado en el suelo de la terraza. Construye
abstraído una casita con palillos finos de madera para guardar los
capullos, antes de que éstos rompan y emerjan las palomas. Aunque
prefiere los gusanos a las palomas, que siempre escapan de la caja de
zapatos y mueren a los pocos días, vive ansioso a la espera de que
éstas pongan sus huevos, cientos de ellos, y nazcan, minúsculos,
blanquinegros, los futuros y diminutos gusanos que alimentará con
hojas de morera que recoge por los alrededores del Romea o en el
jardín de San Esteban.
El niño todavía no lo
sabe, pero está a punto de entrar en la Vida por la puerta de atrás.
De improviso, su cuerpo
se eleva y es zarandeado como un muñeco de trapo; apenas logra
desentrañar, una vez más, el sentido de esas palabras que, desde
que tiene uso de razón, sabe preludio de nuevos golpes. Antes de que
todas las imágenes que alcanzan a su mente se fundan en un estallido
multicolor de docenas de luces que brillan hasta desvanecerse en su
conciencia como estrellas en el cielo oscuro, antes de que su cráneo
golpee y rebote contra el pilar de la pared, antes de todo, el niño
jugaba a construir una casita para sus gusanos de seda.
Cuando todo termina, el
niño reposa catatónico en el suelo con la mirada fija en su caja de
cartón, volcada, mientras los gusanos de seda escapan a la misma
velocidad que sus pensamientos. A un costado, quebrados, los palillos
de madera con que construía la casita para los gusanos. Respira
pausado y se complace en la calma que siempre sigue a estos
episodios. Siente que de esta forma ya ha pagado su deuda, que los
golpes son el precio a pagar por el hecho de estar ahí, de existir.
Piensa que la existencia se reduce a eso: a un ciclo brutal tras el
cual todo queda en paz, al menos durante unos días. Cree que es
sudor lo que baja por la nuca y empapa su camiseta. No presta
atención, se concentra en los gusanos, los anima en su huida. ¡Huid!
¡Huid! Uno de ellos se le acerca y comienza la ascensión por su
pie. El niño lo mira, nota el cosquilleo, que le devuelve una
sonrisa espontánea, inocente, una carcajada de niño, e inclina la
cabeza para verlo en su ascensión.
La imagen que quedó en
el recuerdo del niño guarda cierta similitud con algunos fotogramas
o secuencias del cine surrealista. Un gran gusano de seda, grueso y
moribundo, con sus anillos negruzcos como insertados en la carne
blanca, teñido en sangre, que recta por las falanges del pie.
El niño, ya hombre,
evocará esta imagen a menudo, a lo largo de centenares de noches en
blanco, el resto de sus días.
El niño enseguida
perderá el sentido y, cuando despierte, como hasta ahora, será
incapaz de comprender todo lo que sucede a continuación.
El niño no sabe
encajar la expresión en el rostro de los doctores cuando examinan su
cuerpo. Tampoco adivina quiénes son esas dos mujeres sin bata que le
hacen preguntas en el hospital cuando se marchan los médicos. Menos
aún comprenderá lo hablado con aquella otra mujer mayor que lo
trata con cariño y lo observa con tristeza y a la que tendrá que
visitar en su despacho durante los próximos días. El niño,
también, se siente desorientado, cuando es su padre quien le
implora. El niño no comprende nada. El niño ya ha nacido a la Vida.
A partir de entonces, sólo tratará de comprender.
Días más tarde vuelve
el desconcierto. El niño es llevado a una gran habitación con
bancos de madera, en cuyo fondo, más elevado, se sienta el hombre
vestido de cuervo, que habla y pregunta, y ante el que todos callan.
El niño mira asustado la bandera y la foto enmarcada de un Rey que
hay a la espalda del hombre-cuervo. El niño escucha y escucha y por
fin llega el momento en que el hombre-cuervo le hace esa pregunta. El
niño ha aprendido lo que ha de responder. El niño sabe que todos en
la sala le miran, el niño siente todas esas miradas clavadas en él
y toda esta situación le hace sentir culpable y le sobrepasa. Hasta
que al fin, el niño logra decir lo que ha de decir. Y toda la sala
se despierta en un murmullo de voces, y vuelven esas dos mujeres sin
bata del otro día y siente la mirada agradecida de su padre mientras
se aleja con ellas, que le cogen de la mano. El niño, todavía no lo
sabe, pero sale de esa sala casi transformado en un hombre.
El niño es llevado a
casa de un familiar cercano: una mujer mayor, de la familia de su
padre, que podría ser cuanto menos su abuela. El niño teme a las
mujeres: son agresivas e inestables, cambian de parecer o de ánimo
muy a menudo; cuando esto sucede, el niño es golpeado con inquina, luego le piden disculpas y el niño las acepta. Pero
ella no es así y el niño descubre, comprende y conoce, durante unos
años, otras facetas de la Vida que hacen que ésta merezca la pena
ser vivida, y a estas sensaciones se agarrará el resto de sus días
cada vez que la imagen de ese gusano trepando por su pie le borra el sueño. Descubre el
sabor de la leche espumosa y recién ordeñada cada mañana,
enturbiada por unas gotas de café; sabrá de caricias y besos dados
de forma inesperada, porque sí, en cualquier momento del día, pero,
sobretodo, al llegar la noche, sobre la cama; saborea la brisa salina
de las mañanas de verano en las orillas del Mar Menor golpeando su
rostro, y la suavidad tibia del agua, puesta en cubos al sol desde
primera hora, con que ella le quitará la arena del cuerpo en el
patio trasero de la casa antes de la comida. El niño olvida su
pasado y se reconcilia con la Vida.
Pero ésta es ingrata
(el niño, ya hombre, lo sabrá y lo dirá) y una mañana, ese mismo
niño, descubre que la muerte arrebata el espíritu a las cosas, que
quedan yertas, sobre un lecho, como figuras de cera. Una vez muertas,
ya no hablan, no respiran ni te pinchan al besar, pues ya tampoco
besan. Y el niño llora por primera vez lo que nunca había llorado,
tanto que le duele, que siente que vomitará el estómago y los
pulmones, desgajados, saliendo por su boca; y caminará solitario por
la orilla de la playa; y evitará el paseo iluminado y bullicioso; y
responderá sí y no, y nada más.
El niño, ahora sí, ya
es un hombre, cuenta aventis y se hace acompañar de
noveluchas manoseadas. De él dicen que es mala compañía, una mala
influencia: hace novillos, salta por las tapias, fuma a escondidas y,
cuentan las malas lenguas, capitanea un grupo de chicos mayores que él.
Pero el niño sólo cuenta aventis, come naranjas y limones y
fuma ensimismado mirando al cielo con una pregunta entre los labios
que todavía no sabe formular; con el paso del tiempo se hará más
introvertido.
El niño, ahora hombre
y siempre con frío, nunca volverá a conocer un hogar y vivirá en
una diáspora de pisos por toda la ciudad y, más adelante, por otras
ciudades. Querrá ser filósofo y escribir aventis en primera
y segunda persona, como a él le gusta contarlas; y se dejará
acompañar siempre por quienes como él carecen de lugar en el mundo.
El niño, ahora hombre,
cometerá muchas equivocaciones y de todas ellas, las más dolorosas
sobretodo, hará una lección con la que acercarse más a sí mismo.
El niño, ahora hombre,
continúa empeñado en comprender y evita cualquier respuesta
sencilla, y mira a la Vida cara a cara y se encara consigo sin
ambages. Es heterodoxo, políticamente incorrecto, crítico hasta el
desespero, disidente de todos los ismos, enemigo de la doxa
(en cuanto al conocimiento se refiere, no a la acción) y amigo
entusiasta de las cosas pequeñas, de lo que está por hacer y de
aquellos con quienes se cruza en el camino y tiene el presentimiento
de que siempre los ha estado esperando.
El niño, ahora hombre,
aborrece ese fetichismo lingüístico de nuestros días, esa obsesión
reverencial que tienen algunas personas por ciertas palabras, que
(ab)usan o arrojan a su antojo sin medida, arropadas por
quienes jalean o aplauden; personas que carecen de vergüenza, e
insultan a las palabras mismas, restándoles valor y volviéndolas
inocuas cuando de ellas se espera un remedio. El niño, ahora hombre,
sabe que las palabras pueden ser muy peligrosas, pues son herramienta
o phámakon que puede volverse contra uno mismo; más que un
remedio, pueden ser la enfermedad.
El niño, porque ahora
es hombre, enmudece y se encoge de hombros ante las sombras y la
mezquindad de la condición humana. Vela sus penas caminando y
continúa mirando al cielo, siempre en busca de la pregunta, no de
una respuesta; éstas están a ras de suelo. Sólo muy contadas veces
desespera y se deja llevar por el dolor profundo, pero es que el
niño, ahora hombre, también fue niño, por breve que fuera ese
periodo.
Quizá esta sea la
razón por la que el niño, todavía niño, lleva desde hace semanas una pareja de osos panda en el bolsillo y discute consigo,
ahora hombre, por qué no se ha deshecho todavía de ellos y por qué,
a veces, cuando camina por su Barcelona, suele llevarse la mano al
bolsillo, sólo para cerciorarse de que ahí continúan.
Es evidente que el
niño, ahora niño, quisiera un milagro: recuperar la ilusión.
Barcelona,
16 de mayo de 2017