viernes, 31 de marzo de 2017
Antropometría de una sociedad de emprendedores
Puede que, en algún
momento de su existencia, tuvieran el potencial para convertirse en
hombres y mujeres, pero de esto hace mucho, demasiado; tanto, que
apenas si recuerdan el gesto carente de rentabilidad o el efímero
armazón de lealtades y simpatías con que fueron moldeados los
cuerpos inmaduros antes de aposentarse, regios y defraudados, en esa
constelación de relaciones usufructuarias, intereses medidos y
valores en alza o a la baja.
Los de su juventud fueron, si acaso, unos años gozosos, de poco estudio, mucha calle y
algún que otro exceso sufragado con la paga adicional de aquella
abuela elegante y devota que los recibía adormilada en el sillón de
mimbre. Años y noches, es cierto, en que frecuentaron los viejos
cafetines, atraídos por la feliz promesa del hachís y acompañados
por un variopinto grupúsculo de amistades poco recomendables, a
cuyos brazos se abalanzaban como si de verdad estuvieran dispuestos a
vivir, envalentonados por esa amarga pátina de polvo de estrellas
que amortiguaba sus gargantas.
Demasiado a tiempo, sin
embargo, supieron ocupar el lugar convenido, para regocijo del padre
y en honor de ese abuelo difunto que preside la estancia (y los
recuerdos) en marco de plata. Y así la familia y los amigos, con
entusiasmo mercantil, festejan esa presunta y mal encarada mayoría
de edad, como solamente se celebran estas cosas en provincias.
Gracias a la temprana
recomendación familiar, y tras alguna que otra experiencia
recreativa y nada transformadora, les fue dado ensayar, sin más
peligros que el de la obligación de madrugar, el tipo de hombres y
mujeres que llegarían a ser, que de ellos cabría esperar; para
emerger a la vida cotidiana con un peso de costumbres bien arraigadas
y que exhiben sin rubor en cada una de sus facetas, sobretodo en la
cualidad sonora del paso firme, el ademán imperativo y el relicario de altanerías con las que habrían de reconciliarse de una vez por
todas con su estirpe.
Sentados ya a la mesa
del festín y vencidas las ultimísimas resistencias, no son más que
una caricatura de lo que hubieran querido ser o de lo que podrían
haber llegado a conseguir, con tan solo haberlo deseado. Y todo el
cortejo que los alumbra reconoce la conveniencia de ese aire de
familia dado por el amanecer escarchado de sus sienes, la falta de
sueños en los párpados caídos y el peso abultado de sus cinturas,
engrosadas por ese tres per cent de vanidad, diligencia y
falsa compostura.
Un destello de
nostalgia cristaliza muy de vez en cuando en su mirada cuando
observan a sus hijos y alcanzan a comprenden que, del mismo modo,
también ellos devendrán en materia deglutida por el tiempo, tal y
como le es dado a los hijos de Chronos. Pero es sólo un instante,
enseguida vuelven a hacerse cargo de su lugar en el mundo y se
apresuran a llamar la atención del camarero que se retrasa en
demasía con la comanda.
Ahora, pasean con
cansado orgullo e histriónica satisfacción, ese estereotipo en boga
de hombres y mujeres emprendedores y poco dispuestos a perder el
tiempo en cuitas propias de menestrales, emulando a los padres que no
quisieron ser, y distrayendo de sí, como si de una mala fiebre o de
un recuerdo incómodo se tratara, todo lo inapropiado de determinadas
relaciones humanas basadas en el desinterés.
Encerrados en un
mediocre e insustancial mundo de tristísimas tardes dominicales,
miradas lánguidas y hechos consumados, arrastran un aura de
gente-bien que casa adecuadamente con el aroma dulzón del aftershave
o con el caprichoso mohín con que ellas expresan su disconformidad
ante lo zafio. Sobre sus cabezas gravita una penumbra de
insatisfacción bien contenida y se diría que mienten cuando, acaso,
algún día proclaman, con encorsetado convencimiento, su felicidad;
porque la vida, ya se sabe, adquiere la gravedad precisa y el sentido
elevado que la memoria confiere, y la suya es una existencia
pergeñada sobre un lodo de sueños y aspiraciones anulados antes de
tiempo y configurada en base a un repertorio limitado de actitudes
oficiales, horarios de oficina, espacios de entretenimiento y escasos
momentos de esparcimiento (semanal y reglado).
Acodados en una cínica y medida mansedumbre como remedio a su incipiente úlcera gastrointestinal,
combaten con discutible pericia dialéctica cualquier principio
contrario a la poco críptica, por lo demás, axiología
institucionalizada; y rara vez les tiembla el pulso cuando han de
expresar su desprecio ante todo aquello que se les opone o se les
niega, como niños consentidos que no han sido nunca destetados.
Resignados y convenidos con lo dado, irradian esa malquerencia por
todo aquello que no puede ser medido, ostentado o adquirido, pues
defienden natural y necesario que la nuestra sea una época en la que
todo, inevitablemente todo, deviene mercancía.
Muchos de ellos
transitarán por la vida sin aportar nada: sin crear nada,
sin intervenir en nada, sin innovar en nada. Sin. Otra gran mayoría vive sin freno, con mayor o menor conciencia, este ciclo neurótico de producción-consumo sacralizado por nuestra época: consumen simpatías, compran interpretaciones de
temporada de sí mismos, opositan a panfletistas vacacionales en las
redes sociales, abandonan las casas de sus padres sólo cuando lo indican las estadísticas del CIS, queman en los gimnasios las medidas de proteínas-hidratos-grasas prescritas por su dietista y adquiridas oportunamente en una cooperativa de consumo ecológico, acuden
sin sus parejas a terapia Gestalt, experimentan con sus 1,6 hijos novísimas técnicas pedagógicas… Pero todos, todos sin excepción,
viven convencidos de que para bregar en esta sociedad hay que ser
“absolutamente emprendedores”, y ellos, no es discutible, lo son.