“Sin
duda, soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros.
Sin
embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará
también
taludes de rosas debajo de mis cipreses.”
Friedrich
Nietzsche, Así
habló Zaratustra
Camino
descalzo, hundiendo los pies en la arena, casi ajeno a la lluvia,
ahora mansa, que serpentea como una caricia a destiempo, exactamente
estremecedora, por ciertos lugares de la piel, aquellos lindantes al
cuello: allí donde se une a la clavícula.
Siento
el placer de la omisión y sonrío a la imagen evocada, a sabiendas
del estrafalario gesto de complicidad con mis propias perversiones en
el que me regodeo.
Un
horizonte plateado, difuminado en la bruma, como un paisaje de
Turner, advierte a mis espaldas otro espectáculo de furia natural,
un nuevo episodio de lluvias torrenciales como las descargadas estos
días sobre Barcelona. Pocos son, temerarios o des-patriados,
los que pasean esta tarde de otoño por la playa de Bogatell: un
grupo de veinteañeros, norteamericanos, que juegan al rugby,
borrachos, completamente ajenos a la histeria colectiva propagada por
la ciudad; un par de argentinos -supongo- bebiendo mate y platicando
sentados en el espigón; y una madre y su hija, que juegan con un
teckel
color
canela junto a las hamacas recogidas de un chiringuito cerrado.
Ha
sido la turba, un inmenso oleaje de banderas (de cochinas banderas)
desplegadas, en ese sinfín de anatomías corrompidas que es la doxa,
la que me ha expulsado de las calles de la ciudad y arrinconado
frente al mar. Seguía mi itinerario hacia el gótico, como cada
tarde que, frente a los apuntes de la oposición, se me corta la
digestión, y me han obstruido el paso a la altura del paseo Lluis
Companys al canto de Un
velero llamado libertad,
mientras patrullas de Mossos les hacían los coros y un tipo grueso,
barbado, no como los barbados revolucionarios de ese otro siglo,
prolífico en efímeras repúblicas, vendía entradas para participar
en la mani.
¡Contribuyamos a la liberación de nuestros camaradas! ¡Visca la
Revolució! ¡Amén! ¡Plañideros, a primera fila! ¡Eeeennnndavant!
Me
detengo en la orilla y trato de no pensar en nada, de estar,
simplemente; absorto en la imagen de mis pies, cada nueva ola, un
poco más enterrados en la arena. Pero el teckel,
que ha huido de sus dueñas, reclama mi atención trazando cabriolas
a mi lado y, de vez en cuando, se encarama a mi pierna. Así que me
alejo unos pasos y me dejo caer sobre la arena. Pero no hay manera,
me sigue, olfatea mis pantalones y enseguida me lame la mano, que le
aparto para terminar de liar un cigarrillo. Pienso en que me gustan
los teckel
y que no estaría mal tener un perro con el que salir a pasear.
Agarro un pedazo de rama húmeda que encuentro en la arena y la
lanzo: corre hacia su presa y vuelve hacia mí con ella en la boca
meneando los cuartos traseros con expresión de plenitud.
Somos
una especie inacabada, como si careciéramos de algo esencial o como
si, todas esas otras virtudes que nos distinguen, hubieran logrado
anular lo esencial; empeñada en amargarse a sí misma la vida. ¡¿En
qué momento abandonamos el paraíso?!
Es
una reflexión vaga, que se diluye como la lluvia en la resaca del
oleaje conforme la verbalizo en mi mente y vuelvo a lanzar la rama
todo lo lejos que puedo para ahuyentar al teckel.
En cierta manera, todavía continúa esa otra imagen ocupando el
grueso de mis pensamientos; es un recuerdo recurrente, que apenas
logro apartar de mi cabeza cada vez que los veo ondear sus banderas.
¿Cuándo sucedió aquello? ¿Fue el otoño pasado, en febrero...?
Sucedió durante una de mis últimas “mudanzas”; pero es curioso,
no recuerdo si iba o venía: todas las estaciones de paso se parecen
demasiado a sí mismas. Recuerdo perfectamente, sin embargo, su
rostro, la expresión de sus ojos, el ademán cansado...
*
Era moreno, flaco y
moreno, de talla alta; sólo su piel, demasiado pálida, y unos ojos
claros, vidriosos, como queriendo salirse de las cuencas, parecían
delatar otro origen: alguna república balcánica, quizá. Se le veía
nervioso, eludiendo cualquier mirada y dirigiendo la suya, suspicaz y
seguramente desorientada, hacia todos los puntos cardinales. Juraría
que en un momento murmuró para sí en alguna lengua eslava.
Quizá
porque ambos fuimos los únicos pasajeros que permanecimos a la
intemperie en aquella estación de paso, frente al bar de carretera
-yo fumando, absorto en el paisaje mesetario; él temblando, abrazado
a la bolsa de mano que di por cierto era su único equipaje,
probablemente, todo lo que poseía en la vida, si exceptuamos los
recuerdos y otras voces que no callan-. Quizá porque ambos
reconocimos cierta familiaridad en el semblante esquivo, o esa
opacidad en la mirada que connota la carencia absoluta de
expectativas. Quizá porque el sol ya se erguía sobre nuestras
cabezas y todos, salvo nosotros dos, aprovecharon el alto en el
camino para comer algo, mientras, era evidente, ambos lidiábamos
para engañar el hambre... Quizá, por todo esto o por ninguna otra
razón en particular, cruzamos la mirada el tiempo suficiente para
contárnoslo todo.
Ciertas variaciones de
su semblante indicaban mayor serenidad, aunque seguía llamando la
atención su obsesión por mirar a todos lados, como si de un momento
a otro fuera a aparecer por algún lugar de ese horizonte de pinos y
lomas rojizas alguien para amonestarlo. Así que me decidí a
acercarme y trabar conversación, pero su gesto de espanto me detuvo
a pocos metros del banco en el que permanecía sentado. Sin dar un
paso más saqué el tabaco y, mostrándolo, le ofrecí un cigarrillo.
Entonces hizo algo que me desconcertó aún más: del bolsillo de la
chaqueta, una chaqueta sucia y demasiado fina como para dar abrigo
(temblaba, de frío y hambre), con prisas y aspavientos, como
tratando de explicarse, sustrajo un pedazo de pan negro, no más
grande que la palma de mi mano, envuelto en papel oscuro, y me
ofreció una parte.
Tenía hambre, mucha.
Mentí. Rodee mi estómago con la palma de la mano, como queriendo
indicar que ya estaba lleno, que había comido lo suficiente antes de
subir al autobús esa madrugada. Dudo que me creyera, pero no
insistió y acabó con el pan mucho antes de que yo, sentado ya en el
otro extremo del banco, terminara de liar el cigarrillo que,
enseguida, le ofrecí y prendí con mi encendedor mientras él lo
parapetaba del aire con una manos largas, heridas, temblorosas. Me
miró como miran los niños cuando prueban las natillas por primera
vez, y yo le sonreí, con esa sonrisa amarga que esgrimen los adultos
cuando están cansados de serlo y quisieran volver a ser niños -o al
menos serlo alguna vez.
Ese temblor me era
familiar, demasiado, y en cualquier persona que no sea yo indica que
debía llevar varios días, también demasiados, sin apenas probar
bocado. Le pregunté en inglés de dónde venía y me respondió,
como esperaba, en una lengua que no entendía, salpicada de palabras
italianas de las que deduje que llevaba varios días cruzando Europa
en autobús. Sacó un mapa de la bolsa y me señaló un pueblo de la
costa levantina, mientras repetía dos palabras, en su lengua y en
italiano, alternativamente. No entendí ninguna de ellas, ahora sé
que decía “primo”. Yo señalé en el mapa varios puntos,
conforme le explicaba, sin demasiada esperanza por hacerme
comprender, y él asintió, muy serio, como si estuviéramos cerrando
un gran negocio, como si las lenguas, nuestras lenguas, no fueran una
frontera más; como vía de comprensión de algo que no había sido
dicho.
Ambos continuamos
sentados en silencio observando el paisaje, el ir y venir de coches y
camiones por la autopista, adormecidos por el sonido de los grillos y
de las ramas de unos plataneros que el viento golpeaba contra sus
troncos.
Fue el chófer del
autobús, recién salido del bar, quien rompió el silencio: mientras
se llevaba un cigarrillo a los labios, sin apenas mirarnos, dijo en
un tono monótono “en cinco minutos salimos”. Poco a poco fue
desfilando frente a nosotros el resto del pasaje a la vez que
nosotros apurábamos nuestros cigarrillos. Los más rezagados, una
pareja precedida por sus dos hijos, que subieron las escaleras del
autobús a trompicones incordiándose el uno al otro, discutiendo
también entre sí:
-Mira que li he dit
a la teva mare que no li prepari porqueries als nens, que després
s'acostumen i es queixen del menjar ecològic.
-Va, no fotis, serà
per un dia...
-És que em fa
fàstic, mira-ho.
Noté
una tensión, cierta pérdida de equilibrio del contrapeso puesto a
cada lado del banco por nuestros cuerpos, cuando aquella mujer amish
arrojó el bocadillo a la basura. Me puse en pie, apuré el
cigarrillo antes de arrojarlo al suelo y me encogí de hombros
mientras asentía con la cabeza; luego subí al autobús. Una vez
dentro, desde la luna delantera lo vi acercarse con el bocadillo en
la mano.
Posiblemente
no hubiéramos vuelto a dirigirnos la mirada el resto del viaje, si
no fuera porque cuando faltaban apenas unos metros para que el
autobús entrara en la autovía, unos gritos me sacaron del
ensimismamiento habitual y el autobús volvió a detenerse. Al
parecer, “alguien del autobús” le había robado su tablet
a una chica con cara de desequilibrada que pataleaba por el pasillo
con los sentidos desbocados y euforia inquisidora en la mirada.
-Disculpe,
ni la compañía ni yo mismo nos hacemos responsables de los objetos
que puedan ser sustraídos durante el trayecto. Lo he avisado por
megafonía antes de bajar, ¿no lo ha escuchado usted? Por eso las
puertas se cierran. Hemos salido todos.
-¿Seguro
que las ha cerrado bien? Ése no ha entrado en el bar -señalando al
pobre diablo que, en ese momento, daba cuenta del bocadillo que había
recogido de la basura.
Todas
las miradas, también la mía, se dirigieron a él. Quisiera decir
que fue impresión mía, pero juraría que la mujer que había
arrojado el bocadillo a la basura (la amish)
y que, seguro, lo había reconocido, hacía una mueca de asco
mientras atraía hacia sí a uno de sus hijos y lo abrazaba, como
queriendo protegerle de no sé qué peligro. Era imposible que
pudiera entender lo que sucedía, pero el caso es que todos le
miraban y que todos, por supuesto, ya habían emitido un veredicto.
No
pude evitarlo, sonreí, me puse en pie, la miré enfebrecido,
chulesco (lástima no haber tenido un cigarrillo entre los labios
-¡jodido mundo aséptico!-) y le comenté con tono desafiante que yo
tampoco había entrado en ese bar, que por esa regla de tres había
dos, no un sólo sospechoso.
-Mire,
no podemos perder aquí todo el día, usted puede poner una denuncia
cuando llegue a su destino o como vea... Pero el autobús estaba
cerrado y nadie ha podido entrar.
-¿Y
si me la ha robado antes de bajar? ¿Eh?
Salí
al pasillo, con mi mochila en la mano, la abrí y le enseñé todo lo
que llevaba dentro; hice un gesto indicando que una tablet
no cabía en los bolsillos de mis vaqueros. Posteriormente,
acompañado de un murmullo y ante la mirada divertida del chófer del
autobús, me dirigí hacia él (al único del pasaje al que al
parecer la determinación con la que estaba haciendo lo que estaba
haciendo le daba cierta seguridad, pues seguía completamente
desconcertado, aunque no dejaba de masticar el bocadillo), le indiqué
con la mano que tenía que coger su bolsa y asintió con la cabeza.
La abrí. Sólo había algo de ropa sucia, un mapa de carreteras
manoseado y un ejemplar enmohecido de Guerra y Paz
en ruso, esloveno o lo que fuera. Se la devolví. Me disculpé, por
todo ellos, en castellano.
Quiero
creer que comprendió y aceptó mis disculpas, que comprendió que
simplemente había escogido el autobús equivocado y que los pobres
diablos como nosotros siempre estamos en manos del destino: del
autobús equivocado o del capricho de una manada gregaria, ignorante
e iletrada; que si él no hubiera subido en aquel autobús, no cabe
duda que hubiera sido yo el acusado, que por eso fui yo el primero en
enseñar el contenido de mi mochila... No lo sé. Lo vi apearse del
autobús más tarde, con la cabeza gacha y los brazos pegados al
cuerpo, sin dirigir la mirada hacia atrás, hasta confundirse en el
tumulto de la estación.
*
Evoco
este episodio absorto, con la mirada puesta en las huellas que mis
pies han trazando en la arena y que las olas, con nuevas y profundas
sacudidas, van borrando.
El
teckel,
hace rato, ha vuelto con sus dueñas; de fondo escucho sus ladridos y
alguna risotada de la niña. El grupo de norteamericanos se marchó
hace un par de cigarrillos, pero los dos argentinos del espigón
continúan con su charla; también fuman.
La
risa de la niña y ese camino de huellas tachadas me hacen recordar
el pasaje de Nietzsche en el que se identifica la cualidad artística
del übermensch
con el espíritu infantil. La referencia de Nietzsche, al atribuir a
Heráclito la metáfora del niño jugando en la arena, por lo visto,
está equivocada. Hace poco leí un artículo de una filóloga en el
que afirmaba que la metáfora, realmente, al parecer, pertenecía a
Homero. Cosas de la intertextualidad. Nietzsche conocía ambos
pasajes, el de Heráclito y el de Homero, por supuesto, y al escribir
el suyo de memoria atribuyó la metáfora a Heráclito. Un simple
despiste, mera economía discursiva, pues ambos, hacían referencia a
la misma idea: esa capacidad infantil por inventar un juego y, una
vez concluido, volver a empezar o inventar uno nuevo; esa forma
inocente que tienen los niños por el jugar
en sí mismo, más allá del juego
concreto; esa plasticidad con la que son capaces de mirar hacia
adelante, sin anclarse eternamente al pasado: de renovarse en cada
oscilación de ese juego eterno, de esa construcción- destrucción
que es en sí misma la Vida.
Observando
mis huellas, que prácticamente han desaparecido, me embarga una
profunda melancolía y advierto lo difícil que es, en muchas
ocasiones, ser nietzscheano. Apago el cigarrillo y recojo las
colillas que he ido amontonando. Al levantarme, el teckel
vuelve a acercarse y comienza a olisquear la arena donde he estado
sentado. Arrojo las colillas al contenedor y sacudo con las palmas de
la mano la arena de mis pantalones, humedecidos. Ambos, la niña y el
teckel se me acercan.
-Vols
jugar amb nosaltres.
La
miro a los ojos, serio, y le respondo un
altre dia, avui no puc.
Hace un mohín y agacha los ojos. Trato de expiar mi brusquedad con una sonrisa, pero no surte mucho efecto, así que le saco la lengua con la más payasa de todas mis muecas. Ríe, le muda el rostro. Les guiño un
ojo y les doy enseguida la espalda.
De vuelta a casa, subiendo por Marina, me felicito por haber cambiado de aires y por haber decidido venirme a vivir cerca del mar. En el horizonte, tras la silueta de la Sagrada Familia, se observan las colinas de la Teixonera, Carmel, Guinardó... cubiertas de nubes negras. Efímeras repúblicas.
Aprieto el paso, me espera la lluvia.