domingo, 21 de febrero de 2010

La cámara oscura


“La fotografía expresa la Muerte en futuro. Tanto si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe.” (Roland Barthes, La cámara lúcida.)



Siempre me ha gustado mirarlas; cierta atracción-promesa sacramental me inclinaba a ellas, como un voyeur, supongo, que, por ello mismo, a escondidas –nunca dejemos de apostar por los ritos herméticos-. Y es que el deseo, ese deseo clandestino, oculto, sin razón de sí, se complace como tal en requerir a lo oscuro.


Siempre en blanco y negro, no importaba que fueran familiares o extrañas; apenas era consciente de mis perversiones. Y es que, quienes amamos las historia, tarde o temprano descubrimos el instinto de muerte, el erotismo que nos transfieren sus documentos; actas de defunción de una existencia frágil y efímera (por ello mismo bella).


El ser se constituye como resistencia unívoca frente a la muerte que toda existencia anuncia en su acaecer; por ello mismo se sirve de conceptos y categorías, para anular esa temporalidad en que se resuelve la vida, comprendida como juego de claroscuros. Al contrario que la imagen, testigo mudo de esa temporalidad, exaltación de la vida, promesa de una nulidad existencial.


Quizá este mundo se distinga entre quienes se nutren de conceptos y quienes viven mecidos por imágenes; unos, los primeros, apenas recurren a la memoria, puesto que renunciaron a la vida hace ya mucho tiempo por la eternidad; los otros... bueno, esos otros sienten la vida hasta tal punto que jamás olvidan, ni un instante, en cada palabra, en todo momento, que forman parte de ella, de esta locura con principio y fin en la que el deseo, a veces, de apearse no es más que un canto inequívoco a su vivir.


Me gustaba observarlas, presentir el tiempo (perdido) en sus contornos desgajados y apolillados; observar, como un testigo oculto, que nunca fue convocado, aquello que fue y de ninguna manera podrá volver a ser. Las calles de una vieja ciudad, los rostros de quienes fueron jóvenes y hoy no son más que ceniza o polvo de algún camposanto o de una fosa común; los utensilios; los carteles de los comercios; sus trajes... Todo me era ajeno y, a su vez, familiar: siniestro; un abismo vertiginoso que anulaba mis sentidos, primera de mis iniciaciones eróticas.


Qué lúcido es Barthes cuando destripa la fenomenología del impulso erótico.


Pero, de todo ello, hay algo que, sobre todas las cosas, atraía mi atención y desataba una tormenta imprecisa de sentimientos: sus ojos; la vida que quedó inmortalizada, fija sobre el papel, en sus ojos. Siempre he creído que el alma está en los ojos cuando su orientación es mirada; no os fiéis nunca de quienes bajan la mirada –a menos que alguien los tenga a tiro desde alguna esquina-, es la forma más rudimentaria de mentir. Observar la mirada en blanco y negro de quienes se dejaron fotografiar y anunciar su muerte en otro tiempo. Los vemos, a veces sorprendidos, otras altivos, la mayoría, temerosos, devotos, demandantes... testigos de su propia catástrofe, como dirían Barthes o Benjamin, tan presentes de sí que son capaces de hacernos salir de nosotros mismos.


Tengo especial cariño por la imágenes de postguerra; aquellos individuos famélicos y de baja estatura, que sonreían tímidos, no se sabe a quién, junto a un carro, a la salida de misa, con camisas blancas, detenidos frente a un puesto en el mercado... la piel helada, cabellos ralos, rostros cadavéricos; como si cumplieran los deseos de una presencia hostil. A sus faldas, pequeños niños con pantalones cortos y la cara sucia, que jugueteaban con pequeños pedazos de metralla en sus manos, de miradas vivas e implorantes que, quizá en su sabiduría, mejor que sus mayores, escenificaron la barbarie de la que su imagen era representación -también en sus juegos.


De todas ellas, una, si lo quiere, puede hacerme llorar. A la altura del puente viejo de la ciudad de Murcia, en lo que fue un cerro por el que hoy se extiende la ciudad, las huellas de fusilamientos en masa de milicianos, anarquistas o simpatizantes republicanos, y civiles; los carros apostados, en la imagen vacía, testigos de su finalidad en este emplazamiento. Una mujer adulta, con la mirada fija en el suelo arenoso se apresura mientras abraza con fuerza lo que parece una cesta de esparto. A la izquierda, de fondo, un hombre de mediana edad vestido con el hábito religioso, que no de luto, se asoma por el portal de un edificio noble, como si quisiera comprobar algo (ya no queda nadie, o están tan muertos, tanto como ellos en la fotografía, o tienen miedo -otra forma de estar vivo y muerto-).


Tiene razón Barthes cuando se nos anticipa ante cualquier reflexión sobre la fotografía: En la Fotografía la presencia de la cosa (en cierto momento del pasado) nunca es metafórica [...] y si la fotografía se convierte en algo horrible es porque certifica que el cadáver es algo viviente, en tanto que cadáver es la imagen de una cosa muerta. Confusión perversa entre lo Real y lo Viviente: atestiguando que el objeto ha sido real, la foto induce a creer que es viviente”. Al contrario que el fenómeno cinematográfico, que no es más que ilusionismo, la fotografía, como objeto, representa, nunca de forma metafórica, el objeto al que suplanta. Su forma de re-presentar entraña una forma siniestra en cuanto acontecimiento congelado, retratando una familiaridad que se nos antoja lejana; al contrario también que la pintura, que carece de la instantaneidad por las que algunas fotografías, no todas, es cierto, renuncian a esa retórica propia de nuestras artes representativas.


Sí, las fotografías no son más que la huella cierta de una muerte que, ya en un pasado constituido en el momento preciso como presente fotográfico, anunciaba el cadáver del que, antes incluso del momento, era representación. Acudan a sus fotografías, presencien la muerte y la vida que fluye a borbotones de cada una de ellas. Observen, no lo duden. Yo lo hago de vez en cuando, como un ritual catártico, para observar el cadáver del que fui (o del que fuimos), para traer a mí el cadáver de lo que me fue familiar y ya no es nada mío; para observar sus cadáveres sonrientes, lejanos, otros a lo ahora.


Háganlo y nunca, nunca, quemen esas malditas fotografías que no saben por qué diablos guardan; de no conservarlas, desecharían quizá la huella de su perdida y, a falta de objeto al que maldecir, la posibilidad del duelo.


Luego sonrían; no dejen de tener en cuenta que el dolor, ese dolor que no es físico, es una de las formas más sublimes con que se nos anuncia la vida de la que participamos, de la que somos parte; por la que, mejor a peor, tratamos de consistir.


¿No la ven? Se escapa en cada palabra, rompe la tipografía; apenas se deja puntuar y rara vez es caprichosa ni demanda florituras; con pocas palabras, que se repiten como una oración en nuestra especie, anuncia la vida esta intensidad, este ansia de no sucumbir a cada generación.



(Creo que debería abrir la ventana de la cueva para que pueda escapar este aire denso.)



Disculpadla (una vez más, o una próxima).