jueves, 3 de marzo de 2011

Tan lejos


Volvía a poner mis pies en la Corte después de varios años y la ciudad me recibía con desdén, llorando a cántaros, impasible, sin tregua una vez más, como un mal augurio. A los pies de una escalinata de piedra un músico callejero interpretaba desganado una canción de Piaf al acordeón y yo paralizado, arrojado a la ciudad, veía marchar a la comitiva que se perdía entre las calles o era engullida por las bocas de metro que, como animales feroces e insaciables, custodiaban las cuatro esquinas de una plaza tan olvidada como el nombre del general decimonónico que se yergue oxidado en su centro, amenazante, con su espada en alto.


Fachadas grises y ennegrecidas, calles estrechas y orines de un barrio degradado, me hacían paso despreocupadas mientras arrastraba mis bártulos encorvado y sin apenas fuerzas. De vez en cuando miraba a un cielo que sólo existe como presunción, que apenas si se deja ver, y buscaba en el bolsillo de mi pantalón la dirección escrita en un papel que horas antes, en casa, había apuntado, y memorizado a lo largo del viaje, no para recordar, sino para asegurarme de que aquello no era un mal sueño, otra pesadilla.


Minutos más tarde, conforme me atenazaba el frío, mis piernas comenzaban a capitular, el hambre y el cansancio, la falta de sueño, me tenían desorientado y la ciudad me asestaba, como en otra vida, la primera de muchas bofetadas. Sentado en el metro me veía a mí mismo años atrás en ese mismo vagón, en esta ciudad, mucho más joven, con estas mismas maletas a los pies, sonriendo a cualquier novedad. Alguien se volvió hacia mí cuando un pensamiento en voz alta se me escapaba por lo labios (“perra vida”), pero nuestras miradas sólo se cruzaron un segundo y el tren partía a rebosar dejando atrás otra estación.


(Nunca seremos ángeles.)


Han sido días de caminar la ciudad durante horas, con la sonrisa quebrada y la cartera verde bamboleando a mi espalda, en los que volvía a casa con la cabeza postrada al anochecer, ya incapaz de dar un nuevo paso, tan cansado que ni el sueño me asistía, alerta, durante toda la noche, despierto con los primeros rayos de luz, aguardando un nuevo día para salir una y otra vez a recorrer sus calles, a contaminar mi esperanza, para enorgullecer una vez más mi instinto de supervivencia. A veces, sentado a mediodía en alguna plaza o jardín, a sabiendas de que no habría de esperar ningún prodigio, tan lejos de casa, remedaba entre humo el sonido del oleaje rompiendo en el espigón, las barbas del Mediterráneo bufando entre las rocas, como un anciano sabedor de que toda gloria es efímera, añorando los escenarios de mis últimos paseos por Barcelona. Por momentos, esta voz recurrente, que nunca calla, me susurraba taimada: no hay futuro, hoy es mañana; entonces, con el ceño fruncido y el cigarrillo entre los labios, remontaba la calle otra vez y salía del laberinto dando codazos para volver a confundirme con la masa por la Gran Vía, por el Paseo de la Castellana o por la Avenida de América, escupiendo en la fachada de cada ministerio, aprovechando el calor que se escapaba de los cafés cuando se abren sus puertas y discutiendo con la vida el alto precio de esta obstinación.


Por las noches fumaba un cigarrillo tras otro en el balcón, envuelto en una manta, devolviendo miradas a un vagabundo con muñones como piernas que cada noche hacía su “cama” bajo un soportal no muy lejos de la plaza Mayor; un tipo de mirada severa vestido con atuendo militar que recorre el centro histórico de la ciudad cada día en su silla de ruedas escamoteando monedas a los turistas. Mi última noche en el balcón no me acompañaba; donde él solía dormir habían instalado un enrejado.


Qué se puede hacer en una ciudad como ésta, sino caminar y fumar para engañar el hambre, y esperar, esperar un nuevo día, la llamada que nunca llega, la sonrisa extraviada o el sonido del silencio. Qué otra cosa puede hacer quien es consciente de que todo queda tan lejos, que todo está escrito, que las palabras no pesan y que el alimento de la carne no hace más que dilatar esta agonía, que la Vida queda en otra parte, que ya nada queda por hacer.


De camino al barrio donde tengo alquilada una pequeña habitación atravieso las arcadas del viaducto de Segovia, pero ya no lo frecuenta ningún suicida porque el Ayuntamiento ha instalado unas mamparas de vidrio para disuadirlos y salvar sus almas. Cruzando el Manzanares se extiende un barrio de casa bajas y humildes, con pequeñas isletas proyectadas para jardines de tierras ahora yertas. No hay niños (ni esperanza) y sus árboles, como alambres, retorcidos, hace años cesaron de primavera. Sus habitantes envejecen y caminan apoyados en las paredes tratando de evitar los socavones que se alternan entre sus aceras o el asfalto. Los hombres fuman en grupo en los portales mientras ven pasar el día y observan con celo al forastero. Este río es una frontera (en todos los sentidos) entre dos mundos que sólo yo me atrevo a cruzar, quizá porque, de alguna forma hermética, yo no pertenezco a ninguno de ellos y me desenvuelvo mejor en tierra de nadie, como un espectro sobre el punte cuyos pliegues se extienden repeliendo el fulgor entre sus aguas turbias.


Decepcionados con la luz, ningún ángel nos sobrevuela y hasta las caricias tienen su precio de mercado.


Hay quienes se conjuran a la suerte o al destino, por ello se arremolinan los viernes en los puestos de loterías y apuestas, por eso hacen cola frente a la oronda estrambótica que da la buenaventura o echa las cartas cerca de la calle Toledo.


El mundo se desmorona y no podemos (o no sabemos) hacer otra cosa que mirar cómo sucede y refugiarnos en acusaciones y promesas.


Alguien ha escrito en rojo con caligrafía temblorosa en el lateral de una fachada de la Carrera de San Jerónimo “¿Quién calmará mi sed?”, pero ayer, los servicios de limpieza se afanaban en borrar su desesperación y las palabras se deshacían como lágrimas, las de esa voz que ahora no es más que una sombra en la fachada.



Y así se suceden los días, distantes de toda esperanza,

de cualquier prodigio; y, en la lejanía, la vida…

tan lejos.