martes, 22 de junio de 2010

Κάθαρσις


Este término griego (κάθαρσις / kátharsis) puede ser traducido al castellano y a nuestras otras lenguas modernas como “purga” o “purificación”. Es un concepto muy antiguo, cuyo probable origen hunde sus raíces en el principio de los tiempos, en nuestro origen, pues somos nosotros la materia y la excusa del tiempo. Con distintas denominaciones, ha existido la práctica catártica en gran parte de los pueblos primitivos, estrechamente ligada al chamanismo, y con la misma función fue desarrollada por la cultura helena.


Con anterioridad a que Aristóteles la redescubriera en su Poética para atribuirle una finalidad última a la re-presentación trágica, el término katharma era utilizado por la escuela hipocrática, del mismo modo que en la tradición chamánica, para referir al objeto causante de un mal: el katharma era aquello que había que expulsar, bien fuera un humor corporal maligno, bien fueran las tensiones del alma, por medio de la música (en el caso de los pitagóricos) u otras artes, para recobrar el equilibrio perdido con la irrupción del katharma.


Ésta es la razón por la que René Girard (un tipo de esos que malgastan su tiempo en cosas poco rentables o productivas) trabajó con el concepto hasta dar con una estructura funcional que se repetía en todas las culturas que le dieron y dan uso: kátharsis es “expulsión”: bien fueran tensiones, humores, objetos..., fuera lo que fuera, la catarsis consistía en la expulsión de un mal del espíritu o del cuerpo en la relación, difícil, problemática y peliaguda, que ambos mantenían.


Aristóteles, que era un tipo listo, aunque nunca cursara un Master en Relaciones Internacionales, supo percibir la función que el elemento catártico de las representaciones trágicas que se llevaban a cabo en la cultura helena desempeñaba entre sus ciudadanos. Observó que el terror (phobos) y la compasión (eleos) que la trama y el héroe trágico despertaban entre los espectadores, lograba un efecto catártico, expulsando dichas pasiones, purificando, psicológicamente, al individuo, cuya empatía con el héroe lo hacían formar parte de la tragedia, congraciándose con la misma humanidad de la que participaba el héroe trágico.


Dicha función, como bien supo apreciar otro que nunca aspiró a granjearse las simpatías de sus contemporáneos (sí, Nietszche), no era meramente social, no tenía por cometido único restablecer un orden social alterado; pues el efecto catártico, de igual forma que en la tradición chamánica, tenía una orientación fisiológica: las pulsiones, las tensiones corporales, eran sublimadas, por medio de una ritual social (la magia del chamán, la música, la medicina o la representación trágica), en el individuo. Era el individuo y no la sociedad el beneficiario de la catarsis, y la cultura, sólo, de forma indirecta, mediante la purificación del individuo, obtenía algún provecho y se plegaba al individuo.



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Estos días, por si alguien no ha tenido noticias hasta el momento, se juega el Mundial de fútbol. Quienes seguís otros blog, webs o diarios más serios, sesudos e ilustrados que éste, sabréis o habréis leído decenas de argumentos en contra de la funcionalidad de ese evento que mantiene alterada y ocupada a la masa. Y es cierto, es cierto que el presupuesto de algunos clubes de fútbol supera el PIB de algunas naciones del planeta, que las cifras que giran en torno a este deporte (por derechos televisivos, de imagen, publicitarios...) son desproporcionadas para un juego de pelota (o de pelotas). Sí, es cierto, estoy de cuerdo: no tiene mucho sentido “olvidar” nuestros problemas actuales y refugiarnos en un simple y baladí juego de pelotas, como digo; menos aún cuando, entre bambalinas, nuestra cultura se tambalea (aceptemos que a nuestros gobiernos les interesa tenernos “ocupados” discutiendo sobre una patada o un balón que volaba alto). Es cierto que poca parte de esos beneficios generados irán destinados al país en el que se celebran; que ese dinero podría ir destinado a otras acciones sociales más útiles, como subirle el sueldo a los oenegistas o doblar su número, con el fin de poblar de turistas profesionales países en guerra, recién salidos de ella o en visos de..., subvencionar la edición de manuales de autoayuda, inyectar botox en torno a los labios a las clases bajas europeas para que transmitan ese optimismo que nuestra economía necesita que se contagie o para un cambio de sexo de toda la población masculina de este planeta para que por fin, sólo compuesta por seres superiores, mujeres, la Humanidad alcance el Absoluto hegeliano al que algunos antropomorfos de nuestra especie parecen no contribuir.


Todo ello es cierto, pero sucede una cosa: los post-modernos somos como moscas cojoneras, chicos-malos, portadores de malas vibraciones, provocadores con la cara dura suficiente como para decir cosas que no se adecuan a la doxa actual. Sí, señores y señoras, yo no soy un ilustrado, y no por falta de formación.


Sí, no están mal los mundiales; cumplen una función catártica (los deportes de masas la cumplen). Todos hemos visto la película (que, por cierto, todo hay que decirlo, Eastwood tiene trabajos mucho mejores que éste último, diría más, Invitus no es una gran película) o leído el libro en el que está basada, y sabemos o “comprendemos” lo que pudo significar la victoria de Sudáfrica en aquel mundial de rugby. También hemos escuchado o leído a algunos historiadores explicar cómo la victoria de la Alemania Federal en el mundial del noventa supuso un bálsamo para todo un país dividido y acomplejado (por ser el causante de una de las últimas matanzas en serie llevadas a cabo por nuestra especie) desde hacía casi cincuenta años, para la renovación de la identidad alemana y para su desarrollo económico posterior (sí, los mismos que ahora hostigan y dictan medidas económicas en patio ajeno).


Durante unos días, nosotros, aves de rapiña, depredadores, asesinos endémicos, dejamos de un lado la política (que, como todos sabemos, no es más que la guerra común encauzada por otros medios), el corre que te pillo tras las armas de destrucción masiva, las amenazas veladas, el chantaje reiterado..., y sublimamos nuestras rencillas, envidias, miedos, odios... viendo a once tipos en buen estado de forma correr detrás o delante (algunos no corren, es cierto) de una pelota de playa y abrazarse y tocarse como nunca harían en público si no fueran vestidos con un uniforme de fútbol siempre que ese objeto redondo, al parecer, entra entre los tres palos. Enemigos irreconciliables libran una batalla en la que al final no habrá ningún muerto (bueno, no siempre ocurre eso); a su término, los vencidos lloran y los ganadores... también, pero de alegría (como la vida misma); y una vez concluido todo este circo, la vida, con sus miserias, su ordinariez, su ser-eternamente-lo-mismo, vuelve a lo que no puede dejar de ser: una tragedia constante repleta de momentos catárticos, sucesos horribles, injusticias palmarias y alguna que otra alegría no prevista pero que, de vez en cuando, te reconcilia con la vida misma y con todo lo que somos como especie.


No insulten al juego mis queridos amigos enciclopédicos, moralistas trasnochados o déspotas con carné y autorización judicial; no lo hagan: ningún juego es, por sí mismo, bueno o malo; somos nosotros quienes advertimos bondad o maldad en las cosas; somos nosotros, jugadores, quienes hacemos el juego. A mí tampoco me entusiasma el fútbol, pero me gustan las catarsis colectivas, en las que reyes y jefes de gobierno saltan y se impregnan del sudor de cientos de individuos sin rostro que, por un día, unas horas, ¡qué estúpido!, alcanzan el Olimpo.


¿No han visto a los sudafricanos, cómo celebran un protagonismo que nunca tienen? ¿No han visto cómo la selección de un pueblo humillado durante siglos planta cara a quienes los tiranizan cada día? ¿No han visto a esos niños embobados ajenos a la cámara que los enfoca y transmite su ilusión, como un conjuro, hacia medio mundo? ¿No han visto el campo abonado de posibilidades que estos eventos proporcionan para el ajuste de cuentas?


El día trece del mes que viene todo volverá a su lugar, al orden sin derecho; Sudáfrica a la violencia, el hambre y la inseguridad; otros, a nuestras deudas, miserias, deberes, frustraciones y planes de salvación; los menos, quienes nunca deben adquirir protagonismo los días de fiesta, a su estrado para dictar sentencia y ley y sostener el desorden con el que nos ordenan.


Por ello mismo, si los veis caer, si presentís su impotencia; si vuestra hambre y vuestra furia contenida os hacen más fuertes y peligrosos, no los compadezcáis en la derrota o el llanto. Ellos no lo harán el día trece.