martes, 6 de julio de 2010

# 2


A este Final de la Historia (de esta historia), además de la ruptura definitiva con el concepto tradicional de “tiempo” para dar paso a la experiencia de un tiempo pleno, le acompaña la fragmentación y flexibilidad de los espacios y la amplitud de múltiples líneas fronterizas.


Desmadejando la gran farsa que se ha escenificado en esta travesía histórica, que no ha sido más que un constante y reiterado camino al matadero, y el bastardo entramado de rígidas relaciones verticales, jerarquizadas y naturalizadas que se hayan tras el aparato de categorías metafísicas occidentales, hay dos conceptos aún que, en el amplio ámbito de lo social, continúan siendo operativos, con aquella carta de naturaleza procedente del mercado negro con que nos trajinan, y sustentados los resortes que mantienen y posibilitan todos los engranajes de la inmensa maquinaria encargada de estampar y rubricar sobre nuestros rostros el horror ilimitado de cada generación sacrificada en nombre del Progreso, la Humanidad o cualquier sustantivo que los libros de estilo suelen proponer en mayúsculas, siempre y cuando sean usados de forma Absoluta.


El Final de la Historia es un estadio consecuente con el fin de cualquier proyecto metafísico.


Ambas nociones, la de Representación y Estado (bien sea, éste, de derecho o de des-echo), han perdido aquel aura que los viejos y descastados constructores de verdades, tras bellos ejercicios de composición semántica y gramatical, exhibían mientras lograban distraer nuestra atención para arrojarnos desorientados hacia nuestra propia entrega, en nombre, ya digo, de la ensoñación de la que formamos parte, pero que jamás tuvieron en cuenta los cuerpos desnudos y mutilados de la especie a la que decían “representar”.


¿Representación?


Anulación de la cosa misma, amordazada y desterrada al ámbito de la productividad, la estadística y el matasellos oficial de alguna Administraición pública; a la que sólo llaman a compadecer, en subasta pública, algarabía de mercado, cada cuatro años para certificar y renovar su entrega y consentimiento de una matanza legitimada.


¿Estado?


¡Idílica promesa de identidad, garante de cualquier relación filial, consentida por su eficiencia!


Un tiempo pleno tiene sus requerimientos; el nuestro obliga a tomar el testigo de la revolución copernicana que Kant y Freud extendieron más allá del ámbito del conocimiento natural y que ha de resolver, ahora, la promesa ilustrada no satisfecha de emancipación.


“Matar al padre” fue la consigna epocal que tradujo la incesante necesidad de disolver de una vez por todas la insoportable estructura de autoridad a la que hemos sido entregados.


La noción de Estado no es más que una proyección de la figura paterna.


Quienes defienden, a día de hoy, un fortalecimiento de los estados nación frente a los acontecimientos, más que recoger el testigo de los modelos decimonónicos y sus variantes posteriores de estados centralizados con economías fuertemente planificadas, con un enfoque social y revolucionario, en verdad, simplemente, expresan su añoranza del Estado como padre protector.


Quienes siguen viendo en ellos el instrumento que asegura el actual sistema de mercado en el que se ampara, no hacen otra cosa que reírse en nuestra cara mientras firman nuestra acta de defunción (y la suya).


Cualquier forma de emancipación constituye una salida al afuera y el reconocimiento de la intemperie como único hogar posible.


(Cualquier forma de emancipación guarda su condición de posibilidad en la propia imposibilidad que duerme tras el concepto.)


El sistema de mercado, tal y como hoy día se nos presenta, libró batalla en su momento con los sistemas totalitarios que se le opusieron y resultó victorioso en cada una de ellas bajo la promesa, a las hordas que dieron su vida por él, de emancipación.


El deseo o la necesidad de protección y la confianza devota en nuestra idea de “representación” ha favorecido el triunfo de la misma élite económica que ha doblegado a los estados, constriñe cualquier futuro a medio plazo y juega con la ciudadanía como una vieja amante despechada por su nueva conquista haciendo uso del poder que guarda sobre la materia de despojo.


Del mismo modo que un paisaje al óleo sobre un lienzo no es ese instante o ese lugar en abstracto que dice representar, porque cualquier representación, lo único que acierta a representar es ese decir-representar, los gobiernos actuales no representan a su ciudadanía ni actúan para su ciudadanía. El papel que desempeñan en este juego de desmentidos y promesas es el de una legalidad más allá de toda justicia. Y de esta guisa, se anuncia, como un leve movimiento sísmico antes del cataclismo, el Final de la Historia: el fin de todo proyecto, la disolución de todas las instituciones y la restitución de los bienes requisados en nombre del Progreso y la Legalidad internacional de un sistema que sostiene y soborna a las mismas instituciones que han de velar por él.


Que sepamos, nunca hasta el momento de nuestra historia, un grupo de intereses heredados han hecho peligrar como hasta ahora a una especie y su entorno ecológico como lo está haciendo éste.


En Final de la Historia es, por todo ello, inminente... De qué serviría, pues, la Historia si las voces que han de narrarla sobreviven enmudecidas mientras sus verdugos duermen la siesta recostados sobre nuestras ilusiones, como sábanas de usar y tirar de un motel de carretera.