miércoles, 24 de febrero de 2010

Babilonia


Saber diferenciar las “lenguas” del “habla” es un paso preciso para comprender aquello que se esconde entre bambalinas del lenguaje.


Ídem: aquello que el lenguaje muestra sobre nuestra condición queda tapado, una vez más y siempre, por la misma escenografía lingüística. Del mismo modo que un actor no puede renunciar, subido a escena, a toda la parafernalia que lo rodea, pues quedaría desnudo ante el personaje y éste, del mismo modo, no podría comparecer –sin cuerpo no hay presencia-, tampoco el público sería capaz de imbuirse de la ficción teatral si ésta prescindiera de escenarios, vestuario, interpretación, efectos sonoros... –sin forma no hay corporalidad.


Aquello que el habla muestra, en definitiva, no puede ser dicho; y aquello que no puede ser dicho es el carácter quimérico del habla.


El lenguaje manifiesta su propia imposibilidad; se desmiente a sí mismo.


En este sentido, cualquier intento fonético no es más que una reminiscencia gutural, el eco de un grito de horror que atraviesa, parte a parte, nuestra historia.


(No temáis, no van por ahí, hoy, los tiros; prometo ser condescendiente y festivo, mientras haya luz, incluso, conmigo mismo.)


Me produce cierta hilaridad esa actitud tardo-ilustrada de quienes se desenvuelven en distintas lenguas enseñoreando su exquisita y privilegiada educación ante quienes por amor y costumbre sólo pueden tantear el mundo por medio de un registro lingüístico. Cierto es que quienes manejan varias lenguas nunca alcanzan a hablar realmente ninguna de ellas; puesto que hablar una lengua, desenvolverse con soltura en ella, es una relación amorosa, erótica, de uno mismo con una forma de darle forma al mundo, con ese afuera ingobernable que nos gobierna, donde cada uno de nosotros somos el resultado de esta tensión.


Argumenta el políglota contra quienes guarda una relación filial, fiel, con su lengua madre, a la que veneran –porque sin ella no habría mundo y ese mundo está forjado tras la titánica lucha de quien se revuelve a cada momento, con cada palabra-, que su falta de cosmopolitismo (uops, palabra maldita, como Dios, Alma y Fe) es el resultado de la construcción moderna de los estados nación, ligados a lenguas nacionales. Arguyen que el estado natural (uff, ésta también debería ir entre paréntesis ahí arriba) se corresponde a un manejo natural de varias lenguas, cuando las culturas y los pueblos carecían de fronteras definidas y el “intercambio” de pareceres era lo habitual (entrecomillo intercambio para remarcar el carácter económico, mercader, de esta actitud).


El cosmopolitismo no es la apertura de la identidad a lo diferente; el cosmopolitismo es una identidad como cualquier otra, tan excluyente y violenta a lo no-adecuado como las máximas patrióticas a las que esta modernidad decadente que nos está estrangulando nos tiene acostumbrados. Un disfraz como otro cualquiera.


Breguemos con la identidad; sólo en el forcejeo se gesta la legitimidad del Yo.


Hace un tiempo, cuando alternaba mi vida entre mi ocupación como camarero (o lo que fuera) y como un valor en alza que paseaba imponente del brazo de algún catedrático por la facultad mientras fraguaba en mi mente una tesis doctoral que, me temo, nunca defenderé –todos sabemos, ahora, el alto riesgo de invertir en un hedge fund-, trataba de esbozar un esquema contraintuitivo de los mecanismos lingüísticos, su imbricación con el hecho cognitivo y sus consecuencias en una cultura como la nuestra, que anunciaba la decadencia con que habría de cerrarse desde su propio origen.


A decir verdad, resultaba difícil dar con la clave, extrapolar el discurso derridiano, wittgensteiniano, a un acontecimiento histórico que lo justificase y diera cuenta del problema en el que nosotros mismos nos habíamos metido.


Quizá el problema de base estribaba en la fuerza con que los mitos y nuestra concepción natural de nuestra condición y herramientas no nos dejaban ver más allá de nosotros. Aquella lengua adámica, pervertida, caída en la diversidad de lenguas babilónicas, mito recurrente, arcano, que puede ser rastreado en varias culturas y que no es ni quiere ser exclusivo del cristianismo, planteaba un origen, un punto de partida erróneo.


Dimos por bueno el hecho de una pérdida del común acuerdo, de la lengua común, como el origen de la confusión entre individuos, cuando, todo lo contrario, el hecho originario se funda en la confusión inicial y continuada, presente hoy en día, que no puede ser salvada por el lenguaje, por mucho empeño que pongan Chomsky y sus amigos en ello (Kant era un tipo serio, ellos son unos degenerados).


Mi obsesión por la escritura y la relación que como fenómeno mantenía con todo ello (quizá ese acontecimiento histórico que andaba buscando), en un principio mera intuición, posteriormente, en otros contextos extra-académicos, comenzó a encajar en todo este asunto. Yo partía de dos premisas:


i) Un acto enunciativo carece de sentido y referencia, o de un recorrido pautado para su interpretación, no sólo por parte de receptor de dicho mensaje (me refiero al habla natural; por lo que se refiere a la escritura, artes o instituciones por el estilo, es evidente), sino para el emisor mismo. En otras palabras: somos actores de una función que desconocemos y salimos a escena con los ojos vendados y el resto de sentidos embotados (según palabras de una amiga, lo maravilloso de todo es que, al final, no se sabe cómo, la función siempre es un éxito; según mis palabras: lo maravilloso es que no nos matemos todos los días).


ii) El lenguaje no es un sistema de signos mediante el cual podemos expresar, traducir, un mundo cognitivo interno, trascendental o universal. El lenguaje es la base, la materia de dicho mundo; sin él no hay mundo. Su adquisición no tiene nada que ver con la puesta en función de un programa interno, gramática previa o algo por el estilo (alguien debería darse cuenta de que Dios no existe, por mucho que quieran naturalizar este concepto aberrante); tampoco con la adecuación de un lenguaje privado anterior con el que se solapa este lenguaje segundo y compartido por todos. En definitiva, el sentido no juega ningún papel relevante en la adquisición de una conducta lingüística por parte de un sujeto, que a su vez -dicha conducta adquirida-, conformará otras conductas cognitivas concomitantes a la conducta paralela; el sentido, en todo caso, es una reminiscencia interna posterior que no puede ser dicha, que carece de expresión y que tratamos de adecuar, con más pena que gloria, al lenguaje mediante el cual “tratamos” de comunicarnos.


En otras palabras: la cognición es lenguaje y éste no es más que la sustitución de nuestra naturaleza por un artificio que termina conformando otra naturaleza, distinta pero sumida en la originaria.


(Tenemos el escenario perfecto para la más bella de todas las tragedias.)


Ahora, preguntémonos: si hoy en día, mediante instituciones, tenemos las herramientas suficientes para unificar, homogeneizar, legitimar su imposición, las formas lingüísticas; si tenemos diccionarios a los que recurrir en caso de ambigüedad o mal uso de un término, etc., ¿cómo es posible que cada día sea aún más difícil delimitar las fronteras de nuestras lenguas, definir lo que es una lengua (hay quien afirma que la definición más adecuada para el término lengua es ésta: un sistema de signos amparado por un ejército o por un grupo económico de poder) y, más aún, la comunicación entre individuos?


No lo duden, la confusión babélica es nuestro punto de partida; quizá nuestra única verdad. Acostumbrados a interpretar el mundo o los actos de habla según códigos estrictos (lenguas), se nos hace complejo imaginar un mundo donde cada individuo pudiera representar, ostentar, un lenguaje en sí. No me estoy refiriendo a una inconmensurabilidad entre lenguajes o sentidos internos, me estoy refiriendo al “uso” que cada individuo hacía de un término y a su fonética (doy por hecho la evidencia de que una lengua no es sólo sistema de signos, sino una serie paralela de mecanismos reflejos de tipo fonético/fisiológico/conductual; razón por la cual cuando se aprende una lengua a cierta edad resulta casi imposible pronunciarla “correctamente”, puesto que nuestra capacidad mimética para reproducir determinados sonidos estás más que atrofiada, del mismo modo que nuestra capacidad para crear nuevas sinopsis neuronales o introducir variables conductuales equivalentes a las ya interiorizadas), a la relación que cada individuo mantenía con la lengua o la palabra en cuestión (este matiz, en el contexto en el que fue pensado, hace de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein una de las obras más lúcidas que se han escrito en este siglo que ya es historia).


¿Qué función cumplió la escritura en todo ello? Como he dicho alguna que otra vez, con la escritura surgió un modelo para la consolidación de las lenguas tal cual las entendemos hoy en día; con la escritura fue posible elaborar gramáticas cuyo esquema, del mismo modo que una palabra o expresión sustituía una conducta natural, imprimía e imprime esa lógica que hoy en día, muchos, continúan afirmando como trascendental o ahistórica; con la escritura, nuestra relación con el lenguaje, sus átomos, los conceptos, se tornó reverencial, de modo que proyectamos, más allá, sus sentidos en busca de una referencia; con la escritura surgió la Filosofía y con ella, no sólo el resto de ciencias, sino una manera de relacionarnos con nosotros, con el mundo y con quienes nos rodean, cuyo resultado es este campo de ruinas que es la cultura occidental, su agonismo victimista, sus decadentes ansias de modernidad y la más acomplejada de todas las poses hasta ahora pertrechadas: el cosmopolitismo, la globalización (un rizo para lo rizado).



****


No, jo no puc dir “ne me quitte pas” amb aquesta sensualitat (solament sé parlar la meva llengua, com cadascun); probablement perquè, per a escoltar-lo, cal ser autocrític amb un mateix i començo a dubtar que hi hagi algú que ho sigui real i honestament, que vulgui enfrontar-se a la seva veritat sense cometre una injustícia per resposta.


No, no tinc per què adoptar cap posat, no he de netejar ningua consciència de classe, per la qual salvar a l'altre és salvar-se a un mateix, només per a salvar-se a un mateix.


No, no tinc la necessitat de lluir els meus assoliments enfront de cap públic.


No, la meva dignitat està en lloc segur; no requereixo del consentiment de la gossada.


No, no necesito medallas de latón, despachos soleados ni sueldos regulares para amar como amo y he amado a mi especie.


No, no me hace falta decir que dejaría licuar mi sangre sin con ello fuera posible plantear un futuro más digno para los que vienen detrás (porque nuestra generación está perdida, hipotecada) que este presente imposible que nos han dado a soportar.


Si alguna vegada declamo “ne me quitte pas”, no, no miris enrere; la meva musa és l'esperança; ella és la meva única reina.



¡Ave, Cesar...!






(Haciendo amigos.)


domingo, 21 de febrero de 2010

La cámara oscura


“La fotografía expresa la Muerte en futuro. Tanto si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe.” (Roland Barthes, La cámara lúcida.)



Siempre me ha gustado mirarlas; cierta atracción-promesa sacramental me inclinaba a ellas, como un voyeur, supongo, que, por ello mismo, a escondidas –nunca dejemos de apostar por los ritos herméticos-. Y es que el deseo, ese deseo clandestino, oculto, sin razón de sí, se complace como tal en requerir a lo oscuro.


Siempre en blanco y negro, no importaba que fueran familiares o extrañas; apenas era consciente de mis perversiones. Y es que, quienes amamos las historia, tarde o temprano descubrimos el instinto de muerte, el erotismo que nos transfieren sus documentos; actas de defunción de una existencia frágil y efímera (por ello mismo bella).


El ser se constituye como resistencia unívoca frente a la muerte que toda existencia anuncia en su acaecer; por ello mismo se sirve de conceptos y categorías, para anular esa temporalidad en que se resuelve la vida, comprendida como juego de claroscuros. Al contrario que la imagen, testigo mudo de esa temporalidad, exaltación de la vida, promesa de una nulidad existencial.


Quizá este mundo se distinga entre quienes se nutren de conceptos y quienes viven mecidos por imágenes; unos, los primeros, apenas recurren a la memoria, puesto que renunciaron a la vida hace ya mucho tiempo por la eternidad; los otros... bueno, esos otros sienten la vida hasta tal punto que jamás olvidan, ni un instante, en cada palabra, en todo momento, que forman parte de ella, de esta locura con principio y fin en la que el deseo, a veces, de apearse no es más que un canto inequívoco a su vivir.


Me gustaba observarlas, presentir el tiempo (perdido) en sus contornos desgajados y apolillados; observar, como un testigo oculto, que nunca fue convocado, aquello que fue y de ninguna manera podrá volver a ser. Las calles de una vieja ciudad, los rostros de quienes fueron jóvenes y hoy no son más que ceniza o polvo de algún camposanto o de una fosa común; los utensilios; los carteles de los comercios; sus trajes... Todo me era ajeno y, a su vez, familiar: siniestro; un abismo vertiginoso que anulaba mis sentidos, primera de mis iniciaciones eróticas.


Qué lúcido es Barthes cuando destripa la fenomenología del impulso erótico.


Pero, de todo ello, hay algo que, sobre todas las cosas, atraía mi atención y desataba una tormenta imprecisa de sentimientos: sus ojos; la vida que quedó inmortalizada, fija sobre el papel, en sus ojos. Siempre he creído que el alma está en los ojos cuando su orientación es mirada; no os fiéis nunca de quienes bajan la mirada –a menos que alguien los tenga a tiro desde alguna esquina-, es la forma más rudimentaria de mentir. Observar la mirada en blanco y negro de quienes se dejaron fotografiar y anunciar su muerte en otro tiempo. Los vemos, a veces sorprendidos, otras altivos, la mayoría, temerosos, devotos, demandantes... testigos de su propia catástrofe, como dirían Barthes o Benjamin, tan presentes de sí que son capaces de hacernos salir de nosotros mismos.


Tengo especial cariño por la imágenes de postguerra; aquellos individuos famélicos y de baja estatura, que sonreían tímidos, no se sabe a quién, junto a un carro, a la salida de misa, con camisas blancas, detenidos frente a un puesto en el mercado... la piel helada, cabellos ralos, rostros cadavéricos; como si cumplieran los deseos de una presencia hostil. A sus faldas, pequeños niños con pantalones cortos y la cara sucia, que jugueteaban con pequeños pedazos de metralla en sus manos, de miradas vivas e implorantes que, quizá en su sabiduría, mejor que sus mayores, escenificaron la barbarie de la que su imagen era representación -también en sus juegos.


De todas ellas, una, si lo quiere, puede hacerme llorar. A la altura del puente viejo de la ciudad de Murcia, en lo que fue un cerro por el que hoy se extiende la ciudad, las huellas de fusilamientos en masa de milicianos, anarquistas o simpatizantes republicanos, y civiles; los carros apostados, en la imagen vacía, testigos de su finalidad en este emplazamiento. Una mujer adulta, con la mirada fija en el suelo arenoso se apresura mientras abraza con fuerza lo que parece una cesta de esparto. A la izquierda, de fondo, un hombre de mediana edad vestido con el hábito religioso, que no de luto, se asoma por el portal de un edificio noble, como si quisiera comprobar algo (ya no queda nadie, o están tan muertos, tanto como ellos en la fotografía, o tienen miedo -otra forma de estar vivo y muerto-).


Tiene razón Barthes cuando se nos anticipa ante cualquier reflexión sobre la fotografía: En la Fotografía la presencia de la cosa (en cierto momento del pasado) nunca es metafórica [...] y si la fotografía se convierte en algo horrible es porque certifica que el cadáver es algo viviente, en tanto que cadáver es la imagen de una cosa muerta. Confusión perversa entre lo Real y lo Viviente: atestiguando que el objeto ha sido real, la foto induce a creer que es viviente”. Al contrario que el fenómeno cinematográfico, que no es más que ilusionismo, la fotografía, como objeto, representa, nunca de forma metafórica, el objeto al que suplanta. Su forma de re-presentar entraña una forma siniestra en cuanto acontecimiento congelado, retratando una familiaridad que se nos antoja lejana; al contrario también que la pintura, que carece de la instantaneidad por las que algunas fotografías, no todas, es cierto, renuncian a esa retórica propia de nuestras artes representativas.


Sí, las fotografías no son más que la huella cierta de una muerte que, ya en un pasado constituido en el momento preciso como presente fotográfico, anunciaba el cadáver del que, antes incluso del momento, era representación. Acudan a sus fotografías, presencien la muerte y la vida que fluye a borbotones de cada una de ellas. Observen, no lo duden. Yo lo hago de vez en cuando, como un ritual catártico, para observar el cadáver del que fui (o del que fuimos), para traer a mí el cadáver de lo que me fue familiar y ya no es nada mío; para observar sus cadáveres sonrientes, lejanos, otros a lo ahora.


Háganlo y nunca, nunca, quemen esas malditas fotografías que no saben por qué diablos guardan; de no conservarlas, desecharían quizá la huella de su perdida y, a falta de objeto al que maldecir, la posibilidad del duelo.


Luego sonrían; no dejen de tener en cuenta que el dolor, ese dolor que no es físico, es una de las formas más sublimes con que se nos anuncia la vida de la que participamos, de la que somos parte; por la que, mejor a peor, tratamos de consistir.


¿No la ven? Se escapa en cada palabra, rompe la tipografía; apenas se deja puntuar y rara vez es caprichosa ni demanda florituras; con pocas palabras, que se repiten como una oración en nuestra especie, anuncia la vida esta intensidad, este ansia de no sucumbir a cada generación.



(Creo que debería abrir la ventana de la cueva para que pueda escapar este aire denso.)



Disculpadla (una vez más, o una próxima).


jueves, 18 de febrero de 2010

Ruido de fondo


Presiento ese aliento frío, una vez más, que hiela tras mi nuca en el preciso instante en que el semáforo me da el alto; levanto el cuello del abrigo, alzo la vista hacia el cielo, sopla una leve brisa que me hace estremecer; detengo mi atención en la fachada de un edificio modernista con azulejos verdes, cubro con la vista el trazado inabarcable de la Diagonal, algo me golpea, ahí dentro, en ese lugar que no existe, y reemprendo mi camino por el paso de cebra, no sé en qué dirección.


Sí, sólo es miedo; ese martilleo difuso, ahogado, como un escalofrío, que te acompaña desde hace años, quizá demasiados.


Caminando lo curas.


No, en todo caso lo engañas, unos minutos; lo dejas atrás, le das esquinazo, pero se ha adherido a tu sombra y te alcanzará otra vez cuando llegues a casa.


Mejor espera.


Me detengo frente a un escaparate, observo mi reflejo: esa mirada indescifrable, incluso, para mí, evasiva, rabiosa, tiznada de temor, junto al pelo revuelto y la bufanda oscura atada al cuello como si hubiera querido estrangularme. (Parezco Antoine Doinel veinte o veinticinco años después. Siempre parezco Antoine Doinel.)


¿Cuándo fue la última vez?


No hace mucho, acababas de volver a Barcelona, aquel frío duró unos meses, te sorprendía cada mañana al montar en bicicleta camino del trabajo, a veces, también, a la salida, cuando cruzabas frente a la Sagrada Familia y hacías cuentas para calcular el tiempo que restaba para salir corriendo otra vez camino de clase en la otra punta de la ciudad. Luego se esfumó...


(Ya sabes cuándo: tomabas un kebap -que nunca supiste digerir y terminaste vomitando.)


Eso creíste, como la otra vez... Nunca se fue, nunca se irá, aquellos meses, todo, fueron una broma de mal gusto.


Eres un amargado.


Este invierno, parece, que no acabará nunca, cumple ya su decimocuarto mes.


“Mañana es sólo un adverbio de tiempo.”


El ruido de todo lo que me rodea llega a mí amortiguado; el tráfico, sus voces, el ajetreo en los comercios, en los zaguanes con portero... mi propio ruido, el de mis recuerdos, mi respiración, la llama del cigarrillo, mis labios acariciando la boquilla, el humo alejándose de mí... Todo es un inmenso cúmulo de sonidos que conforman uno solo, ese ruido de fondo de nuestras vidas al que nos acostumbramos y del que sólo nos apercibimos en determinados momentos. Hay quienes nunca lo escuchan, otros, sin embargo, apenas logramos zafarnos de él, da igual los decibelios con que tratemos de ocultarlo, el canal que sintonicemos o la calidad del electrodoméstico, ese ruido es nuestra banda sonora.


Disculpad mi tristeza.


(Nosotros no somos los culpables.

Ya lo sé.

De todo aquello ya han pasado varias vidas.

Lo sé.

Olvídate, entonces.

No puedo, todo eso soy yo.

Pues que les jodan si no la disculpan.)


domingo, 14 de febrero de 2010

De vuelta a casa (II)



No conocía sus nombres, nunca antes de esta noche, y nunca más, nos habíamos visto. Había perdido, hacía rato, el rastro a Julien; la última vez que nos cruzamos deshacía a versos la resistencia de una de las ninfas que serpenteaban por la oscuridad de este antro gratuito, sin reserva de derecho de admisión, en el que de vez en cuando hacemos parada para abrevar y desnublar los efluvios que, inevitablemente, el paso de los días acumula sobre nuestras sienes y nos agrietan el gaznate, desatando esa sed imprecisa que nos impulsa a apostar nuestros últimos céntimos al más delicado y provocador juego de cuantos se puedan elegir.

Hablaban idiomas de imposible fonética, cada uno de su tierra. Los acompañaban cuatro ninfas, también de tierras lejanas, más al norte; donde el frío es costumbre y la franqueza su más válida forma de existir.

Me invitaron a recorrer con ellos la mañana gris con que se anunciaba el final de un sueño, el rostro velado tras el escenario que nos cobijó de la noche y nos rescató de la mañana siguiente.

Entre miradas estimulantes, aromas afrutados y abrazos sinceros que no volverían a repetirse, mientras las promesas, ciertas, se deshacían con su último silabeo y esa repentina conciencia que, amartilla con menos furor de lo acostumbrado, te recuerda tu lugar en ese instante, nos fotografiamos en la esquina de la calle Avinyó.

Nevaba en la ciudad de los prodigios, a la altura de las Ramblas, un pequeño y leve goteo blanquecino que humedecía nuestros pasos y tiznaba de ilusión esa sonrisa poco frecuente que quienes me conocen valoran como un milagro y cultivan como si tras ella fuera el mundo quien sonriera; una ventana a la esperanza.

Nunca había visto nevar (mis ojos eran los de un niño). Apostado a la entrada de ese otro antro con salto y seña que se esconde en la esquina de un callejón del barrio de la Ribera, a pocos metros del Gótico, me despedí de mis anfitriones, hasta la vista, por supuesto, y me dispuse a tiritar bajo la nieve, marcando el paso al compás de los zumbidos huecos con los que este cúmulo de sensaciones habían empañado toda forma de entendimiento para abrirme el paso a la claridad.


Qué efímera e infrecuente es la plenitud.

Homines sumus.

jueves, 11 de febrero de 2010

Spleen y doxa



Hay un cuadro de Goya (disculpen, siempre he querido empezar un texto así y esta vez tenía la excusa perfecta)... rectifico, no es un cuadro, es un grabado al que hice referencia no hace mucho, que lleva por título El sueño de la razón produce monstruos, en torno al cual quería aclarar una cuantas cosas y dar acuse de recibo a una apreciación que me han hecho.

Al lío. Os pongo un poco en antecedentes, un par de pinceladas para ubicarnos: la pintura en cuestión pertenece a la famosa serie de Los Caprichos, que conformaba una crítica, por medio de la sátira y otros recursos retóricos (no todos propiamente pictóricos, como ahora veremos), de la sociedad de la época, aquel mundo oscuro del que pretendía salvarnos la moda ilustrada. Son ochenta en total, los primeros tenían características mucho más figurativas que los de la segunda hornada, también eran más realistas; los otros comienzan a introducir personajes grotescos, fantás(magór)t(icos) o visiones delirantes... Existe una ambigüedad en esta serie de grabados, en Goya y, más aún, en el grabado al que hago referencia.


Goya fue un pintor ilustrado, participó de aquella moda, no hay lugar a dudas, pues defendió con su pincel el proyecto ilustrado tal y como fue pensado en este país: mirando hacia fuera; nunca hemos tenido más remedio que hacer eso. También sabemos que, en sus últimos años de vida, además de ciertos achaques físicos, sufrió ese mal del alma, aquella melancolía, decepción, pesimismo o escepticismo ante el proyecto que abanderó siendo más joven, más inocente; a ello no ayudó en nada la ocupación francesa y el reinado de José Bonaparte (con la aureola de la Revolución Francesa como parapeto se comenzaron a forjar los primeros gestos del Totalitarismo en Europa y los hijos de la razón, sus artificios, eran tan humanos como la humanidad contra la que se rebelaban): un rey impostado e impuesto; una marioneta de la soberbia imperialista de un déspota. En definitiva, lo que no ayudó fue ver cómo este proyecto, en manos de quienes podían haber pasado a la Historia, concluyó como suelen concluir todos los proyectos por el simple hecho de serlo y por la necesidad de aplicarlos por parte de un colectivo: la ilustración, a falta de tal, mostró su cara más oscura; el reverso de aquello sobre lo que se fundamentaba y por lo cual reivindicaba su legitimidad. Que nadie se escandalice, yo aún tiemblo a veces cuando acudo a determinadas charlas y conferencias, rodeado de ese medio centenar de iluminados convencidos de saber qué necesita la Historia, un pueblo o nuestra cultura para elevarse hacia las nubes que suelen poblar sus cabezas y cómo ha de ser realizado su proyecto; percibo ese aire despótico y moralista de quienes no soportan que se les rebata a la manera pirrónica, definida por mi querido amigo Michel de Montaigne como una lucha en la que, para desarmar al contrario, primero, uno ha de desarmar a la razón misma (a sí mismo) o a las vías y al vehículo con el que discurre. Resulta un poco triste que en algunas facultades suceda que, entre estadística y estadística, autores de escuelas anglosajonas de tinte sociológico (todos muy científicos, no faltaba más) y la pertinente educación en contactología, no se repartan, como panfletillos ociosos y poco dañinos, entre café y café, mientras solucionan el mundo, y también el nuestro, los textos del ensayista francés o los de su amado amigo y compañero Étienne de La Boétie...


Disculpad; me he vuelto a ir de varetas (no en sentido literal...).

Eso, la pintura. En el grabado, como vemos, destaca un texto –René Magritte no inventó nada nuevo- en el que podemos leer la leyenda que le da título. Como decía, alguien me comentó, y estoy completamente de acuerdo con ese alguien, que el texto entraña cierta ambigüedad: puede ser leído tal y como lo utilicé, ten cuidado con lo que sueñas, pues podría hacerse realidad, o todo lo contrario: cuando “duerme” la razón, el mundo se puebla de monstruos. Según se lea el término sueño, en sentido figurado o literal, cambia el referente completo o el sentido del conjunto; lo difícil no es dilucidar cuál es el sentido “correcto” o aquello que trataba Goya de decir –eso no importa-, lo difícil, queridos, es discernir cuál es la diferencia entre sentido literal y sentido figurado, si es que la hay. Equilicua!. No tengo nada que decir ni me alarmo ante el hecho de que un texto, una frase, un aforismo, porque de eso se trata, pueda tener múltiples significados; a decir verdad, me encanta que así suceda; me pone que el mundo, que todo lo que consideramos vinculante y digno de veneración, se hunda; me excita. ¿Trataba Goya de mostrar este fenómeno? Si así fuera, Goya, como pintor, sería aún más interesante de lo que ya lo es. No hay mejor argumento contra un moralista que éste: que su mundo, ante sus ojos, se desvanezca y desaparezca bajo sus pies, mientras yo floto, como un cristal hecho añicos, esbozando una sonrisa de niño cabrón que no sé disimular. Quizá, Goya, en la oscura locura de sus últimos días, no hacía más que reírse de todos nosotros, emulando las siniestras sonrisas que poblaban sus pesadillas, los monstruos de la razón.

Todo lo que nos rodea no es más que un juego de transparencias, un ‘lego’ imposible compuesto por conceptos etéreos, bipolares, mecidos por transposiciones, extrapolaciones, analogías descabelladas... intestinos entrecruzados que se reivindican en la historia como muescas o graffitis en cada palabra y que “un pueblo considera firmes, canónicos y vinculantes [...] monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”, (sí, es de Nietzsche).

Sucede con los aforismos lo mismo que sucede con un verso del mal llamado género poético o con un cuadro mismo; porque todas estas variantes vienen a ser lo mismo (un cuadro es un aforismo, un verso es un cuadro y todos son imágenes retóricas plagadas de conceptos rígidos pero, a su vez, tan frágiles y maleables que difícilmente nadie debería darse el lujo de decir éste es su sentido justo y aquélla su bella referencia). Quien observa un cuadro, lee un aforismo, recita un poema... más aún, quien lee una obra literaria, filosófica... no, aún más, quien crea que comprende el mundo y la realidad que vive, quien cree que sabe lo que un autor "pretende decir" (en el caso de la Vida sería, ups, Dios –sí, ése mismo-), incurre en un riesgo común, inocente, entrañable –sólo en algunos casos-: el de presuponer que hay autoría o sentido, cuando lo único que hay ante nuestros ojos no es más que un desafío que escapa a nuestro dominio -el de quien vierte las palabras o el de quien da cuenta de ellas-, al que siempre nos prestamos. Ya se sabe... humanos, demasiado, ¿verdad?

Como tampoco es de recibo a estas alturas de la historia engalanarnos con la actitud socrática y mantener la pose de no saber nada, suelo fiarme de quienes dudan, no sistemática o metódicamente, sino de quienes dudan de la pregunta misma, de la cuestión a rebatir, del derecho o justicia en torno a la pregunta cuya respuesta, como digo, es simplemente poética, retórica, desde un punto de vista compositivo, e inescrutable, inconmensurable e inextricable, por lo que toca a la cognición.

¿Qué nos queda, entonces? Sí, tiemblen, yo vivo así todos los días; incluso, hay días en que no se está tan mal.

A esto es a lo que, yo creo, que se refería Kant cuando escribía atrévete a saber; bueno, no a esto exactamente, pero, extrapolado a nuestro tiempo, si él tuviera que soportar esta época –y, casualmente, o no, ambas épocas tienen cierto carácter agónico que les proporciona ese aire de familia que tanto nos tienta a pensar en sentidos y lógicas históricas-, anteponiendo este reto a su moralismo, estoy seguro de que me acompañaría más de una noche a brindar y temblar conmigo entonando su máxima.


(Por cierto, quien busque un sentido o un referente exacto a las palabras de esta entrada, quizá es que no ha comprendido nada de lo que trato de decir y nunca logro expresar, pues de buena tinta admito que hay cosas que no pueden ser dichas, a menos que se recurra a cierto aparato conceptual que trato de eludir y con el que sólo conseguiría captar una imagen fotográfica cuya iconografía y retórica apenas tendría sentido sólo para iniciados.)


¡Salve!

martes, 2 de febrero de 2010

Spaghetti western


Reconozco que me gusta este personaje, me pone. Ese cigarrillo de hebra colgando del labio inferior, aquella mirada impoluta, chulesca, huidiza, no exenta de desconcierto, suspicaz, como si en cualquier momento pudiera suceder algo imprevisto; la piel bruñida, arrugada, cansada, incluso, de estar tensa; el sombrero diestramente ladeado, oscuro; sus ropas polvorientas, curtidas; ese caminar indescriptible... Nunca tenían nombre, solían cabalgar sin rumbo y compañía hasta pueblos de casas blancas, definidos por una calle mayor a cuyos lados se apostaban bancos de piedra y cal, iglesias abandonadas y hoteles-salón de madera con nombres de accidentes geográficos, y gobernados por familias, a veces enfrentadas, sheriffs tiranos o dramas de cualquier tipo que hubieran hecho las delicias de Alonso Quijano cuando tenía la lucidez de presentarse a los demás como un completo demente... No, no son éstos los protagonistas de los viejos western americanos; son los héroes de aquellos engendros, nacidos en Europa, con los que Sergio Leone re-dignificó el género y construyó un nuevo tipo de héroe. Un paradigma de héroe que, bien mirado, sería capaz de agrupar esta amalgama postmoderna, postilustrada, que trata de definirse y que, no hay manera, aún está en pañales.


Leone se adentró en el género como cualquier otro director europeo anónimo hubiera hecho: con la inocencia infantil que el desconocimiento absoluto de los códigos que lo regían dejaba entrever. Observo en una entrevista realizada a Clint Eastwood un caso que ejemplifica este desconocimiento de los códigos propios del género americano: estaba estipulado que el arma que dispara a un hombre y la consecuente imagen del hombre abatido no podían entrar en un mismo cuadro. Pero así es como lo filmó Leone y, gracias a ello, probablemente sin tener conciencia, estaba inaugurando un nuevo género y plasmando algo más, que, quizá, sólo podía tantear visualmente, de una manera muy plástica, intuitiva, transgresora, mientras simplemente pretendía hacer un homenaje a los viejos western con los que había crecido. Estos filmes están plagados de transgresiones que, constantemente, miran al género americano con un enfoque desenfadado, mostrando un relación con el hecho trágico nunca vista hasta el momento en la pantalla para traspasar las fronteras que delimitaban las características del héroe clásico o del prototipo moderno. Aquellos primerísimos planos de rostros brillantes, sudorosos, que, como un mapa, iban desentrañando las variables formas de expresión del gesto facial, ya los habíamos visto en Eisenstein, en Fellini o en De Sica; el elemento pop, psicodélico, de sus títulos de crédito era común en otros géneros cinematográficos; el carácter trágico-épico de las extraordinarias y sublimes bandas sonoras compuestas por Ennio Morricone ya había hecho acto de presencia en la ópera a lo largo del siglo xx...


En estas películas, tal y como estaban concebidas, tenía cabida cualquier tipo de variación e influencia: desde situaciones grotescas o cómicas dentro de un contexto ya de por sí trágico, hasta la lírica de un asesino o la ternura de quien nunca supo qué significaba esa palabra. Criticado en su momento, pocos advirtieron que nos encontrábamos antes una relectura contemporaneizada de la tragedia clásica. Son varios los temas que podemos encontrar: la fascinación por lo pasado y la incapacidad de asumir un futuro incierto por parte de los protagonistas; la forma en que la justicia tuerce el camino ilustrado y converge con la venganza, la avaricia o la redención; la presencia de un pasado constantemente ausente; la épica de unos hombres que se saben marionetas de un destino no escrito pero ya determinado... Este tipo de héroe no es como el héroe clásico, dechado de virtudes o cualidades divinas, capaz, de forma sobrehumana, de traspasar los límites para ejemplificar la virtud, ni como el héroe moderno, representación de unos valores que todo hombre debería tener como meta y sólo los Hombres, con mayúsculas, son capaces de alcanzar; no, nuestro héroe es un tipo, como digo, sin nombre, del que se desconoce su pasado y al que nadie le presume ninguna virtud, todo lo contrario. La virtud de Leone, en este caso, estriba en su maestría para romper la frontera entre el bien y el mal y deshacer ese límite dentro de un contexto donde la vida y la muerte carecen de ese valor maniqueo propio de nuestra cultura, para mostrar la humanidad más animalizada y compleja que se resiste a ser anulada.


Me gusta especialmente La muerte tenía un precio, por la oposición que se refleja entre dos de sus personajes, el coronel Mortimer y El Manco, dos caza-recompensas, y por los delirios poéticos de quien está en su punto de mira, El Indio, un delincuente a la cabeza de una banda de forajidos que planean atracar el banco mejor custodiado y con mayor recaudación de una región indeterminada de ningún lugar. Sorprende el carácter atormentado de El Indio, un “loco drogado”, en palabras del coronel Mortimer, capaz de matar a su mejor amigo mirándole a los ojos, y que, a pocos minutos del final de film, poco antes del duelo final (porque sin duelo no hay final posible) es capaz de concentrar en pocas palabras, en una imagen, y sincretizar la miseria que explica su condición mientras mira a lo lejos un pequeño pueblo con cuatro casas blancas donde, según sus palabras, nadie recuerda a sus muertos y, quienes lo dejan, jamás recuerdan su nombre ni a quienes aún lo habitan. En este pueblo tiene lugar, como digo, el desenlace de una tragedia que hunde sus raíces en el pasado: el coronel Mortimer no es un simple caza-recompensas al huso, sino un hombre que ha arrastrado su vida de pueblo en pueblo en busca de El Indio, para vengarse, para hacer justicia, por la muerte de su hija. En una escena final memorable, enmarcada por un juego musical en torno a un reloj cuya densidad semántica se pierde en el silencio y en el recuerdo, una música embriagadora, ascendente anuncia, como digo, no lo que estaba escrito sino lo inevitable, para trastocar cualquier intención de juicio moral por parte del espectador. Nuestro héroe, que lo es, deshecha la recompensa, porque su precio no era otro que ese reloj que le pertenecía y que estaba en manos de El Indio, como un fetiche, como un trofeo.


Sí, me gusta esta figura del antihéroe, me gusta ese mundo caótico de emociones y sentidos caleidoscópicos donde la transvaloración de todos los valores no es un proyecto ni una tarea a emprender, es el pan de cada día, la resolución de lo que es y no puede ser, por mucho empeño, de otra manera. Sí, me gusta esta actitud, yo soy esta actitud, de aquellos que no juzgan a quienes, por derecho, ansían, de alguna forma, expresar esta existencia, recuperar ese viejo reloj de bolsillo.


La épica del héroe contemporáneo no está, ni puede estarlo, circunscrita a las grandes acciones; es en lo minúsculo, en lo efímero, en lo incomprendido, esa intrahistoria de cada quien, donde, en todo momento, nosotros, todos, podemos alcanzar a codearnos con Aquiles, Antígona, Newton, Goethe, Napoleón...


Sí, de eso se trata: de que cada uno sepa cuál es ese reloj de bolsillo que ha de recuperar, haya o no duelo, o nos vaya la vida en ello; porque finalizada la trama, sea como sea, al Manco le han de salir las cuentas...


Todo lo demás no es más que ese teatro de vodevil al que algunos nos quieren habituar.



¡Salve!