viernes, 1 de junio de 2012

Kayrós (Καιρός)




Aunque últimamente tengo demasiada hambre como para gastar las pocas energías que me deja esta precariedad existencial a la que nos ha abocado el Nuevo Régimen en cierto tipo de cavilaciones, hoy voy a perorar, y de lo lindo. De modo que le recomiendo al funcionario de turno que se prepare un café, tenga un diccionario a mano y se lo tome con paciencia; que esto no viene en la Wikipedia y quizá haya que leer entrelíneas para poder encausarme por mis palabras.

Lo cierto es que hace un par de días pasaba la tarde asomado al estanque de un parque lejano a casa, al que no sé muy bien cómo llegué tras una de mis arriesgadas huidas por la Ciudad de los Prodigios perseguido por un sol asesino, preguntándome si esos peces de colores que agonizaban en sus “lozanas” aguas serían comestibles, hasta que tuve la lucidez de darme cuenta de que, si así fuera el caso, no quedaría ni un solo pez de color en ese estanque. Permanecía absorto en mis tribulaciones, de vez en cuando liaba un cigarrillo y por momentos sentía la honda necesidad de zambullirme en el agua con la más que sesgada intención de no volver a salir nunca de ella. Varias razones me lo impedían: una era que esos peces escuálidos parecían tener la misma hambre que yo, o quizá más, y una cosa es morir ahogado y otra bien distinta es dejarte devorar por una docena de peces anaranjados a la vista de un octogenario amarrado a una silla de ruedas que empujaba una adolescente ecuatoriana; otra era que el estanque apenas medía medio metro de profundidad y la última es que, por alguna inextricable razón del destino, de pequeño asistí a clases de natación.

De pronto sentí un arrebato, un vahído tan repentino como insuficiente para dejarme en el sitio de una vez por todas y salir en los diarios por algo que esta vez sí habría hecho: morirme. No era más que un pequeño golpe de calor, una bajada de tensión y una señal inequívoca de que salir a pasear con treinta grados de (in)justicia y el estómago vacío por esta ciudad es una forma más que efectiva de retar al destino.

¿Acaso estaba yo retando al destino?

Sí, en eso pensé, en el destino, y, como algunos ya sabéis que soy un pervertido, mientras arrojaba una piedra al estanque, de manera inconsciente pronuncié una palabra extranjera y vino a mi mente una de la Tesis de Filosofía de la Historia de Walter Benjamin. Me arrastraba de vuelta a casa cuando pergeñaba la idea: por fin tenía algo sobre lo que escribir que pocos entenderán del todo y que quizá, por ello mismo, lograra poner en guardia a los funcionarios del Departament d’Interior (o mejor aún, a los del Ministerio, que éstos sí dan de cenar) y vuelvan a invitarme a pasar otra noche de lujuria en la Comisaría de Les Corts encerrado en alguna estancia individual sin vistas al callejón.

La palabra que dijo aquél que era yo cuando arrojaba la piedra al estanque reverberaba en mi mente y yo sonreía a cada momento en el camino de vuelta a casa, deseando tener en mis manos papel y pluma para escribirla: Kayrós (καιρός). Mientras tanto, porque aunque mi cuerpo se arrastre por el suelo, mi mente siempre vuela, ya sabéis, hacia las nubes, replanteaba conceptualmente el problema del tiempo, de la temporalidad; que, como me habréis escuchado alguna vez, es un concepto fundamental en la filosofía contemporánea, para la filosofía en general. Siempre lo ha sido. Todo esto en voz baja, para mí, quiero decir; un tipo arrastrándose y sonriendo solo por la calle ya llama lo suficientemente la atención, y que me guste pernoctar en comisarías porque a veces dan de cenar no quiere decir que así desee hacerlo en algún psiquiátrico.

Venga, ahora en serio, voy a intentar plantear lo que vino a mi cabeza aquella tarde y, luego, quien quiera entender que entienda, pero que nadie me acuse de haber proclamado nada, que yo soy pirrónico y esas cosas son de mal gusto.

Ya me habréis escuchado decenas de veces que el hecho clave que determina el tránsito de una cultura oral (poético-retórica) a una cultura escrita (lógico-dialéctica) fue el desdoblamiento de lo que hay en una dualidad que quiebra y nos distancia, aún más si cabe, del mundo de las cosas, estableciendo jerarquías, categorías, órdenes… Todo esto hace referencia a la invención de lo Absoluto, de lo Eterno: presunción de una trascendencia, de una “presencia” que sobrepasa y atraviesa, al mismo tiempo, todo lo que nos es dado. Y en todo esto, el concepto de “tiempo” es transcendental (en un sentido vulgar y en un sentido kantiano).

Me explico: en las culturas orales, el pensamiento mítico determina que es la voluntad de los dioses (o los espíritus de las cosas) la que gobierna todo lo que hay; eran los dioses quienes decidían dónde habría de caer el rayo o en qué momento daría a su fin la sociedad en que uno vivía. En otras palabras, eran los dioses o los espíritus quienes gobernaban la naturaleza (physis) o el destino de los hombres, el destino de la pólis. Al producirse esta ruptura, queda establecido que el ámbito de lo humano es contingente y mutable, sometido a la temporalidad, a khrónos (xρόνος); mientras que el ámbito de la physis, de la naturaleza, responde a leyes inmutables, eternas, y su tiempo es aión (aίών).

Ambos términos, khrónos y aión, designaban por igual al tiempo; aunque uno de ellos, khrónos, hacía referencia a la infinita sucesión de presentes, de intervalos consecutivos y cuantificables de tiempo, y el otro, aión, señalaba un continuo estar, la eterna simultaneidad del Ser. Esto tuvo consecuencias ontológicas y epistemológicas que pasaré de largo, a menos que sean necesarias para la idea que quisiera exponer (si es que hay alguien que no se haya asustado y salido corriendo a estas alturas). Lo importante, para este caso, es que dicha distinción categorial dio lugar, por supuesto, a una jerarquía, donde aión correspondía al tiempo originario, y khrónos era el resultado de una copia, era lo originado (por esta razón, evidentemente, toda la ontología platónica establecía que aión hacía referencia al Ser y era el tiempo de la physis, y que khrónos regía el tiempo de los hombres, mutable, contingente…).

En resumidas cuentas, el mundo griego, la nueva episteme que estaba tomando forma, había pensado el Tiempo, a partir de entonces, en su relación con la Eternidad, como copia o imagen degrada de ella. Por esta razón, khrónos, era objeto de la episteme y podía hacerse Ciencia en torno a él; puesto que los sucesivos “presentes” o “instantes” de que estaba compuesto el tiempo cronológico hacían referencia velada al instante (nyn) inmóvil y eterno del aión (que, jerárquicamente, desde un punto de vista cognoscitivo, lo trascendía).

¿Qué tiene que ver el kayrós, el término que acompañaba mis pasos aquella tarde, con todo esto?

Éste era un tercer término que hacía referencia también al Tiempo, pero carecía de privilegios y fue dejado a un lado por el pensamiento griego porque de él no se podía hacer Ciencia (episteme) y sólo era dado a las opiniones (dóxai). Un kayroí o Kayrós no es el tiempo objetivo, físico o cuantificable (khrónos), ni un tiempo subjetivo o psíquico, también medible; es un intervalo de tiempo breve que destaca por su “cualidad” de ser una ocasión propicia, una oportunidad adecuada que pasa o no de largo ante nosotros.

Mientras que los otros términos que hacían referencia al Tiempo podían ser formalizados, del Kayrós sólo podemos desentrañar sus cualidades para así comprender qué es un kayroí, que en ningún caso se deja aprehender. Trataré de enumerar estas cualidades lo más sucintamente posible:

(i) El Kayrós es un momento que destaca por su excepcionalidad. Al contrario que los instantes o presentes infinitos de que está compuesto el tiempo cronológico, que se suceden de forma regular y necesaria, el Kayrós rara vez acontece.
(ii) El Kayrós comprende una ocasión fugaz y pasajera, que se resiste a ser apresada; esta ausencia de constancia y extensión confirma la paradoja de que siempre, desde un punto de vista experiencial, y éste es el drama, pertenezca al pasado o al porvenir y no pueda ser objeto de conocimiento.
(iii) Como forma de Tiempo, el Kayrós afecta tanto a su medida física como psíquica; desde un punto de vista objetivo, no puede ser desligado de una estado de cosas que lo hace propicio, y desde un punto de vista cualitativo es una sensación interna, subjetiva, la que determina el kayroí, la ocasión propicia.

Su carácter singular e irreductible, su excepcionalidad y fugacidad, vinculadas a una experiencia subjetiva, hacen que no pueda ser predicho de antemano y, por tanto, se resiste a ser formalizado, a dejarse aprehender como fenómeno; y ésta fue la razón por la que se vio “apartado” al ámbito de la dóxa, de lo variable. Sin embargo, posteriormente, fue adquiriendo cierta relevancia de la mano de dos de las grandes religiones monoteístas, las cuales le otorgaron un estatuto de “verdad” que más tarde influiría en la interpretación que del Kayrós haría Walter Benjamin para sus reflexiones sobre la historia.

La violencia que ejerce la razón instrumental o el pensamiento lógico-dialéctico sobre el mundo de las cosas, la conciencia lingüística de nuestra edad post-ilustrada, ha dado lugar a un replanteamiento de estas jerarquías cognoscitivas heredaras de la más añeja tradición idealista. Desde la postmodernidad, muchos afirmamos la incognoscibilidad de todo lo que nos rodea (de hecho, lo que afirmamos es que todo lo que nos rodea no demanda para sí interpretación alguna, no reclama un sentido para sí, pues su única verdad es su ahí, y éste no nos incumbe), la inconmensurabilidad de los discursos, mientras señalamos el concepto de “verdad” como algo dado al juego del lenguaje y no como vía de aprehensión de un mundo más allá de lo que nos parece. Pero la tradición religiosa (que más tarde sería heredada, en su vertiente idealista, por el pensamiento ilustrado, alcanzando a la filosofía de la historia hegeliana o al materialismo neomarxista), distanciándose de esta vía cognoscitiva, mantiene las jerarquías en torno a lo que nos es dado conocer. Por esta razón aprecian en el kayroí una manifestación de algo ontológicamente más consistente que cualquier otra verdad aprehendida por las vías cognoscitivas habituales. Dichos acontecimientos, según su interpretación, no se nos resistirían (y por esta razón fueron desvinculados del ámbito de objetos de la episteme griega) porque fueran incognoscibles o inaprensibles, sino porque como acontecimientos prescinden del sujeto, son autónomos a nuestra advertencia de ellos, y son ellos los que se nos revelan, se dicen a sí mismos, y reclaman nuestra atención, estableciendo así un vínculo esencial entre aión y kayrós que para los griegos era problemático.

Ahora entendemos (o eso espero, que se entienda), por qué en occidente, kayrós siempre ha estado vinculado al momento de la redención, a la manifestación de Dios en la Historia, en el caso de las religiones monoteístas. También comprendemos, de esta forma, que el idealismo hegeliano entendiese la Historia como una necesaria consecución dialéctica del Absoluto, que, de alguna forma, ya venía manifestándose veladamente en los sucesivos estadios del Espíritu. De la misma manera no se nos hace ahora tan extraña la tesis de Heidegger de que la Historia de occidente es la historia del ocultamiento y revelación del ser; del mismo modo, aunque tras una reducción materialista, el marxismo y sus posteriores interpretaciones veían en la lucha de clases, y en su superación, una vez alcanzado cierto grado de autoconciencia (nótese que esta condición mantiene cierta semejanza con las vías pautadas de ascensión a la verdad religiosa), mediante la victoria de la clases dominada sobre la clase dominante, el final de la historia tal y como la habíamos conocido (la realización del Espíritu, en términos hegelianos). Benjamin, lo único que hizo fue destapar ese sesgo idealista del pensamiento neomarxista y dotarlo de un aparato discursivo cercano al discurso religioso (en este caso el judaísmo), para hacer notar así aún más el carácter mesiánico que siempre ha guardado esta interpretación del kayrós.


Tesis XV

La conciencia de hacer saltar el continuum de la historia es propia de las clases revolucionarias en el instante de su acción. La Gran Revolución introdujo un nuevo calendario. El día que comienza un nuevo calendario funciona como un concentrador histórico del tiempo. Y, en el fondo, es ese mismo día el que vuelve una y otra vez bajo la figura de los días festivos, que son días de rememoración. O sea, que los calendarios no miden el tiempo como relojes. Son monumentos de una conciencia histórica de la que parece que en Europa ya no queda la menor huella desde hace cien años. Todavía en la Revolución de julio se registró un incidente en el que esta conciencia impuso su derecho. Cuando llegó el atardecer del primer día de lucha sucedió que, en diversos lugares de París, independientemente y de forma simultánea, se disparó contra los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizás deba su clarividencia a la rima, escribió entonces:

“Qui le croirait! On dit, qu’irrités contre l’heure
De nouveaux Josués au pied de chaque tour,
Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour”.

[¡Quién lo iba a creer! Se dice que irritados con la hora
Nuevos Josués al pie de cada torre,
Disparaban a los relojes para detener el día.]


Pese a ello (el mesianismo), Benjamin da en la clave, y así lo expresa, sobre el kayroí como fenómeno, construyendo de esta forma una crítica demoledora en torno a nuestro concepto vulgar de tiempo (Heidegger ya había hecho previamente otro tanto), que se dirige como un dardo envenenado hacia otro concepto que la tradición neomarxista o hegeliana no podrían perdonar: el concepto de progreso. Leyendo (o releyendo) esta XV tesis sobre la historia, se hace evidente que el Tiempo, que el tiempo de los Hombres, nada tiene que ver con el tiempo cronológico; algo que es aún más evidente cuando tratamos la historia. Cierto que, según yo interpreto, esto no es así porque de alguna forma esos días del calendario de los que habla Benjamin tengan o contengan cierta estatuto de verdad en su acontecer. Quizá, su valor sea el mismo que él daría a la tarea del traductor, que es, igualmente, la tarea del poeta.

Benjamin fue muy consciente, a la hora de perfilar sus Tesis, que la conciencia (fuera vital, fuera histórica), como la memoria, era el resultado de una reconstrucción, que todos los acontecimientos guardan una cualidad hermética y que, como tales, siempre supondrán un límite para aquellos que ansían conocer. Ésta era la razón por la que la tarea del traductor estaba legitimada y sus resultados alcanzaban el mismo valor que su “original”, puesto que tachaba el concepto de “origen”. En cierta manera, así lo veo, así lo vio él: el Hombre siente la imperiosa necesidad de dar sentido y, en un mundo carente del mismo, cualquier intento honesto sin pretensiones de univocidad queda, de esta forma, legitimado.

El Kayrós guarda relación con la experiencia poética en este aspecto: en la ruptura espacio temporal que posibilita que dos momentos distanciados en el tiempo, autónomos, inconmensurables, adquieran un sentido para el sujeto experiencial que los escribe; porque vivir no es más que escribir una vida y en este sentido todos somos poetas.

Expurgado de toda trascendencia, todos hemos vivido y guardado como memoria pequeños retazos, kayroí, que han determinado nuestras vidas: momentos adecuados, propicios a la decisión y que impelen a la acción; experiencias fugaces que algunos dejan pasar y que sólo los más valientes, aquellos que miran a la vida con los ojos abiertos de par en par, supieron domeñar.

Con anterioridad he dicho que una de sus cualidades era paradójica: pese a ser un acontecimiento presente, como fenómeno se nos presenta como una oportunidad pasada (aprovechada o no) o futura (que ansiamos o anhelamos). Y es esta cualidad y nuestras ansias de sentido, de ser dueños de nuestras vidas, afrontando la decisión, la que nos impulsa a buscar sus signos, los indicios, por herméticos que sean, (ha establecer una ciencia que no puede ser tal) de este acontecimiento que, más allá de cualquier sesgo religioso, nos redime, con nosotros mismos y con la Historia (cuando el acontecimiento trasciende al individuo e implica a toda una cultura, cuando la acción requiere de una acción colectiva).

Creo que puedo jactarme de haber sabido intuir a lo largo de mi vida en qué momentos no había lugar a dudas sin que pasaran de largo, al menos por lo que a mí respecta. Y por ello mismo, como el daimon de La Gaya Ciencia, siempre he repetido: volvería a vivir mi vida tal y como la he vivido así, una e innumerables veces. Y este drama anunciado que es mi destino (nuestro destino) no me hará cambiar de opinión. Pero la otra tarde, mientras lanzaba aquella piedra al estanque y mi conciencia se nublaba por unos segundos, tuve la intuición, de que, no yo, sino todos, nos hallamos frente a un nuevo Kayrós.

De vuelta a casa, me asaltó la pregunta, la misma cuestión que me acompaña últimamente: ¿tengo noticia de encontrarme ante el momento propicio porque todos lo hemos dejado escapar? ¿Acaso se nos ha ido? ¿O soy igual de intuitivo para los acontecimientos históricos como lo soy para los acontecimientos vitales?


Es muss sein!






[Quienes quieran leer un buen artículo sobre estos tres conceptos, pueden echar un vistazo a: Antonio Campillo: “Aión, chrónos y kairós. La concepción del tiempo en la Grecia antigua”, en La(s) otra(s) historia(s), UNED del País Vasco, 3 (1991), pp. 33-70.]