Este blog no es más que un cajón de-sastre, en el que nada es lo que parece, un paseo urbano y dominguero por el tiempo y nuestro tiempo, por literaturas, imágenes y ciudades; una encrucijada de pa(i)sajes fronterizos
domingo, 27 de enero de 2019
Les feuilles mortes
Lunes
Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito… Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.
Tú y yo en este lugar, en esta
zona
de luz apenas, entre la oficina
y la noche que viene, no sabemos.
O quizá, simplemente, estamos fatigados.
Jaime Gil de Biedma, Las personas
del verbo
Que
no pudiera conciliar un sueño profundo era algo con lo que ya contabas cuando
por fin diste tu brazo a torcer y accediste, sobrepasado por un estímulo animal,
a subir a aquel taxi.
Reflejos
mortecinos de algún vehículo ascendiendo de madrugada por Vía Augusta iluminan
a intervalos la alcoba. Y esta visión, la de la ancha avenida, como un faro,
serpenteando entre torres y regios complejos con fachadas de ladrillo y tejados
de pizarra a dos aguas, me invoca a incorporarme, borracho, para liar un
cigarrillo bajo la claridad del ventanal.
Tu
cuerpo, blanco, petrificado por las sombras de las sábanas como una figura de
mármol −que yo así quisiera imperecedera. Nuestras ropas, desprovistas de
cualquier falsa rutina, concurren en los alrededores de tu cama y, en un
sentido estético, acompañan a enturbiar la atmosfera, ya de por sí densa debido
al calor acumulado y el humo de mi cigarrillo.
Antes que nada, cuando todavía no
había sido testigo de tu paso severo cada mañana hacia el despacho de la sexta
planta, ni delatado aún ese mohín de frustración mal contenida cuando los
tornos del edificio se cierran a tu paso y observas en derredor, con los brazos
en jarras, esperando la llegada de algún adlátere servil que lo solucione…
Antes de todo eso, por unos días, hasta que te conocí, tú fuiste Azenaia, de
glauca mirada.
Recuérdalo. Yo andaba obsesionado con
una imagen rescatada de mi propia mitología: la de los chicos del parque. Los
observaba cada día en sus juegos y rituales de exhibición, mientras comía,
sentado en un banco. Fuman con la
terquedad de quien aguarda un desafío –inminente–, anotaba en mi libreta, y
entonces me detuve en ti: erguida, con un rictus de tensión en el rostro,
observándolos desde los peldaños de la escalera, sin voluntad para continuar tu
camino ni poder contener la turbación desencadenada por aquellos cuerpos contorneándose
al ritmo de sus pasos o esfuerzos por encaramarse con un cigarrillo prendido en
la boca a las ramas de un árbol.
Aquella escena, afortunadamente
marseniana, me fascinó hasta el punto de que su recuerdo abarcaba mis días y
mis noches: oasis de calma en un desierto de hastío. Aún puedo evocar el suave,
casi imperceptible, balanceo de tus caderas sobre los tacones de las botas de
piel que llevabas puestas aquel día; la pronunciada pendiente de tu cuello,
como una loma oculta tras las solapas de la gabardina que, a inicios de otoño,
vestías caprichosamente desabrochada; aquella deliciosa manera con que, con
fastidio, como una adolescente pillada en falta, recogiste tras tu oreja un
mechón de cabello, oscuro como el carbón, precioso.
Fue la monotonía de mis días la
principal responsable de todo lo que vendría después; pues fui yo mismo, cómo
evitarlo, quien dio inicio a este juego en el que creí partir con ventaja y
que, definitivamente, ha quedado en tablas.
Converso conmigo mismo mientras fumo
en el salón de tu casa y observo, incómodo, desubicado, la fotografía enmarcada
de tu boda sobre el noble escritorio de madera de tu marido. Reconozco los
arcos de la bóveda de Santa María del Mar: la expresión pálida de tu rostro, la
sonrisa victoriosa de él y ese elegante elenco de testigos e invitados con
carnet del PDeCat.
No me fui difícil, lo reconozco,
entregarte mi carta de presentación; aunque, rememorándolo, nunca quise llegar
tan lejos y mi pretensión primera no era otra que despertar un interés sin más
trayectoria que mi arrogancia. Para ello bastaba con un cruce de miradas por los
pasillos o algún encuentro casual en el ascensor; todo muy civilizado.Reconozco también que aquel informe anual de
mi departamento pude haberlo enviado por valija interna, que no había necesidad
de que yo mismo, en persona, fuera quien ascendiera hasta la sexta planta para
entregártelo en mano. Pero todo lo demás, ¡cabrona!, lo hiciste tú.
Yo sólo quise poner en marcha un juego
y darte una lección: la de mostrarte algo que no puede ser adquirido. Pero
fuiste tú, recuerda, acostumbrada a tenerlo todo, quien levantó la cabeza del
escritorio y, con cara enigmática, pronunció mi nombre sin que hasta entonces
hubiéramos sido presentados. Fuiste tú, insisto en el recuerda, quien dulcificó sin previo aviso el gesto frente a sus
subordinados, quien comenzó diarias incursiones sin sentido por la primera
planta, paseando despistada una edición en tapa dura de Anna Karénina bajo el brazo, sorprendentemente accesible a esos
chicos que redactan los comunicados de prensa. ¿Quizá fue el espíritu de la
Navidad, señora Scrooge?
Ya entonces, tuve la certeza de tú
eras más Karenin que Karénina.
Al término de todo ello, ya nada era
sorprendente, excepto para mí, que dejé de sentirme acorralado para reconocerme
halagado tras tu insistente invitación a aquella fiesta de Navidad. Cómo huir
de tu acoso cuando mi voz entona un no
pero mis ojos quieren otra cosa. Cómo rechazar tus constantes invitaciones o
hacer oídos sordos a un repertorio indecente –dónde las aprendiste– de
expresiones de inequívoco sentido. Al declinar la madrugada, a esas horas en
que las luces son aún más tenues y las multitudes batallan en los guardarropías
de las salas de fiesta, tu cuerpo se sostenía en mis brazos mientras susurrabas
una melodía a mi oído: … but her
mummy is yelling no / and her daddy has told her to go... El calor de tu
aliento en mis mejillas, el roce de tus labios por mi nuca: … but the film is a saddening bore / for she's
lived it ten times or more... Fue, entonces, cuando te besé; de una forma
animal, salvaje, como si me fuera la vida en ello, como si llevara minutos,
horas, días, semanas… aguantando la respiración bajo el agua y ahora, por fin,
gracias a Dios, pudiera respirar.
El resto ya es historia, el taxi
al que me hiciste subir sobrevolaba una madrugada a la que yo, hacía horas, había dado la espalda. A esas alturas de la noche, todo lo existente había
quedado reducido a ti: a tu olor, a la calidez de tu cuerpo, al sabor de tu
aliento, a la suavidad de tu cuello… Sólo tú, lo prometo; no recuerdo otra cosa.
Respiras plácidamente, de
costado, sobre la cama, de espaldas a mí. Me acerco y, a la sordina de la noche,
te aparto el pelo de la cara. Pienso que ojalá todos fuéramos siempre así, como
cuando dormimos: el mundo, el nuestro, sería otro mundo. Paseo la palma de mi
mano por tu cadera antes de acoplarme a ti para besarte la nuca, mientras dejo
que tu respiración, todavía dormida, se acelere al mismo ritmo que mis
caricias, que el roce de mi lengua por tu espalda. Tranquila. Un gemido. Duerme.
Murmuras algo inconexo. Despacio, ya no
hay prisa… Siento cómo todo tu cuerpo se tensiona por momentos hasta que
queda liberado tras pequeños y repetitivos espasmos venidos de la zona baja del
vientre, que yo contengo con mi mano. Emites un sonido gutural, algo parecido a
un maullido, al tiempo que tu cuerpo se contrae y estira para aliviar la
tensión, mientras frotas, la espalda arqueada, tu cara contra la almohada en un
gesto de placer que se me graba en la retina y que todavía no he podido apartar
de mi cabeza.
Recogí mis ropas y me vestí
tranquilo, en el salón de tu casa, frente al árbol de navidad que habíais plantado
junto a una veintena de paquetes de Amazon (¿unos esquís nuevos para vuestros
días en el Pirineo, dos o tres pares de zapatos, una cafetera de diseño…?). La
madrugada había dado paso al día y yo caminaba pálido por General Mitre con los
ojos extasiados, tarareando Life on Marts,
entre abuelos en dirección a algún parque con sus nietos de la mano. Sobreviví
a ese domingo fumando y dormitando en cama; mirando a ratos las fotos de aquel
álbum que me regaló Valentina. Recibí tus inoportunos mensajes desde ese
restaurante de las Tres Torres en el que comías con la familia de tu marido, y
ese otro, nuevamente de madrugada, en el que recitabas con trabajado acento
pasajes de Les fuilles mortes. Pero
mis silencios no son más que el resultado de un triunfo amargo que no contenta
ni a uno ni a otro. Al día siguiente, lunes, apenas había nadie en la oficina;
salí cansado, derrotado y cabizbajo, para encerrarme en casa con la intención
de despedir el año escribiendo un primer borrador de esta aventi. No hablé con nadie esa noche, sólo con la Enana, que andaba
atareara con los preparativos de su fiesta de Año Nuevo, porque es la única
persona que de verdad me quiere.
Te cuento todo esto, ya sabes,
sin demasiada esperanza, para que comprendas que sí, que no nos queda otra que
darle la razón a los días laborables; reconocer, al menos yo, que me siento
derrotado.
¿Qué ocurriría si, un día o una noche, un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú ahora la vives y la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión -y así también esta araña y este claro de luna entre las ramas y así también este instante y yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito del polvo!"? ¿No te arrojarías al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te ha hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: "Tú eres un dios y jamás oí nada más divino"? Si ese pensamiento se apoderase de ti, te haría experimentar, tal como eres ahora, una transformación y tal vez te trituraría; ¡la pregunta sobre cualquier cosa: "¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que ésta última, eterna sanción, este sello?
(Friedrich Nietzsche, “El peso más grande” en La Gaya Ciencia, 341.)